21 febrero 2006

La humanocracia

Hace algunos meses, apunté unas reflexiones en el cuadernillo del que suelo acompañarme cuando salgo a pasear o voy de viaje. Suele ocurrirme algo típico, a saber: que el recuerdo de esas reflexiones, de esas ideas escritas a ratos perdidos en cafeterías, bares, coches de tren, estaciones o aeropuertos se corresponde muy vagamente con lo que verdaderamente escribí. Es como si el recuerdo contuviese mejor todas las ideas y su perfecta formulación. Así, cuando releo lo escrito, me doy de bruces con el muro de la evidencia: dejé más en el tintero que sobre el papel, es decir, que me dice más lo que hay en mi caletre que lo que mi mano escribió.

Me ocurre así con la palabra humanocracia. No sé por qué, llegué a pensar que ya había escrito algo sobre ella, pero no aparecía por ningún sitio más que en mi imaginación. No obstante, los motivos por los cuáles pensé en ella son claros. Hastiado por los nacionalismos políticos y religiosos de toda índole, mis reflexiones de marras se basaban en la impotencia que uno siente al comprender que es casi inútil ir en contra de la mayoría, lo cual conlleva ir en contra de los poderosos medios de comunicación. Los argumentos o razones que un individuo puede presentar para convencer a esa mayoría son, en ocasiones, estériles. Mayorías o minorías pueden estar equivocadas por igual. El desasosiego surge cuando el individuo tiene que enfrentarse a esas mayorías mayoritarias o a esas minorías minoritarias —en cualquier caso, mayoritarias frente al individuo— y se ve solo o marginado ante los demás. Aún reconociendo que el camino del individuo solitario y empecinado en contra de los demás que “se equivocan” puede ser un argumento para las dictaduras —igual de perniciosas que los nacionalismos—, lo cierto es que la democracia es un sistema abocado al cambio.

La democracia tiene unas virtudes que todos debemos defender, pero es un sistema que hay que perfeccionar para aumentar las posibilidades y el bienestar de todos los seres humanos. Ese perfeccionamiento nos llevaría a un nuevo sistema de convivencia y libertad. Históricamente, cada sistema político ha sido la respuesta práctica a un determinado tipo de organización social con el fin de favorecer la convivencia entre personas, independientemente de que en muchos casos esa convivencia se funde en la injusticia o el desequilibrio. Dictadura, monarquía, oligarquía, autarquía, teocracia, aristocracia, oclocracia… todas ellas son palabras que se refieren a distintos sistemas políticos. ¿Cuál sería ese nuevo sistema que garantizase los valores y derechos individuales y que favoreciera la convivencia entre seres humanos? Inventarlo sería un interesante ejercicio.

Es en este punto donde, frente a democracia (gobierno del pueblo), propongo el término humanocracia (gobierno de seres humanos). Cada pueblo tiene su frontera, su religión, su lengua, su cultura, su color de piel… La verdadera convivencia se produce entre seres humanos.

Habrá muchas personas que piensen que lo que propongo —por el momento, un mero nombre— es una consecuencia de unas inútiles reflexiones teóricas tan abstractas como utópicas. Sin embargo, por lo que concierne a la convivencia entre seres humanos, prefiero como modelo la utopía a la distopía. Una reflexión distópica me haría ver las cosas tan negras que, ante las democracias basadas en una economía consumista e insolidaria, no se me ocurriría más desenlace que el auge de los nacionalismos y la guerra.
No lo dije antes: los nacionalismos políticos no solo me hastían —que ya es bastante— sino que los considero perniciosos, insanos, limitadores… Los nacionalismos políticos son una falsa representación de una nación. Los nacionalistas que se alzan en defensa de un pueblo, aun reconociendo la buena voluntad de alguno de ellos, obvian que el ser humano está por encima de una nacionalidad. La nacionalidad es circunstancial —en muchos casos, bien es cierto, también condicionante— pero el ser humano es sustancial y debiera tomarse en consideración por ser simplemente eso: humano.

Quizás algún día, al releer estas palabras, me dé cuenta de que ni siquiera las recuerdo y que, en realidad, no era mi intención escribir a ratos perdidos sobre una humanocracia que nunca llegó, sino de la guerra que siempre nos acompaña, de la guerrarquía. ¡Vete tú a saber de últimas intenciones…!

Leave a Reply