09 diciembre 2006

Alberto Pina

Andrés Barba, autor de la novela «La recta intención» (Anagrama) ha escrito el texto del catálogo que reproducimos a continuación:
De los maestros los artistas guardan siempre una memoria oscura y llena de voces ambiguas, un catálogo de revelaciones y entusiasmos. Se comienza a ser artista siempre en la revelación de la voz del maestro que señala (aquella voz bíblica, tan hermosa: “A ti te elijo, a ti, entre todos”), y que se recuerda como definitiva. Lo que hasta entonces había sido un simple don, una alegre facilidad, se convierte en misión, el cachorro de artista comprende la dimensión de su proyecto, y no es extraño que muera aplastado bajo el peso de esa rotundidad. Quienes conocen el mundo del arte saben de ese momento delicadísimo y a la vez ordinario, propio de uno de esos relatos sutiles de Henry James, en que la vida del artista como proyecto pende literalmente de un hilo, abierta a cualquier estímulo. Una sola crítica y el edificio se desmorona, una palabra acertada, y el talento arranca con toda la fuerza de una maquinaria nueva y joven, vigorosa, en apenas un mes se produce un salto cualitativo gigante, se es ya artista.

Resulta emocionante oír relatar a Alberto Pina ese momento de prueba, de desazón que vivió en el último año de su formación universitaria en el que, como buen artista adolescente, la confusión campaba abiertamente en su ánimo, y se sentía tentado de “colgar” los pinceles. Sentía el requerimiento, pero la confusión de los estímulos era enorme, la puerta de entrada parecía demasiado pesada, cada tentativa terminaba en callejón cerrado, en camino trillado, en palabra vana. En medio de esa ansiedad, que sólo quien haya vivido el afán de expresarse artísticamente es capaz de mesurar, Francisco Cortijo, su maestro, tal vez no del todo conscientemente, dio con la palabra exacta, con la frase medida, una de esas frases que hacen creer verdaderamente en los dioses tutelares, llámense como se llamen, de la vida: “Alberto, tú eres un pintor sentimental, un pintor de sentimientos”. La frase, fuera de contexto, no puede ser más ordinaria. La emoción vivida y experimentada de esa frase, sin embargo, es la que ha creado, junto a interminables horas de trabajo, al artista que tienen ustedes delante, y que hoy presenta esta maravillosa exposición.

Leo antiguos catálogos de exposiciones de Alberto Pina y artículos aparecidos sobre su obra en numerosos medios y resuenan siempre clasificaciones inmediatas; Nueva Objetividad, corrientes neometafísicas, referencias claras como Morandi, Hopper, Bissier… Opiniones que, acertadas o no, poseen siempre esa cualidad irritante de la adscripción inmediata, unidas a esa tranquilidad torpe que produce tener al pintor del que se habla obedientemente sentado entre las cuatro paredes de un territorio infranqueable. No se habla, en ningún caso, de la emoción que es, en este caso particular, definitiva. El hecho de que Alberto Pina sea un “pintor sentimental, de sentimientos” es algo que de entrada va mucho más allá de la adscripción misma y que por supuesto nada tiene que ver con la ñoñería con la que el romanticismo macarrónico ha teñido fatalmente el término “sentimentalidad”. Un sentimiento es siempre una extensión, un vínculo. Nos pone en “compromiso” con el objeto de nuestro sentimiento, nos une a él, su presencia nos delata. De entrada uno no puede evitar pensar que Alberto Pina acepta y vive muy conscientemente el compromiso en el que su sentimiento le pone con respecto al mundo. Un compromiso, podríamos decir doble, aunque los dos movimientos que lo compongan nazcan a la vez del mismo estímulo; el compromiso de comprender y especificar (representar) el mundo y el compromiso de restaurarlo. Una obligación estética, la otra ética, pero integradas en una sola respiración emocionante.

Para entender a Alberto Pina es necesario pensar que la solicitud de su sentimiento se ha especificado en él en una premisa maravillosa y dura a la vez, un imperativo; el de no dejar, bajo ninguna circunstancia, de amar el mundo. La batalla es cósmica, como la que se establece entre el bien y el mal, la fe y la razón. Bajo el aparente sosiego de la pintura de Alberto Pina sobrevive la desazón que produce el enfrentamiento entre un mundo que no se deja amar, y una voluntad que se niega a dejar de amarlo. El sosiego no es nunca tal, el “franciscanismo” es engañoso. Bajo la piel relajada de estos cuadros se percibe una voluntad tensa como un cable de acero. Donde la mirada ética trata de restaurar, el paisaje queda siempre lejano, la arquitectura nos impide verlo, el patio de Berlin, como la hermosa habitación de Kafka, está vacío, al igual que el campo de batalla, o los fantásticos paisajes de Patones. El bosque queda siempre detrás, inaccesible, pero no idealizado.

Simone Weil aseguraba que, si bien toda obra de arte tiene un autor, cuando es perfecta tiene, a la vez, algo de anónima. Para mí muchos cuadros de Alberto Pina están preñados de esa emoción, en cierta medida anónima, de los clásicos. Si bien veo –entusiasmado y orgulloso, como es lógico- a mi amigo Alberto en ciertos detalles, en ciertos guiños, me dejo llevar sobre todo por una emoción que en cierta medida me parece superior al mismo Alberto como persona y, me atrevería a decir, al mismo cuadro como objeto. Donde la belleza es encarnada con precisión puede llegar incluso a hacer desaparecer el objeto que la sustenta. A veces tengo la sensación ante ciertos cuadros de Alberto de que el cuadro mismo se hace transparente, y que no veo ya un cuadro, sino que asisto a un acontecimiento. Los últimos autores griegos, esencialmente Plotino, denominaban a este misterio Filocalía. Amor a lo bello, y por ende a lo que es más bello que lo bello. Amor a lo bueno, y por ende, a lo que es más bueno que lo bueno. Allí donde un rostro atractivo hace amar la especificidad de los rasgos que le hacen atractivo, asisto tan solo a un hecho estético. Veo ese rostro frente a mí, pero no puedo amar más que su concreción mesurable. El rostro me impide ver el mundo, estoy encenagado en la atracción de su atractivo. Un rostro bello, sin embargo, es transparente, como los cuadros de Alberto Pina. Su belleza es procuración de otra, me impulsa hacia delante y me deja solo frente al misterio, no de la belleza de ese rostro, sino de la belleza misma. El príncipe Mischkin, ese prodigio de personaje de Dostoievsky, protagonista de El idiota, hace un juego de salón con unas muchachas, hijas de un general. Ellas, con esa coquetería tan rusa, le piden que trate de averiguar cómo es su carácter tan solo por sus rasgos faciales. El príncipe, bien que mal, va describiendo a las muchachas y aventurando sus opiniones, hasta que llega a la más hermosa. Es entonces cuando susurra: “De usted no sé nada, su belleza me impide verla…”.

Con todo, hay un rasgo muy importante en la pintura de Alberto Pina que da una última vuelta de tuerca a este proyecto ambicioso en el que lo ético y lo estético se confunden, un rasgo que se percibe intuitivamente de inmediato, pero que puede llegar a ser difícil precisar porque su sensación es ciertamente ambigua. Después de mucho tiempo contemplando sus cuadros creo tener la seguridad de que esa sensación no es otra que la extrema sensibilidad de Alberto Pina con respecto al misterio del dolor. Del dolor físico, del dolor espiritual, y de todas sus variantes temáticas; de la indiferencia de los otros ante el dolor ajeno, ante la soledad ajena, de la desprovisión y la desdicha. Los cuadros de Alberto Pina están cuajados de piedad por el dolor. Y cuando hablo de piedad estoy muy lejos de utilizar la palabra como en esos contextos falsamente cristianos en los que su significado se mezcla con el de la conmiseración, o la compasión. Hablo de piedad como hablaban los romanos; Pietas. Comunidad del dolor en la que todos estamos sumergidos, concretada por una voz que de pronto sale del grupo, y nos une, del gesto que elude la justicia y da un paso adelante para perdonar, de la sobreabundancia, del impulso que lleva al niño judío Albert Cohen después de la humillación injustificada a exclamar: “Oh, vosotros, hermanos humanos, vosotros que os movéis por tan poco tiempo, pronto inmóviles y para siempre envarados y mudos en vuestros rígidos decesos, tened piedad de vuestros hermanos en la muerte”. Alberto Pina tiene en sus cuadros una piedad delicada, que no frágil, que sabe que todo lo que es menor que el universo está sometido al misterio del sufrimiento, que la vida humana es ciertamente imposible, pero sostenida a la vez por una voluntad firme en no dejar de amar. Para que una obra de arte pueda ser admirada siempre, para que un amor o una amistad puedan durar toda la vida, para que determinada concepción de la condición humana pueda seguir siendo la misma a pesar de las vicisitudes de la tragedia, es necesario que estén transidos de esta utopía que atraviesa la obra de Alberto Pina de parte a parte; no dejar de amar, no dejar de amar a nuestros hermanos en la muerte.

Andrés Barba

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