31 agosto 2009

La esencia del estilo. Historia de la invención de la moda y el lujo contemporáneo

Que Francia, y en concreto París, es el centro de la moda y el lujo en el imaginario colectivo es lugar común, tanto que cualquier producto relacionado con este sector que venga de allí es, todavía hoy y en cualquier lugar, garantía no sólo de calidad –que no tiene porqué ser así- sino también de paradigma de un nuevo estilo. Un estilo que es, siempre, una invención, como lo es la moda. Joan DeJean, especialista en cultura francesa, en concreto de Luis XIV y su siglo, nos cuenta precisamente en el libro La esencia del estilo. Historia de la invención de la moda y el lujo contemporáneo –editado, como invita el titulo, con extremada calidad por la editorial Nerea- el nacimiento de la moda como invento, adscrito a su vez a lujo y al negocio. Y como protagonista principal y mayor promotor de estas cuestiones Luis XIV, quien supo hacer de sus gustos personales y caprichos una fuente de ingresos y una red comercial única hasta conseguir que París fuese la capital de las tendencias, prácticamente cualesquiera sean a las que nos podemos referir.

No sólo se nos cuenta con detalle y documentadas anécdotas el interés del monarca por la ropa y los zapatos, sino cómo sus gustos también se dirigían también a la alta cocina, los diamantes, las antigüedades, la porcelana, los espejos, etc. Pero su gusto por complacer sus deseos fue mucho más allá de la simple adquisición de dichos lujos, e hizo que éstos llegaran a ser en ocasiones cuestión de Estado. No se trataba de conseguir lo mejor para sí mismo, sino de hacer de Francia el escaparate donde sólo lo mejor podría ser visto y comprado. Si había que traer al mejor fabricante de espejos de Venecia –llegando a crear conflictos diplomáticos- o dar un privilegio real de monopolio por cinco años al inventor del paraguas, por ejemplo, el rey no dudaba en hacerlo para asegurarse la producción y patentes propias. De este modo, además, aseguraba tener en su país al mejor de cada casa y, sino, como en el caso de la porcelana china, hacía copiar, reinventar y después prohibir cualquier importación de según qué producto para garantizar que sólo se consumieran los de fabricación francesa, siempre, eso sí, en el marco del lujo y del exceso.

Con todas estas estrategias logró que Francia –junto a su hábil “ministro del marketing”, Colbert- fuera referente de cualquier objeto relacionado con la moda y las tendencias. A partir de entonces descubrimos cómo nacieron costumbres y comportamientos que han llegado hasta nuestros días, algunos señalados con acierto por la autora (aunque otros ejemplos actuales como las reiteradas alusiones a la serie Sexo en Nueva York y alguna estridencia entre exclamaciones a veces nos pueden poner sobre alerta), como las  “temporadas”, los escaparates, los creadores de tendencias y revistas sobre el tema, las chicas atractivas vestidas a la última atendiendo en las primeras boutiques, etc. Tan importante era para el monarca esta nueva vida comercial que en virtud de ella incluso se adoquinaron y se iluminaron las calles, y no para otra cosa. Los passages cubiertos del París del siglo XIX que tanto dieran que pensar a Benjamin no hicieron sino retomar la idea del monarca de una arquitectura diseñada para el comercio en cualquier época del año.

La modernidad del lujo creció también con la invención de nuevos famosos, modelos a imitar, los maniquíes, los escaparates, la delgadez y esbeltez para lucir los modelos y, como no, las temidas imitaciones, hoy el “lujo” al alcance de cualquiera que mueve millones en manos del comercio chino. Pocas cosas nuevas, como vemos; enseguida descubrimos con la lectura de este libro que el nacimiento de la moda supuso a la vez el nacimiento de muchas de sus consecuencias sociales. El rey dictaba la moda, expresa sus gustos y los demás –ricos y “elegantes”- le copiaban. Así creció un comercio que llega tal cual hasta nuestros días, con las características sociales que ya señalara George Schimmel en su ensayo clave sobre la moda: las modas de clase –que cambian cuando la clase inferior accede a ellas-,  la esencia de la moda que consiste en que un grupo la ejerce mientras el resto se limita a estar camino a ella, la imitación como apoyo social y seguridad grupal, la vinculación al objeto deseado y su “baratización” con su establecimiento universal, etc., etc. Un tipo de consumo que es mucho más que consumo, algo que Lipovetsky ha llamado “lujo emocional”, que, sin entrar en cuestiones éticas –quizá por eso discutible su defensa del lujo como necesidad (“Si suprimimos los objetos de lujo, la vida deviene triste” afirmaba tajante en un entrevista para El País): el lujo es indisociable de la ostentación- describe muy bien el final de este invento y cómo los lujos materiales han dado paso a los lujos emocionales con la democratización de la moda, y de los excesos, añadiríamos. Quizá por eso ahora se anuncien, junto con el fin de la clase media y lo que parece que vuelve a ser la medievalización de los estratos sociales, la necesidad de volver a buscar el negocio en productos exclusivos sólo para los multimillonarios. La vuelta a los inicios de todo este invento. El indicio de un paso atrás algo preocupante.

Como vemos, no se trata sólo de un libro de historia enmarcado en un sector concreto, también nos muestra un trayecto particular que invita a pensar. Un título que nos enseña a comprender una parte importante de la imagen y el ser de Francia y que sigue hoy en día en la pátina social ya no sólo de nuestro país vecino. El libro de DeJean invita a un debate sugestivo sobre un aspecto muy presente en nuestras sociedades de consumo. A su vez, hace que la imagen de los inventores de la moda y el estilo deje casi en ridículo a aquellos hoy con aspiraciones de coolhunter. Aunque, quién sabe, quizá si leyeran este libro encontrasen en Luis XIV su nuevo icono y verdadero maestro de las tendencias. Que lo lean. Y que vean que no son nada modernos, a pesar de sus forzadas intenciones.

José Antonio Vázquez (Equipo Dosdoce)

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