10 febrero 2011

A la deriva

Del intolerable espectáculo

«Apenas
comenzaba J.K. Huysmans a escribir y ya empezaba a deslizarse cuidadosamente de
la escuela de Zola para alcanzar una forma de expresión propia. A la deriva (1882) es la nouvelle que mejor caracteriza el
tránsito de una narración naturalista hacia una escritura en la que el
desencanto juega libremente con imágenes de decadentismo, todavía sin llegar a
la saturación y abigarramiento semántico, al afán catalogador de A rebours (1884), la obra con la que
encontró su espacio y su público. Apenas comenzaba a escribir y Huysmans estaba
cansado: París, y con él el mundo, parecía deshacerse con la misma monotonía
con que se sucedían los días en ese fin de siglo que quiso poner fin a todo,
pero que no pudo acabar con el aburrimiento de la vida moderna.

En el París
de Jean Folantin, nuestro protagonista, nunca pasa nada nuevo. Sus calles,
teatros, cafés, bistrots, e incluso
sus poetas, han dejado de ser lo que fueron. Una existencia así, en la ciudad
que todo lo había sido, resulta intolerable. Folantin, flâneur, más funcionario
que poeta, que mientras trabaja se imagina dando paseos, se encuentra desubicado en aquella nueva ciudad de espíritu
napoleónico. Un París ideado por el urbanista barón Hausmanns, quien sustituyó
las estrechas calles, antítesis de la aburrida simetría de los nuevos grandes
bulevares, escribiría Huysmans, por estas arterias urbanas, apoteosis, como
señaló Benjamin, del señorío mundano y espiritual de la burguesía.

Lejos de un
pesimismo afectado, el aburrimiento de Folantin –“pesimismo práctico”, que
diría su amigo Remy de Gourmont, paseante fáustico por los Jardines de
Luxemburgo- nos hace esbozar alguna que otra sonrisa, incluso carcajada, porque
el humor y cierta ironía son un recurso que evidencia su mensaje de que nada
tiene mejor solución. Si las cosas pueden ir a peor, así será. Sólo cabe
refugiarse en el consuelo del escéptico y dejarse ir a la deriva de una
melancolía que da un paso más allá de la que conoció el Romanticismo. Esta
nueva lectura de la melancolía, influida por la normalización de los males
catalogada por la psicología (y el nacimiento del psicoanálisis), y los
productos milagro –cada vez más presentes en la época de auge del cartelismo
publicitario en periódicos y revistas y a los que nuestro querido Folantin se
muestra tan dúctil-, hizo que toda pena no fuera sino otra manera de reconocer
alguna neurosis o hipocondría que algunas pocas píldoras bien podían
solucionar.

Pero este
nuevo mal, el ennui, no es sino el síndrome de esta modernidad
que produce pereza y cansancio, y cuya tribulación por causa del ocio no
parecía tener remedio alguno. Así, podemos estar agradecidos a esta
“enfermedad”, pues gracias ella, como años antes creyeran algunos románticos y
años después afirmaría Thomas Mann refiriéndose a toda enfermedad, se alcanzan
algunos de los mayores logros literarios y artísticos. La quiebra que supuso el
cambio de siglo del XIX al XX no pudo ser más fértil en cuanto a talento, si se
quiere, “enfermizo”. Incluso la relación con la carne y el sexo resultaba ser
otro padecimiento. Para Huysmans las únicas personas realmente obscenas son las
personas castas. Cierto sadismo hallamos en la actitud de Folantin ante las
mujeres. Su escrúpulo, o “diletantismo erótico”, también será signo de los
tiempos venideros.

El desajuste
entre el progreso material y el declive espiritual del fin de siècle pasan por delante de los ojos de Huysmans, quien nos
regala un Folantin algo caricaturesco -como si se tratase de uno de los
personajes tan bien descritos en sus Escenas
parisinas-
para ver aquel declive con idéntica mirada. Su idea de la
literatura es suprimir la intriga para dedicar el pincel a un solo personaje:
Jean Folantin, el hermano pobre de su famoso y paradigmático hombre decadente, Des Esseintes. Si Folantin
empieza a desear las cosas, Des Esseintes termina harto de poseerlas. Libros,
muebles viejos, cortinas, lámparas, ilustraciones, todo puede ser objeto para
alcanzar una dimensión simbólica que sólo conduce al desengaño. Perec, heredero
declarado de Folantin, también le seguirá en esto. En la literatura los objetos
cobran un papel principal, una carga de deseo. Al cabo, a los objetos los
nombran las palabras, y precisamente Huysmans era minucioso en la elección de
cada una de ellas: brutal con su orden, de lenguaje inesperado y curiosa mezcla
de términos raros. Son palabras de Valéry.

Todo lo que hemos
mencionado no son pocos ni débiles ingredientes para tentar a la lectura de
esta breve y genial novela. Consolémonos divertidos, entonces, con Jean
Folantin, este Ulises de las tabernas como lo llamó Maupassant, y disfrutemos
con él del “innoble espectáculo de este fin de siglo”.
»

 

Texto del prólogo de A la deriva, por José Antonio Vázquez

 

 

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