16 agosto 2005

Periodismo y Literatura

Cuando me comprometí a venir a la Universidad Internacional de Andalucía para hablar de periodismo y literatura pensé que me había metido en un buen lío, pues aunque tanto uno como otro son mis oficios siempre es difícil poder entrar a analizar aquello que nos toca de manera tan cercana. Y aun más, poder hacer separación de dos profesiones que, a mi juicio, se retroalimentan constantemente como si se tratara de un incansable viaje de ida y vuelta.

La literatura está llena de periodistas que terminaron dedicándose al noble oficio de escribir y de escritores que tuvieron que calentar las salas de redacción, movidos no sólo por la necesidad de lograr un medio de subsistencia -ya se sabe que vivir de la literatura es privilegio de unos pocos-, sino, en muchos casos, para poder hacer realidad sus sueños. Sueños que, por lo general, suelen ser bastante ambiciosos: desde desentrañar los entresijos de la realidad, hasta ser testigos de excepción y poder narrar grandes acontecimientos.

Para algunos creadores, poseer esa dualidad de escritores-periodistas ha sido muy provechosa. Tal es el caso de Ernest Hemingway, Truman Capote, Graham Greene o Gabriel García Márquez, por citar algunos.

Hemingway, por ejemplo, escribió su única pieza teatral -La Quinta Columna-, siendo corresponsal de la guerra civil española.

"Mientras la escribía, el hotel Florida donde vivíamos recibió más de 30 disparos de obús de grueso calibre", cuenta él, en el prólogo de su obra.

La cobertura de esta guerra fue realmente fructífera para el autor norteamericano. Pues aparte de su pieza teatral -de la que decía que si llegaban a considerarla mala debían culpar a los obuses- conoció a la periodista Martha Gellhorn, quien sería luego su tercera esposa, y escribió su exitosa novela Por quién doblan las campanas, prohibida durante muchos años en España.

La dualidad escritor-periodista de Truman Capote también lo condujo a sus mejores y más gratificantes senderos literarios. Él, que a diferencia de su compatriota Hemingway no reportajeaba guerras sino los oscuros mundos de la crónica judicial, fue otro que no desperdició sus vivencias como periodista.

En su caso, su oportunidad se presentó tras producirse un escabroso asesinato. El salvaje asesinato de la familia Clutter de Holcomb (Kansas), cometido por un par de jóvenes ex-presidiarios.

Era el año 1959, noviembre de 1959. Dejándose guiar por su olfato, y alentado por su redactor-jefe, Capote le dijo adiós a su trabajo en The New Yorker, y se fue tras el encuentro de lo que hasta entonces para él no era más que una quimera: crear la "novela real".

Y a pesar de que se lanzó a esa aventura sin saber si lograría cumplir su sueño -dedicó seis largos años a la reconstrucción del crimen de los Clutter-, su empeño se vio finalmente recompensado. Escribió esa extraordinaria novela que todos conocemos como A Sangre Fría, -la realidad vista desde un gran angular, tal y como era su deseo-, y obtuvo la paternidad de ese género literario que hoy se conoce como novela real.

¿Y qué decir de la dualidad del británico Graham Greene, que fue y volvió entre la literatura y el periodismo en distintos períodos de su vida? También él se sirvió de su experiencia como reportero para desarrollar su vocación creativa.

De la cobertura de la guerra de Indochina -por ejemplo- surgió su famosa novela El Americano Impasible. Obra que arrancó éxitos tanto en el mundo literario como en el del cine.

A través de uno de sus protagonistas, el periodista inglés Thomas Fowler, Greene hace un retrato despiadado de los corresponsales de guerra. Fowler aborda su oficio con un vivo cinismo -después de todo, no puede contar la guerra que ve o vive, sino la que le transmite el Ejército desde sus salas de prensa-, y con un absoluto desgaste humano: el dolor de sus congéneres le importa poco o nada.

Su visión del periodismo y del periodista, la de Greene, en esa obra es, pues, muy negativa.

Y si es verdad que es el autor de esa frase que tanto se escucha en las salas de redacción: "el periodismo hay que saberlo dejar a tiempo", frase que se emplea como advertencia de lo castrante en que puede llegar a convertirse el oficio de periodista para un escritor, tras leer El Americano Impasible a uno no le queda más remedio que pensar que Greene lo que quiso decir fue: "El periodismo hay que dejarlo antes de que te sobrevenga el desencanto".

Aburrimiento… desencanto… son dos palabras muy ligadas a la existencia del autor británico.

Ya de adolescente la vida le fastidiaba, hasta el punto de buscar coqueteos con la muerte. Intentaba suicidarse con productos tan ineficaces como aspirinas o tinte para el pelo, o jugaba a matarse con la ruleta rusa.

"En aquella época", declararía Greene años más tarde, "estaba dispuesto a ser mercenario de cualquier causa siempre que me pagaran con emociones y un poco de peligro".

Greene,. al igual que Gabriel García Márquez -dos escritores-periodistas de notable éxito-, estuvo haciendo viajes de ida y vuelta hacia el periodismo durante muchos años.

Primero trabajó para The Times, del que llegó a ser sub-director, y posteriormente fue periodista free lance para la ya extinguida Life y para otras publicaciones igualmente importantes como The Sunday Times, Le Figaro o The Sunday Telegraph.

Entre medias de su andadura como periodista a destajo escribía sus novelas, algunas de las cuales se nutrían de su experiencia como reportero.

La única fase del periodismo que a Greene pareció no gustarle fue la de periodista de plantilla. Prueba de ello es que, apenas le sonrió el éxito literario, dio un portazo a The Times tras cuatro años de empleo fijo. Era 1930, venía de publicar su primera novela, El Hombre Interior, y había logrado vender ocho mil ejemplares.

A partir de entonces -y a pesar de que a los dos años de abandonar The Times se había quedado sin dinero-, sólo volvió al periodismo como periodista free lance y por lo general para cubrir la actualidad noticiosa más palpitante: la lucha del ejército regular malayo contra la guerrilla comunista en Malasia; la guerra de Indochina; la revuelta del Mau-Mau, en Kenia, o el régimen político de Haití bajo la dictadura de Papá Doc.

La suerte de Graham Greene -tan envidiable en la medida en que pudo elegir la ruta por la que quería caminar-, no es desde luego la de muchos escritores-periodistas que no encuentran o no pueden escapar a las salas de redacción, ese lugar en el que se acumulan toneladas de estrés y que te consume gran parte de tus energías y de tu tiempo.

En repetidas ocasiones he escuchado de boca de un escritor español -autor de cuatro novelas y varios libros de cuentos- que durante su época de redactor en una agencia de noticias escribió 9.225 teletipos. "Así como lo oyen", apostilla siempre él, tras recordar lo que fue una auténtica pesadilla. Su boca rezuma amargura cada vez que repite esa horrenda cifra, y el pelo parece ponérsele de punta. Como imaginarán, ya no ejerce el periodismo.

Supongo que cualquiera que escribe teletipos de manera tan reiterada, y su interés no está en las noticias sino en la literatura, de alguna manera corre el riesgo de terminar acomodando su escritura, sus historias, sus personajes y hasta su imaginación, al formato teletipo. Es decir, corre el riesgo de terminar tan alienado como el personaje de Charlote en su extraordinaria película Tiempos Modernos. Lo único diferente es que en lugar de ver botones por todas partes, su mundo literario acaba siendo un escueto y encasillado teletipo.

Sin embargo, los teletipos o noticias no tienen que ser necesariamente enemigos de un escritor que trabaja de periodista. Pienso que pueden ejercitarlo para organizar de una manera eficaz la información de que dispone, a la hora de sentarse a fabular.

Asimismo, el periodista-escritor puede servirse de ellos para atrapar a los ávidos lectores de prensa.

¿Cómo? Pues transformándolos en literatura.

Para ello y, según mi modesta opinión, será necesario que el periodista- escritor cuente con un definitivo elemento, intrínseco a cualquier creador, como es la mirada previa. Una mirada previa, impregnada absolutamente de fabulación, para detectar cuándo se halla frente a una piedra literaria en bruto.

Para ilustrar esto último, les he traído dos teletipos. El primero, el que voy a leerles a continuación, fue recogido recientemente de la redacción de un periódico. Se trata de un teletipo común, de los muchos que se emiten a diario. Como podrán notar, suministra una información escueta. No contiene ninguna nota curiosa que pueda llamar la atención de un creador.

“Pekín, (EFE).- La construcción del túnel más elevado del mundo, a una altitud de 4.624 metros sobre el nivel del mar y perteneciente a la línea férrea Qinghai-Tíbet, se completó el domingo en la región autónoma del Tíbet, en el sudoeste de China, informó la Agencia de Noticias Xinhua. El túnel, situado a unos 80 kilómetros de Lhasa, mide 3.345 metros de longitud y es el último de una serie de siete que completan la línea férrea que unirá una de las zonas más remotas de China con Pekín, a más de 4.000 kilómetros”.

Este segundo, que en sus orígenes también fue un teletipo, pero que después quedó para los anales de la literatura y el periodismo como El Inconveniente de Mr. Kinkop, fue escrito hace cincuenta y tres años por un jovencísimo periodista que soñaba con ser escritor.

Desde sus primeras líneas, el autor nos informa de que la increíble historia de Mr. Kinkop ha sido extraída de un cable de agencia.

No es un puro cuento, aunque lo parezca, creo que quiere remarcarnos quien la escribe, haciendo que la resurrección de Mr. Kinkop en la cocina de su casa de Cleveland, veinticuatro horas después de su entierro, nos resulte doblemente atractiva. Porque descubrir el lado fantástico de la realidad siempre nos deja boquiabiertos. Maravillados.

Pasemos, pues, a leer esta inverosímil pero cierta historia. (La Jirafa No 26, Obra Periodística Vol. 1, Textos Costeños. Recopilación y prólogo de Jacques Gilard)

El Inconveniente de Mr. Kinkop fue escrito por ese genio de la literatura que es Gabriel García Márquez.

Como ya señalé, la historia partió de un teletipo que luego fue transformado en una pincelada literaria, en un pequeño relato, a pesar de que apareció publicado bajo el formato de columna porque su autor así lo necesitaba.

Por aquella época -1950-, García Márquez vivía – o malvivía- de lo que le pagaban por su columna La Jirafa que, bajo el seudónimo de Séptimus, él escribía para el diario colombiano El Heraldo.

A menudo transformaba teletipos en literatura, tras haberlos pasado por la criba de su mirada previa. De esa mirada previa de creador, de la que hemos hablado antes.

Y, curiosamente, en el desarrollo de este trabajo involucraba también su olfato periodístico, pues los teletipos que seleccionaba cumplían con ese fin que persiguen todos los diarios con las informaciones que publican: acaparar la atención de sus lectores.

¿Por qué? Pues, porque los teletipos con los que se quedaba eran indudablemente muy llamativos, además de ser actuales y noticiosos.

Ahora, ustedes están en todo el derecho de saltarme encima y de alegar: "¡Ah!, pero eso que usted acaba de señalar, esas mezclas, esas fusiones, sólo las podía realizar García Márquez que es un genio, y no todos los escritores-periodistas poseen su virtuosismo". Y eso es verdad. No todos tienen esa capacidad para transformar en literatura cualquier género periodístico que toquen, como es su caso. Ni todos pueden permitirse trabajar como periodistas free lance, en lugar de atarse con un contrato fijo para brindar estabilidad a una familia y poder sufragar sus necesidades.

Desde luego que no es lo mismo mirar los teletipos como fuente de inspiración, a tener que abordarlos como una interminable producción de zapatos. Y alguien que trabaja en una agencia de noticias, eso es más o menos lo que tiene que hacer: fabricar incansablemente teletipos que recojan las noticias, sin más. Sin ningún otro aditamento que el propio formato del teletipo.

Así que aquel que se encuentre en una situación como la anterior, y sienta -y esto lo recalco muy especialmente, es decir, subjetivizo cada caso- que este oficio le está afectando su capacidad creadora, tendrá que cambiarse a otro tipo de información que le permita escribir bajo formatos más flexibles -como la crónica o el reportaje-, para sentirse menos encasillado y, por tanto, más libre y más creativo.

Ahora bien, también hay cronistas y reporteros-escritores que anhelan alejarse de estos géneros -la crónica y el reportaje-, porque a fuerza de practicarlos un día tras otro terminan secándose (utilizo el término que emplean ellos). Esto es, terminan perdiendo cualquier versatilidad a la hora de tener que narrar la realidad. El tono narrativo termina siendo siempre el mismo. El lenguaje, igual. Y hasta las imágenes que suelen ilustrar sus reportajes, parecen calco de las anteriores.

Así que se secan, o sienten que se secan en su labor periodística, de tal manera que cuando arriban a la creación experimentan la misma desgarradora sensación de haber perdido el ingenio para siempre.

La mirada hacia todo lo que les rodea se les ha vuelto redondamente periodística, en detrimento de su natural ojo creador.

¿Las razones? Fundamentalmente, yo apuntaría dos:

1) deben redactar en un corto período de tiempo, y

2) para lograr cumplir con su trabajo terminan elaborándose un formato, que aunque sea propio, no deja de ser un formato.

Si se dan cuenta, la consecuencia es en esencia la misma que alegaba nuestro escritor-periodista de los 9.225 teletipos: te repites. Un día tras otro, te repites, como si fueras un loro remedón. Y te metes en ese cinturón de fuerza que termina siendo no sólo el formato sino el lenguaje periodístico.

Añadió, agregó, puntualizó, informó, aseguró, enfatizó, instó y un largo etcétera de términos que a diario son empleados en la elaboración de informaciones periodísticas, son vividos como auténticos enemigos de la creación.

Para un periodista las puntualizaciones son fórmulas que le ayudan en su trabajo. Le permiten ser preciso, que es una pieza clave de la información. Pero la creación se mueve por otros derroteros. Por otros senderos más libres en los que sí está permitido divagar, interpretar a tus personajes y ahondar en ellos más allá de lo que ellos mismos te quieran contar.

En todo caso, el añadió y enfatizó -para muchos- se vuelven enemigos de pañal cuando, en el transcurso de una narración, surge otro adversario de peor calaña. Como puede ser la necesidad de incluir frases que parecen hechas a medida para lo que estás contando, pero que, sin embargo, no son más que expresiones fabricadas o acuñadas por el lenguaje periodístico. Así que te puedes encontrar escribiendo muletillas muy próximas a: "espero que ese libro sirva como hoja de ruta", "fulano de tal recogió el guante", "sacar una lanza en favor de", "siete muertes, con ribetes de crueldad", y muchas otras fórmulas de resolución informativa que pueden empobrecer la narración literaria.

Ahora bien, detengámonos un momento aquí, y pensemos si el lenguaje determina el carácter literario de una narración. Pienso que no necesariamente, aunque es un elemento muy importante a la hora de hacer una trasposición poética de la realidad.

Pero será cada creador el que elija el lenguaje a emplear, y éste puede ser el periodístico, porque lo literario puede estar determinado por otro conjunto de elementos de la creación como son la forma -si es novela, cuento, relato, etc-, la atmósfera, el tono o la selección de las porciones de realidad o ficción que tome el escritor para lograr su objetivo artístico.

Con esto quiero decir que la cuestión a debatir no sería lenguaje periodístico, ¿sí o no? La pregunta a hacerse sería: "¿Me está perjudicando el empleo continuo del lenguaje periodístico? ¿Está afectando mi expresión narrativa y por tanto mi proceso creativo? O por el contrario, ¿me sirve para mis fines artísticos?

Truman Capote, en A sangre fría, no se privó de echar mano del lenguaje periodístico cuando lo creyó conveniente. Como tampoco Herman Melville en su grandiosa Moby Dick, cuando detiene una y otra vez su narración para hablarnos sobre los distintos aspectos de los cachalotes y las ballenas, y a nosotros como lectores nos da la impresión de estar visualizando un reportaje de National Geographic.

Quiero terminar esta primera parte de la conferencia, a modo de síntesis, con la gran pregunta que suelen formularse aquellos que poseen o creen poseer la dualidad periodista-escritor: ¿Es el periodismo amigo o enemigo de la creación?

Yo considero que la respuesta a este interrogante pertenece exclusivamente al ámbito subjetivo y no caben las generalizaciones. Hay periodistas que sienten que pueden compatibilizar ambos oficios, sin importarles horarios, formatos, lenguaje, etc. Otros optan por ser free lance, y hay quienes se deciden por abandonar la profesión de manera temporal o definitiva. Los fantasmas y los pesos, como ven, siempre son muy particulares.

En lo que a mí respecta, las partes más diabólicas del periodismo -en su relación con el oficio de escribir- fueron dos: lo absorbente que resulta esta profesión y la falta de tiempo. Las doce horas diarias que le dedicas a este oficio -me estoy refiriendo a un periodista de plantilla-, y que te impiden dedicarte a fabular.

Habrá, seguramente, quienes me repliquen. Habrá quienes me digan que lo anterior es una excusa más para no enfrentarme con esa dificilísima labor que es la creación. Que siempre cabe la posibilidad de levantarse muy temprano para escribir antes de marchar al trabajo.

Pero la imagen que tengo de mí misma cuando era periodista full time, es la de una persona que se pasaba todo el día trabajando y que nunca podía desconectar de la información. Me levantaba escuchando noticias y me iba a la cama haciendo otro tanto, no fuera a ser que los de la competencia me chiviaran.

DEL PERIODISMO A LA LITERATURA

La segunda parte de esta conferencia, la voy a dedicar a hablar de dos obras que, a mi juicio, son el resultado de una perfecta fusión de periodismo y literatura. Esas dos obras son: A Sangre Fría, del escritor norteamericano Truman Capote, y Relato de un Náufrago, del nobel colombiano Gabriel García Márquez.

Empezaré hablando de Truman Capote y de la particular visión que tenía sobre la literatura desde que apenas era un crío.

Contaba con sólo diez años, cuando la revista del puerto de Mobile convocó a un concurso infantil de relatos, sugiriendo a los participantes algunos temas a tratar como "Un día de campo junto al lago" o "Mis mascotas preferidas".

Capote -que entonces se apellidaba Persons, pues el Capote lo tomó años después del apellido del segundo marido de su madre-, se decidió por un tema original, que se salía de los propuestos por los organizadores del certamen. Viejo Señor Metiche, su relato, narraba los chismes y comentarios que se vertían sobre un personaje de la localidad.

El pequeño escritor en ciernes resultó ganador, pero no pudo recoger la totalidad del premio, que incluía la publicación de la obra premiada. Cuando ya habían publicado la primera parte de Viejo Señor Metiche, los organizadores se abstuvieron de dar a conocer a sus lectores el resto del relato. Para su sorpresa, la narración del pequeño Capote no era producto de su imaginación sino una evidente transcripción de la realidad. Habladurías que Capote se había dado a la tarea de recoger previamente en su diario, tras escucharlas con disimulo.

Este ejercicio de ver y oír para luego contar, practicado desde época tan temprana, marcaría el estilo del que años más tarde sería el escritor-periodista Truman Capote. El hombre al que su propia actividad periodística le ofrendó la posibilidad de convertirse en el creador de la novela real. Género que, según él, debía contener la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y la libertad de la prosa y la precisión de la poesía.

La posibilidad de desarrollar su proyecto se le presentó, como hemos dicho, tras la cobertura del asesinato de la bondadosa y respetada familia Clutter, atada y baleada sin un móvil aparente, en el apacible pueblo de Holcomb, Kansas. La alharaca de sus pobladores y lo insólito del suceso -en un pueblo que había hecho de la rutina su vida-, despertó el interés de todos los medios de comunicación del país, que se desplazaron a la pequeña población de 260 habitantes.

Entre los medios de prensa destacados al lugar se encontraba The New Yorker y, a cargo de sus informaciones, el periodista Truman Capote.

Para entonces -noviembre de 1959-, Capote ya estaba obsesionado con la idea de que la literatura estaba estancada desde hacía cuarenta años y de que había que renovarla. Su idea sobre esa renovación pasaba por el periodismo. Por adaptar a la literatura sus diversas formas narrativas.

Ciertamente, su experimento dio resultado. En mi opinión, A Sangre Fría es un gran manual periodístico. Un extraordinario y maravilloso manual finamente transformado en literatura.

Capote hubiera podido hacer una extraordinaria crónica sobre el asesinato de los Clutter. Conocía a fondo el oficio periodístico y tenía los medios para hacerlo en su calidad de reportero de The New Yorker. Pero eligió otro camino. Otro sendero que le permitió contarnos la tragedia sin tener que dejar de ceñirse a la realidad.

Para conseguir su objetivo -aunar lo periodístico y lo literario-, primero nos sitúa en el lugar del crimen, valiéndose del gran instrumental periodístico que posee y conoce. Nos hace una completa crónica sobre el pueblo de Holcomb, nos brinda una pormenorizada información, propia del mejor periodismo de investigación, sobre la casa de los Clutter -se encuentra a dos kilómetros de la autopista, tiene 14 habitaciones, el señor Clutter duerme en la planta baja-; sobre los dominios de este respetable granjero -400 hectáreas propias y 1.300 arrendadas, ¡qué precisión!-, sobre la religión que profesan él y su familia -la metodista-, y sobre el carácter marcadamente religioso de los ciudadanos de Holcomb.

Cumplido con este trabajo informativo, Capote empieza a suministrarnos datos de manera dosificada y cruzada. Por un lado nos va contando los preparativos de Dick y Perry -los dos asesinos- para el crimen y el viaje que emprenden hacia la casa de los Clutter , y por otro nos va informando de quiénes son las víctimas de la tragedia, a través del testimonio de los últimos que los vieron con vida.

Y así nos encontramos con Helms, el guardés de la finca de los Clutter, ofreciéndonos su testimonio sobre la última vez que vio vivos a los hermanos Nancy y Kenyon Clutter, al tiempo que nos enteramos de detalles sobre los asesinos: ambos son exigentes, exagerados con la higiene y obsesionados por la pulcritud de sus uñas; las pertenencias de Perry (una maleta, una guitarra, dos cajas de libros, poemas, mapas…) ; las aspirinas que constantemente debe tomar Perry para quitarse sus dolores en las piernas; su bebida preferida -root beer-; la búsqueda de medias en distintos establecimientos comerciales, por parte de Perry y Dick, para cubrirse los rostros durante el crimen y evitar ser identificados; y hasta lo que fue la opípara cena de estos dos asesinos antes de acabar con Herb, Bonnie, Nancy y Kenyon Clutter:

"Pidieron dos filetes no muy hechos, con patatas al horno, ruedas de cebolla, patatas fritas, succotash, macarrones y maíz, ensalada con mayonesa picante ‘Mil Islas’, bollitos de canela, tarta de manzana, helado y café. Y para rematarlo, entraron en una tienda a escoger puros".

Entre medias, Capote dosifica e incluye hábilmente detalles que sirven para ir recreando una atmósfera de tensión. Como los malos presagios, esos que la gente siempre descubre y cita una vez que se producen las tragedias.

Así pues, nos habla del marcador que es hallado en la Biblia de Bonnie Clutter, de la señora Clutter. Éste contiene una inscripción que es todo un vaticinio: "Atiende, ora y vigila, porque no sabes cuándo te llegará la hora".

Capote tampoco olvida el testimonio del vendedor de seguros Bob Johnson, que nos descubre que Herb Clutter, el señor Clutter, firmó una póliza de vida un día antes de morir. Y para que el lector se conmueva con la mala suerte de Herbert Clutter -pues el lector ya está avisado de que lo matarán- deja que Johnson cuente lo que le dijo a su cliente: "Pero Herb, usted todavía es joven. Cuarenta y ocho años. Y por el aspecto que tiene y lo que el informe médico dice, creo que aún le quedan más que un par de semanas más de vida".

Como vemos, Capote no se queda en lo meramente informativo. Él no se ciñe a contar cómo fue el crimen y a incluir los testimonios de los entrevistados, como un refrendo más a su información. A la información que ofrece a sus lectores. Capote persigue otro fin. El fin que persigue es literario, y para esto recrea desde un primer momento una atmósfera de tensión a través de un continuo cruce de informaciones, de revelaciones, sobre las dos partes protagonistas de la tragedia: las víctimas y los asesinos. Un cruce que permite ver con claridad los elementos de los que se va valiendo para crear una trama. La trama de su novela.

A partir de aquí, y una vez que narra el crimen -lo que equivaldría al "nudo" en la novela-, Capote se dedicará a utilizar todos sus armas periodísticas -entrevistas (algunas de las cuales transcribió textualmente), consecución de informes, selección de la información…- para intentar absolver un sinfín de interrogantes:

¿Por qué mata un hombre? ¿Cómo se comportan los hombres frente a una tragedia? ¿Por qué una sociedad elige la pena de muerte como castigo? ¿No es igual de salvaje la pena de muerte que un asesinato?

Capote se plantea todas estas preguntas sin perder en ningún momento el pulso narrativo de su historia. Rastrea las infancias de los acusados, nos muestra quiénes son sus padres, cómo son sus padres y qué piensan sobre lo que han hecho sus hijos; qué dicen los informes psiquiátricos -o que hubiesen podido decir, pues según la ley M’ Nagthen la opinión psiquiátrica estaba muy restringida en los tribunales-, todo para quedar sin una respuesta definitiva.

El caso de Perry parece ser el más claro. Ha tenido una infancia marcada por la brutalidad y la indiferencia de ambos progenitores. "Ha crecido sin orientación, sin amor y sin asimilar nunca un sentido claro de los valores morales", según el psiquiatra Jones que lo examinó.

¿Pero, Dick? Su entorno familiar, al parecer, no fue tan malo, y recibió atenciones y afectos. ¿Será que su conducta antisocial es una secuela de esa lesión cerebral que sufrió?

Y ese otro caso, el de Ronnie York, que comparte el pasillo de la muerte con Dick y Perry. Supuestamente lo tuvo todo: afecto, estabilidad familiar, mimada educación, dinero…

Entonces, ¿qué falló? ¿Que pasó con todas las teorías sociales y psiquiátricas sobre los desencadenantes del comportamiento humano?

¿Será que Ronnie York mató a sus padres por haber sido amado en exceso?, parece preguntarse el incansable Capote, valiéndose de los informes que nos presenta ese narrador cronista de su novela -he aquí otro ejemplo del empleo que hace de su instrumental periodístico- que no se implica de manera directa en la historia, pues en ningún momento opina, pero que a través de los testimonios que elige y presenta al lector está queriendo transmitirnos la pregunta que quizás él mismo no pudo resolver: ¿qué lleva a un hombre a convertirse en asesino?

Y es a través de esta pregunta y de otras de hondo calado -¿por qué se acepta la pena de muerte como castigo?, ¿será por venganza, como alega Perry Smith, uno de los asesinos?-, que Capote nos muestra su ánimo de trascender. Un ánimo que no hubiera podido satisfacer como periodista. El objetivo del periodismo no es trascender, es, por encima de todo, informar. Y la información suele ser sepultada al día siguiente o al poco tiempo de su publicación, avasallada por la incursión de nuevos y sucesivos hechos noticiosos. Su vida -la de las noticias-, su eco, sus repercusiones tienen, por lo general, una resonancia efímera.

Sin embargo, esto no sucedió con la noticia sobre el asesinato de los Clutter. Capote no permitió que cayera en el olvido. Él se quedó seis años atrapado con esta historia. Se enganchó tanto a ella, y a su deseo de conocer todos los ángulos de la misma, que se hizo amigo de los dos asesinos y los acompañó hasta el día en que0 fueron ahorcados, el 14 de abril de 1965. Para entonces ya había acumulado unas cinco mil cuartillas sobre el tema. Muchos y copiosos datos que él, como buen periodista, como buen rastreador de información, había obtenido. Pero el resultado final de todas sus investigaciones, de todas sus entrevistas, no fue periodístico. Fue A Sangre Fría una extraordinaria novela de amplias dimensiones humanas.

RELATO DE UN NAUFRAGO

Concluiré esta conferencia hablándoles de Relato de un Náufrago, del nobel colombiano Gabriel García Márquez.

Los nexos de este texto con el periodismo son todos. Desde cómo se obtuvo la información, hasta el medio en que se publicó. Todos y cada uno de los pasos que rodearon a Relato de un Náufrago pertenecen absolutamente al mundo del periodismo.

Yo me centraré en el género periodístico que se esconde tras la narración de lo que a todas luces quedó como un relato literario.

Por esto, necesariamente, les hablaré de la entrevista.

Un buen entrevistador no es sólo el que posee el arte de saber preguntar -qué preguntar, cómo preguntar, en qué momento-, sino el que posee el don de intuir a la persona con la que está manteniendo ese tete a tete que es la entrevista.

Si la intuye bien, es decir, si logra encontrar el vehículo para comunicarse con ella, podrá sacar el mayor rendimiento posible de su trabajo.

La mejor manera de determinar si esa conexión se produjo y si se preguntó como se debía, será la propia entrevista.

Relato de un Náufrago es una entrevista de excelentes resultados. Primero, porque gracias a este trabajo el periodista Gabriel García Márquez puso al descubierto un escándalo mayúsculo, y segundo porque logró la recreación de un naufragio con una profusión de detalles que no revela otra cosa que el arte de saber preguntar.

Intentemos, pues, analizar la entrevista que se oculta tras este excelente texto literario.

Empezaré haciéndoles un resumen de la historia que lo contiene.

El destructor Caldas, de la Armada Nacional de Colombia, parte del puerto de Mobile (Alabama, Estados Unidos) rumbo a Cartagena de Indias, el 24 de febrero de 1955. A tan sólo 55 millas de su destino, y tres días después de haber zarpado, el Caldas zozobra y pierde a 8 de sus tripulantes.

Sólo uno de ellos, un joven marino de 20 años llamado Luis Alejandro Velasco, logra salvarse. Su arribo a las costas colombianas, a bordo de una balsa, se produce diez días después del naufragio cuando ya todos -autoridades y familiares- lo han dado por muerto.

Durante su recuperación en un hospital naval de la Armada, Velasco es proclamado héroe nacional. El testimonio sobre su naufragio aparece registrado en buena parte de la prensa colombiana. Sobre todo, en la adscrita al régimen.

Sin embargo, hay un diario capitalino que aún no ha podido hacerse con las declaraciones de Velasco, a pesar de haberlas buscado incansablemente. Se trata de El Espectador, un periódico contrario a la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, que en ese momento gobierna en Colombia.

Velasco se dirige a este periódico para vender su historia. Pese las reticencias del director, Guillermo Cano -el naufragio estaba ya harto contado y se corría el riesgo de que el afán de dinero llevase al protagonista a inventar-, El Espectador cierra trato con el marino.

En época de dictadura la información está muy censurada, y la mejor manera que tiene un diario para ir tirando es brindarle a sus lectores noticias ajenas a la política.

El encargado de darle nueva forma al naufragio de Velasco, es el reportero Gabriel García Márquez.

Pasados dos días de un exhaustivo interrogatorio, Velasco dice no tener nada más para contar. Entonces, el gran periodista García Márquez entra en acción.

"Cómo que no hay nada más que contar", le objeta, "si todavía no has cagado ni has meado".

"¿Pero eso importa?", le inquiere un sorprendido Velasco, al que al parecer ningún periodista, en las múltiples entrevistas que ha concedido, le ha hecho preguntas de carácter tan elemental. Ninguno le ha preguntado sobre su cotidianidad. Sobre todo aquello que quieren saber los lectores, tan humanos como el propio Velasco.

A partir de este momento, el naufragio de Luis Alejandro Velasco, que era ya un refrito -una noticia muy trillada-, empieza a renovarse, a adquirir nuevos matices. Gracias a los requerimientos de García Márquez, el náufrago da un salto hacia el mundo de sus emociones. Y con este nuevo elemento, la historia deja de ser un mero recuento de hechos.

Una nueva e importante vía de comunicación entre entrevistador y entrevistado se acaba de abrir.

Sobre este episodio, García Márquez contaría años más tarde: "A partir de allí, salieron la historia, la clave, los detalles. Aprendimos a descubrir juntos el cuento".

Al cuarto día de maratónicos interrogatorios -se realizaron 20, a razón de seis horas diarias-, el reportero de El Espectador se tropieza con lo que sería la bomba periodística de este caso.

"Relátame la tormenta", preguntó el reportero García Márquez. Se refería a la tormenta que supuestamente había originado la tragedia.

"Es que no hubo tormenta", respondió el náufrago.

En efecto, no había habido tormenta, tal y como pudo comprobar el periodista con los servicios de meteorología de la zona Caribe donde ocurrió el naufragio.

He aquí otra muestra de buen oficio periodístico.

La comprobación de los hechos que son relatados, protegen y aseguran la veracidad de la información que va a ser publicada. García Márquez pone en práctica esta regla de oro del periodismo, y de esta manera ata bien su información.

Una información que en el caso de Velasco resultó ser muy delicada. Pues lo que el marino le reveló en la sesión del cuarto día, fue que el Caldas venía lleno de contrabando. El sobrepeso -las neveras, televisores, lavadoras…- había sido la verdadera causa de que el destructor se volcara y de que ocho de sus tripulantes cayeran al agua tras sufrir un bandazo por el viento en la mar gruesa.

Un destructor de la Armada Nacional, o lo que es lo mismo, el propio Gobierno, está metido en un gran escándalo. Hasta ese momento, la versión que se había dado a la prensa, la que el gobierno del general Rojas Pinilla había hecho que el marino de la Marina Mercante Luis Alejandro Velasco contara, era que el naufragio se había producido como consecuencia de una fuerte tormenta.

Así que el reportero García Márquez, el gran entrevistador en este caso, al cuarto día de trabajo ya ha conseguido las herramientas para sacar adelante su larga e intensa entrevista. Para hacerla maciza y lucida.

Primero, ha logrado sentar las bases para que se realice de la manera más completa y fluida posible. Y segundo, y gracias al asentamiento de este primer y fundamental pilar, ha logrado que su entrevistado se sincere y le cuente lo que habrá de convertirse en el hecho noticioso de su entrevista.

Lo demás, imagino, fue cuestión de centrarse en reconstruir el naufragio. Un trabajo arduo, indudablemente, pero impulsado a partir del cuarto día por el gran aliciente periodístico y noticioso que contenía.

El relato del naufragio salió publicado por entregas, durante 14 días consecutivos, logrando un sonado éxito. Las ediciones de El Espectador se agotaban. La gente las esperaba a las puertas del mismo diario.

El Gobierno del dictador Rojas Pinilla, como era de esperarse, desmintió las revelaciones de El Espectador. Pero el periódico logró demostrar que sus denuncias eran ciertas. Reunió y publicó fotografías que el resto de los marinos del Caldas se habían hecho en la cubierta del destructor -durante el viaje- , en las que se veía, con absoluta claridad, los bultos de contrabando.

Meses más tarde, El diario El Espectador fue clausurado por la dictadura.

Relato de un Náufrago sólo apareció como libro en 1970.

El esqueleto periodístico

La narración de Relato de un Náufrago está estructurada sobre tres momentos:

– la estancia de la tripulación en Mobile

– la travesía del destructor Caldas hasta que pierde a sus 8 tripulantes

– los 10 días del naufragio de Luis Alejandro Velasco.

Gabriel García Márquez, siempre ha dicho que el mérito de Relato de un Náufrago no fue sólo suyo, sino también de Luis Alejandro Velasco, al que el escritor describe como un muchacho "que tenía un instinto excepcional del arte de narrar, una capacidad de síntesis y una memoria asombrosas".

Sin poner en duda las dotes que García Márquez atribuyó al joven marino, lo cierto es que Velasco creyó haber agotado su relato al segundo día de estar siendo entrevistado. Y como ya hemos visto, fue el periodista García Márquez quien tiró de él, haciendo que sus sesiones se prolongaran hasta un número de 20, a razón de seis horas cada día.

Cualquiera que ha ejercido el oficio periodístico sabe que el éxito de una información descansa sobre una buena organización del trabajo y un manejo acertado de los datos con los que se cuenta.

En la medida en que esto se conjugue, las dudas o las preguntas que surjan durante la elaboración de ese trabajo podrán ser absueltas. Y una vez que se llega a este punto, la información queda compacta, completa. Entonces, en la jerga periodística se habla de que se ha hecho una buena cobertura.

García Márquez logró hacer una impecable cobertura de la tragedia del Caldas. Por más que Velasco fuera un prodigio de la narración, el que capitaneaba la entrevista, quien manejaba al dedillo la forma de extraer y organizar la información, era García Márquez. Así que el resultado final, es, a mi juicio, mérito de él.

La cobertura fue hecha a cabalidad, utilizando como estructura la cronología de los hechos.

García Márquez contó el antes, el durante y el después de la tragedia, que podemos situar en lo que fueron los diez días de Velasco a la deriva, moribundo.

El antes, a mi modo de ver, obedece sobre todo a una necesidad literaria: la de recrear lo que es la vida de un marinero en puerto.

Si Velasco la contó sin ser preguntado, hubiera sido un crimen literario no incluirla en el relato, además de una traición para con el entrevistado puesto que previamente se le había enseñado que también podía contar sus sentimientos. Y también sus sentimientos cuenta. Sus miedos, su deseo de abandonar la Marina nada más llegar a Bogotá, sus malos presentimientos.

Si fue García Márquez quien la extrajo a fuerza de preguntar, no nos queda más que agradecérsela, porque gracias a Mary Adress, al bar Joe Palooka, la gran borrachera y la bronca final con sillas rotas incluidas, uno comprueba que la vida de los marineros en puerto es igual que la que hemos visto en el cine.

Además, no hay que perder de vista que aunque Relato de un Náufrago es, a nivel periodístico, una espléndida entrevista, el género que se utilizó para contarla fue literario. La historia fue contada como un relato, y por esto no sólo la voz narrativa -la primera persona, distinta de la del narrador imparcial y distante que se emplea en periodismo-, la forma y la técnica con que se contó fueron literarias, sino también muchos de sus aditamentos, como ese trecho de la narración con el que se inicia la historia.

El durante, que comprende desde que el Caldas zarpa hasta que los 8 marineros caen al mar, se centra, fundamentalmente, en la presentación de los marineros que luego perecerán y en la reconstrucción de sus tres últimos días a bordo del destructor.

En este tramo nada queda sin cubrir. Todo fue contado o preguntado, o ambas cosas: el día y la hora en que zarpó el buque, la orden que se emplea en la Marina para que leven anclas, el momento en que comienzan a percibir que algo no va bien en el barco, los mareos que experimentan a continuación, el deseo de los marineros de escuchar la orden "zafarrancho de aligeramiento" -que equivalía a deshacerse de la carga que venía en cubierta para evitar que el Caldas continuara escorando-, y su posterior desilusión cuando el mando sólo les ordena ponerse los salvavidas, prefiriendo así preservar las neveras y los televisores en lugar de la estabilidad del buque y la vida de su tripulación.

Y es durante esta reconstrucción cuando se nos presenta a los personajes de la tragedia. Se nos informa sobre su estado civil, qué cargo ocupan en la Marina, cómo eran y cuáles eran sus deseos para cuando llegaran a Cartagena, de regreso al país. Y se nos anticipa su destino final: morirán tragados por el mar Caribe.

De esta forma, García Márquez llega al tercer momento del relato, a ese que hemos denominado el después, con poco para contar sobre los marineros que perecen y con el terreno preparado para que Velasco se convierta en el personaje central de la historia, pudiendo así narrar con amplitud sus diez días a la deriva, a bordo de una balsa, sin tener nada para comer o beber.

Al llegar a esta parte del relato, García Márquez se enfrenta quizás a la más grande dificultad de su trabajo, como es la de hacer creíble la historia de Velasco sobre su naufragio. Pues no es usual que un superviviente pueda retener tal infinidad de detalles sobre su tragedia -como fue su caso- y, por tanto, cualquier lector puede poner en duda la veracidad de su testimonio. Puede ser asaltado por este tipo de preguntas:

-¿Cómo hizo Velasco para recordar cada uno de los días que pasó en el mar Caribe?

-¿Cómo pudo distinguir un día de otro en una situación en la que aparentemente todo era igual? Estaba en una balsa, rodeado continuamente de mar, sin más elementos externos que le hicieran fijar y diferenciar sus recuerdos.

García Márquez ha sostenido en alguna entrevista, que él solía sorprender a Velasco con preguntas tramposas con el fin de obtener una historia veraz.

Cualquiera que lea el relato notará que así fue. Velasco mismo -y, evidentemente como directriz marcada por García Márquez, pues cada acto que narra el náufrago está acompañado de una justificación de credibilidad- le absuelve al lector muchas de esas inquietudes. Veamos cómo:

1.- Señalaba cada día que pasaba, haciendo una marca en la proa de la balsa. Lo hacía con las llaves del armario que había conservado en el bolsillo de su pantalón, tras su caída al mar.

2.- Diferenciaba un día de otro por los acontecimientos que le sucedían.

El primer día, 28 de febrero, es el accidente.

El segundo ve venir los aviones de rescate. Velasco detalla cómo viene y van, sin que logren divisarlo.

El tercero dice que no pasó nada. Pero el hábil periodista García Márquez lo remite a otra parte de sus recuerdos, distintos de los acontecimientos destacados. Y Velasco llena ese tercer día:

"La balsa avanzó impulsada por la brisa. Yo no tenía fuerzas para remar. El día se nubló, sentí frío y como no veía el sol perdí la orientación. Esa mañana no hubiera podido saber por dónde venían los aviones. Una balsa no tiene popa ni proa. Es cuadrada y a veces navega de lado, gira sobre sí misma imperceptiblemente, y como hay puntos de referencia no se sabe si avanza o retrocede".

En el cuarto, duda de si está llevando bien la cuenta de los días. Otro detalle que le infunde credibilidad al relato, porque de esta forma Velasco le hace saber al lector que estando en alta mar y en esa angustiosa situación de náufrago, ¡claro que también él se desorientaba!

Sin embargo, al llegar al séptimo día García Márquez se flexibiliza con su entrevistado y le permite alcanzar esa condición tan ansiada por el joven marino: le permite ser héroe. Y creo que se lo permite, porque también él, también García Márquez, deseaba hacer de Velasco un héroe de ficción. Un titán de novela de aventuras. Un personaje literario.

En este séptimo día, uno y otro, entrevistador y entrevistado, se comportan como un par de jóvenes que se dejan arrastrar por sus más encendidos deseos. Pues cuesta creer que un náufrago que lleva siete días a la deriva, medio moribundo y con el cuerpo en carne viva por la acción del sol, se encuentre con fuerzas para pelear contra aguerridos peces y enfurecidos tiburones, ni mucho menos para enfrentarse a las rabiosas olas del mar ni para realizar admirables hazañas bajo el agua.

Da igual que en el relato se nos aporten distintas justificaciones para las proezas del día siete. Todas -los dos bocados de pescado que supuestamente le infunden fuerza a Velasco, o su plus-marca de permanencia bajo el agua-, a mi juicio, resultan insuficientes. Nada convincentes.

Por último y para terminar, decirles que, paradójicamente, gracias a ese comentado día siete, a ese desbordado día literario, García Márquez logró enseñar a sus lectores el rasgo más relevante de la personalidad de su entrevistado -afán de notoriedad-, dejando asimismo al descubierto lo que eran sus más notables carencias: ser querido y admirado.

A pesar de sus fogocidades literarias, el periodista-escritor Gabriel García Márquez siempre terminó cumpliendo con su cometido periodístico.

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