Fantasmas del invierno
Pocos escritores se atreven a ahondar en ambientes tan delicados como la guerra. Que sigue siendo, a pesar de todo, un filón temático inagotable, pero no la originalidad de su tratamiento literario. Luis Mateo Díez se ha acercado en varias de sus obras al mundo de la posguerra, pero no había evocado ese momento en el que están todavía vivas e hirientes las secuelas bélicas. La visión de obras como Las estaciones provinciales, en menor medida La fuente de la edad, El expediente del náufrago y, sobre todo, El paraíso de los mortales se ambientaban en efecto en tiempos en los que la ciudad leonesa rezumaba en sus calles, bares, y plazas una extraña tristeza. Pero nunca llegaba a ser un motivo de tristeza trágica. En la mayoría de los casos, los personajes hallaban un reducto para la diversión, la esperanza o los sueños. La tragedia no asfixiaba casi nunca sus vidas.
Este panorama cambia en Fantasmas del invierno, ese invierno de l947, en el que la ciudad se ve acosada por los elementos más crueles: la nieve cubre, sin parar, sus calles, los lobos llegan a la urbe y el Diablo se acerca a sus muros. Lo atmosférico, lo zoológico y lo sobrenatural son peligros que se ciernen angustiosos por encima de la realidad. Como si el pobre pueblo no tuviera bastante con el dolor que la guerra le ha generado. Estamos ante una alegoría trágica, cuyos elementos van ramificándose para recordar el dramatismo vital de unos seres sin sentido y sin horizonte en su vida..
La visión de leyenda e irrealidad que ofrece la obra explica la presencia de personajes irreales o sucesos inverosímiles: la llegada del Diablo, los lobos que bajan a la ciudad o esa nieve que cubre impasible las calles de Ordial nunca hubieran tenido sentido pleno en una narración clásica. La presencia del Diablo, motivo que abre la novela, puede sorprender al lector, pero la sorpresa no debe llevarlo al desconcierto. En la novela corta El diablo meridiano el personaje de doña Cima recibía complacida la simbólica visita del Ángel de las Tinieblas. Pero la llegada diabólica tiene ahora connotaciones trágicas. Llega un demonio moderno, positivista, pero que no soportará el grado de maldad que la ciudad esconde. Viene buscando (como los reconstructores de ciudades destruidas por la guerra) la riqueza inmediata, positivista, concreta. Pero tan intenso es el desconcierto que siente en la ciudad que decidirá volver al Infierno. Con todo, la presencia del Diablo no es lo que mayor impacto causará en el lector atento. Ni lo será la presencia de los lobos, que buscan refugio en esta ciudad muerta y destartalada, en la que extraños sucesos “hicieron de ella un reducto desprendido del mundo” . Una ciudad que no es ni siquiera es una ruina, “sino el reflejo de la misma”. La ciudad resulta cruel, de una dureza ante la que hasta el lobo viejo se siente desarmado y acaba transformado en un perrillo faldero de doña Rima: “-Dios te bendiga…- musitó ella y el lobo reposa en la alfombra como el guardián que ya encontró al dueño”. (p.41). Por encima de estos ámbitos, el orfanato de El Desamparo esconde el drama intenso de vidas infantiles.
Una fábula trágica
En la ciudad que “había dejado de ser antigua para ser vieja” se localiza esta alegoría trágica, distribuida en cien capítulos de llamativa brevedad. Cien capítulos que recogen los sucesos de “aquel invierno en que vino el Diablo, el más nevado que se recuerda” (p.12). Este es el marco temporal de las secuelas de la guerra, transformadas en un recuerdo que “se iba soslayando, adelgazando, como buenamente se podía y, a lo más, se guardaba como la parte más recóndita del secreto, en la sima en que el secreto corre el riesgo de desaparecer. El grado mayor de desaparición no era otro que el olvido: la memoria borrada, el recuerdo sin nombre” (p.11). Cubierto por la nieve, que lo anega impasible. La obra es la crónica desangelada y cruel de unos seres descritos con trazos expresionistas, plásticamente despiadados, de una dureza extrema. La novela discurre por caminos irreales, alucinantes, en los que lo onírico alcanza significaciones diversas. Las coordenadas convencionales desaparecen, de ahí que la visión pueda resultar confusa, pero sólo lo es en apariencia.
La articulación argumental toma cuerpo apoyada en una trama sencilla: el comisario Alicio Moro investiga el crimen de un niño ocurrido en el Desamparo, el orfanato (“un edificio tan recovecoso como desaliñado”) de la ciudad. Alicio Moro y su amigo el farmacéutico Voldián Peña se convierten en la mirada que, desde la tertulia del Medulio, vigilan la ciudad, dividida en los tres sucesos referidos: la llegada del Demonio, la bajada de los lobos y la triste vida de los niños internos en el Hospicio. Lejana a ellos, toda una pléyade de personajes derrotados por la guerra sobrevive fantasmal y desesperada entre las ruinas de Ordial. Nada escapa a la mirada de Alicio Moro y Voldián Peña, que va anotando sus impresiones en su cuaderno. Nada escapa de ellos, …salvo el mundo infantil de los niños huérfanos recluidos en el Desamparo.
De entre todos los sucesos (desde las tribulaciones de los topos que salen por la noche a las visitas de Franco a estas tierras, descritas en tono humorístico) la soledad de los hospicianos se convierte en el centro humano de la urbe. Y, sobre todo, en el centro literario. Todos los estratos sociales tienen en los húmedos muros del Desamparo algún vínculo de afecto o de culpabilidad. Allí bullen los estertores de un pasado bélico, el presente de la dura posguerra y el futuro incierto de unas vidas abandonadas al albur del tiempo. El ruido ensordecedor que los habitantes de Ordial creen oír por la noche es el eco de los bombardeos de Rodolfo Klübler, el piloto de la Legión Cóndor. Luchó en la guerra pero su obsesión bélica sigue viva, como siguen vivas sus heridas. Acecha a los niños del Desamparo, símbolo de la ingenuidad y reflejo de la nueva urbe que a duras penas intenta nacer.
La escalofriante escena del desenlace (con la imagen del nogal del patio del hospicio abrasado por el odio que generó la guerra) es el epílogo más dramáticamente plástico de la obra. Vuelve la guerra, o su obsesión, para destruir a los indefensos, a la vida que nace. De ahí el sentido de desesperanza con el que finaliza esta originalísima, desesperanza palpable en la observación de Voldián Peña: “Hay inocentes…-musitó- , pero no estoy seguro de que quede inocencia, la hemos fusilado” (p.354). La nieve ha empezado a deshacerse: “Fue lo que pensó el Comisario mientras deambulaba por las calles vacías, pisando el barro de la nieve” (p.358). La blancura de la nieve se ha convertido en la suciedad del barro.
El último párrafo de la obra sintetiza todo lo narrado, esa crónica angustiosa, onírica, de espeluznante expresionismo: “Hubo una llama dorada en el centro de Ordial, en el corazón maltrecho del invierno, cuando los pocos lobos que quedaba de la manada intentaban regresar despavoridos a las Hoces del Mórbido”. Hasta los lobos huyen aterrorizados del dolor que han observado en la ciudad de Ordial. No cabe mayor desolación en esta alegoría plena de tragedia.
Texto: Nicolás Miñambres
Revista Cultural de Ávila, Segovia y Salamanca
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