07 febrero 2011

Si quieres… lee

Estar de acuerdo con la tesis del libro de Juan Domingo Argüelles, Si quieres…lee, es sencillo. Es decir, estar contra la obligación de leer, de leer por leer. De tal manera que al estar de acuerdo no cabe mayor discusión: como defiende la tesis principal del libro, no se pueden crear lectores a la fuerza. Una afirmación que, como es lógico, enseguida recuerda al comienzo del libro de Pennac, Como una novela: «el verbo leer no soporta el imperativo». Sin embargo, la posición tan radical que toma Argüelles, el fuerte afianzamiento al propio título, hace que las aclaraciones posibles queden veladas. Y no porque le falte razón, sino porque también se abordan ampliamente distintos aspectos de la lectura: la de la escuela, la comprensión, el placer de la lectura, la función o no de ésta, su importancia y su presencia en toda vida de un lector más o menos asiduo, que tampoco soportan en todos los casos posturas tan extremas, como en ocasiones se descubre en el mismo libro.

Muchos coincidimos con el autor en el mal enfoque que se hace en muchas escuelas o sistemas educativos para animar a los estudiantes a la lectura. Como bien señala Argüelles, si el padre, la madre, profesor o docente no lee, difícilmente pueden ser ejemplo o medio por el que hacer que los más jóvenes se aficionen a los libros. Creo que era Byron -contaba Highet en alguno de sus dos volúmenes sobre la Tradición clásica– el que creció odiando la mitología por la mala praxis de sus «maestros». Y como él (o si no era él y no recuerdo bien) otros tantos. El mal no está, entonces, en los libros, sino en la manera de abordar el hecho. Por supuesto, como muy bien se matiza, no se puede confundir la educación con el amor (u obligación a ello) a los libros. De todas formas, la competencia lingüística es necesaria para cualquier enfrentamiento con el mundo pasa por la lectura.

Por supuesto que la verdad no está en los libros. A parte de las caricaturizaciones que se hacen a lo largo del libro de los ávidos lectores y sus pedanterías -algunas con mucha razón-, ya nadie defiende que leer haga mejores a las personas, pero sí nos puede hacer más completos. Otra cosa es que en términos utilitaristas no haga falta ser lector para «tener éxito y ganar un buen sueldo» (cito al autor). Para esto se puede prescindir de muchas más cosas que de la lectura. Pero si la motivación de todo es el sueldo, aquí acabaría este debate, y cualquier debate.

La motivación para leer suele ser natural, un dejarse caer. El problema es que las instituciones tienen muy difícil conseguir esta motivación natural. Contra la obligatoriedad está, sobre todo, el saber hacer de los profesores y el enfoque de las instituciones. Si la lectura fortalece la sabiduría, otorga una mayor perspectiva y sentido crítico al que lee, por qué no suscitar de algún modo el interés por la lectura. Otra cosa es fomentar por fomentar, animar por animar, hacer por hacer o porque queda bien. Pero ante esta falta de sentido existen personas que se implican en escuelas y proyectos de lectura que no son culpables de lo erróneo de algunas campañas.

No es malo incitar, que no obligar, a compartir pasiones, sobre todo si éstas no son en absoluto nocivas. Ahí están los ejemplos que señala el propio autor -Michelet, Savater, etc.- cuando hablan de ese primer libro que lleva al siguiente. Cada uno puede encontrar un libro que quizá le conduzca al siguiente, sea el tipo de libro que sea. «Desescolarizar» (Argüelles) la lectura es posible que consiga que esa motivación natural de la que hablamos sea más efectiva fuera del entorno educativo, institucional o de propaganda. Aunque quizá el problema no sea tanto éste como, repetimos, la falta de motivación e interés de algunos docentes, y del propio sistema educativo. De nuevo falla la confianza en el «Estado Cultural» cuando muestra «interés» por algo y con ello ejerce de padre estricto y protector.

El culto al libro como objeto tiene mucho la culpa de los argumentos más pedantes y desviados sobre las bondades de la lectura. Un culto al objeto que, mientras se diluye en el entorno digital para centrarse en el contenido, se refuerza a la contra en este mismo entorno para aquellos que ven en el libro algo más que un texto, a veces sólo dado a conocer por algunos iniciados o elegidos.

Creo que las competencias lectoras deben ser modificadas, como las competencias digitales. Es decir, no dar aparatos y libros y esperar a ver los resultados. El propio autor participa en foros y cursos para el fomento de la lectura, quizá podría dar algún modelo, más allá de la tesis principal del libro. Alguna clave en positivo debe de haber para no caer en la obligatoriedad de la lectura, sin tratar de evitar, con ello, un modelo de vida únicamente basado en el éxito. Del mismo modo que debe de haber una manera de hacer que las matemáticas no resulten siempre tan traumáticas; merecen el mismo interés y dan medida y otra perspectiva de todo lo que nos rodea. Echo de menos que nadie me supiera, entonces (en la escuela), advertir de su importancia. Ahora, de mayor, cuesta más adentrarse en ellas, a pesar del interés tardío.

También es cierta la afirmación de Argüelles de que leer no siempre genera ideas propias, y que muchos lectores cuentan sus lecturas por cantidad, y no por calidad. Sólo saben citar y hablar por terceros. Se da la paradoja que el presente libro la tesis se construye a base de citas, una tras otra («plagios, glosas y resúmenes», pág. 165); a cada párrafo le acompañan otros mayores que son citas de alguna auctoritas. Un recurso retórico que entorpece la lectura. No creo que tantos ejemplos sean necesarios para apoyar ideas tan claras como las que defiende el autor. Ya vemos que es muy difícil huir de la pedantería al hablar de libros. Aunque, sí, es recomendable huir de ella lo máximo posible.

Estoy de acuerdo: no podemos santificar la lectura. Como tampoco caer en el exceso de comparar las malas artes de aquél que quiere hacer disfrutar a la fuerza a otros del placer de la lectura con las del violador que quiere compartir el placer del coito a la fuerza con otra persona. No es ni mojigatería ni corrección política, es que hay comparaciones que no tienen lugar, ni por la forma ni por el contexto. Por mucho que se quiera ser categórico, efectista o elocuente en imágenes.

Como decíamos al principio, no le falta razón a la tesis del libro. Muchos autores acompañan a Argüelles en sus argumentos. Quizá entre tantos acompañantes no se dejen ver bien sus propias sugerencias. Se adivinan algunas a lo largo del libro, pero la atracción por el eslogan tampoco las dejan ver bien.

José Antonio Vázquez (Equipo Dosdoce)

 

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