19 abril 2006

Encuentro con Antonio Lobo Antunes

La noche que conocí a Antonio Lobo Antunes – dijo Armas Marcelo en la presentación- estaba exactamente tal cual lo ven ustedes ahora. Estábamos cenando varios en una mesa y él permanecía absorto, concentrado en sí mismo, como si estuviera en otro lugar. Pero se estaba enterando de todo, como ahora…

Discúlpenme si no me oyen bien, hablo muy bajo.

Me recuerdo con libros desde que nací. Mi padre estaba siempre leyendo. Y yo me preguntaba qué contendrían aquellos libros, que no tenían dibujos, ni fotografías, sino tan sólo palabras. Con tres años tuve tuberculosis y me exiliaron a la casa de mi abuelo paterno. Mi abuelo era capitán de caballería y opinaba que eso de leer eran mariconadas, cosas de mujeres. Eso hizo que yo me sintiera dividido, pues veía a mi padre concentrado en sus lecturas y me entraban dudas de si era maricón. Mis tías, allí en casa de mi abuelo, tenían la colección entera de Corín Tellado. Así  que esas fueron mis primeras lecturas. Y Flash Gordon y Mandrake. No puedo decir como muchos escritores que posan diciendo que sus primeras lecturas fueron Homero, Ovidio, etc.

Tiempo después me mandaron con el otro abuelo, al Norte. El tren traía el periódico a mediodía. Mi abuelo sólo leía las necrológicas. Leía un nombre. Y exclamaba: “murió a los cincuenta años, ¡qué idiota!”. Después otro nombre y: “murió a los cuarenta y dos años, ¡será estúpido!” Era su triunfo cotidiano sobre la muerte, su manera de expresar que él seguía vivo. Vi la muerte entonces de otro modo: hasta entonces la muerte era cuando los ojos se volvían párpados. Nada más que eso. La abuela, por su parte, me daba Vida de Santos para que leyera, pero no me gustaban mucho.

A los ocho o nueve años, recuerdo, estábamos de vacaciones en la playa. Mi padre sólo venía los fines de semana para atormentarnos. Nos imponía leer durante la semana el capítulo de un libro y escribir una “apreciación”. Así que me pasé el verano escribiendo “apreciaciones”. Aunque debería seguir aquel dicho: “yo jamás leo los libros que critico para no verme influenciado por ellos”. Recuerdo a mi padre esos fines de semana leyendo sin parar a Flaubert y otros escritores franceses. Mis padres eran un matrimonio feliz: mi padre mandaba y mi madre obedecía. Como todos los hombres y mujeres de esa época.

Con nueve o diez años empecé a escribir. Poesía. Muy mala. Un día quise ver lo que opinaba mi madre de mis poesías. Compré un papel especial y escribí con una caligrafía muy cuidadosa. Mi madre me dijo que no siguiera escribiendo, que me dedicara a otra cosa porque no tenía ningún talento para la escritura. Pero ese comentario me estimuló: comencé a escribir contra mi madre.

Después, cuando llegas a los quince años descubres la diferencia entre la buena escritura y la mala. Ahí empieza la angustia. Y después, la diferencia entre la buena escritura y la obra de arte. Y finalmente, entre la obra de arte y la obra maestra. Y la angustia ya no te abandona nunca.

Mi tío venía de vez en cuando de Brasil –pues mi padre era hijo de un brasileño casado con una alemana- y nos traía un montón de libros. Entonces mi madre sacaba un lápiz rojo y otro azul, y con el rojo iba marcando aquellos libros que no podíamos leer y con el azul los libros permitidos. Las cruces rojas iban destinados a libros en los que aparecían mujeres desnudas y cosas así. Si por mi madre hubiera sido, la raza se hubiera extinguido en nosotros, porque censuraba todo lo relacionado con la reproducción.

Mi padre era neuropatólogo, un gran admirador de Ramón y Cajal. Trabajaba en Alemania y venía sólo una semana al año a vernos. Y cuando se marchaba el vientre de mi madre comenzaba a crecer. Yo me preguntaba: ¿Qué habrá en Alemania que hace crecer el vientre de mi madre?

Un hermano de mi madre trabajaba en una revista literaria, y me regaló una suscripción. Allí leí un poema en el que vi que las palabras, la sintaxis, la gramática podía ser retorcida, forzada. Las palabras no hay que respetarlas, sino tratarlas como un cuerpo, como un cuerpo de mujer, hay que palparlas, olerlas, apretarlas…

Frecuentaba un restaurante de escritores. Escritores que tenían ya libros en las librerías. Yo los miraba: uno escupía al comer, el otro tenía cosas blancas en el pelo, el otro se hurgaba continuamente con un palillo en la boca. Yo pensaba que los escritores eran espíritus puros. Un día vi a uno de ellos, a un poeta amigo de mi padre, muy gordo, vestido totalmente de lino blanco y comiendo un helado enfrente de un comercio de lencería. Yo mira a aquel hombre chupando sin parar aquel helado mientras contemplaba los sostenes. Aunque luego él nunca escribía sobre sostenes. De tanto ver a aquellos escritores pensé: “Tengo que ser feo, sino no puedo ser escritor”.

A los quince años, los dirigentes del Benfica vinieron a casa para hablar con mi padre. Querían ficharme, y así me fui a jugar al Benfica. Yo iba a los entrenamientos con un libro, por ejemplo, Quevedo, que es uno de mis escritores preferidos. Y los otros jugadores se extrañaban de que llevara libros a los entrenamientos. Con dieciséis años, me llamaron al equipo nacional para jugar la Eurocopa. El entrenador tenía dudas sobre si ponerme o no: no por mi juego, sino porque leía. Me gustaba leer de todo. Hoy me sigue gustando ver a los escritores firmando libros en las ferias. Escribir es tan difícil…

Llega un día en que encuentras a tus escritores favoritos. Cuando yo encontré a los míos, era como ir caminando entre niebla: no los entendía. Siempre leemos desde nuestro criterio, desde nuestra experiencia, desde nuestras emociones. Pero cada libro hay que leerlo no desde nuestras claves sino con ojos vírgenes, desprevenido, de modo que se establezca una relación personal con él: “Emily Dickson escribió para mí, no tengo la menor duda”. Y esos libros no puedes prestarlos.

Durante la carrera de medicina, yo seguía escribiendo, pero todo me parecía malo. Yo no participé en movimientos estudiantiles, ni en revueltas contra Salazar: escribía, leía y jugaba al ajedrez. Al acabar la carrera, empecé a trabajar en un hospital inglés fuera de Lisboa y al volver a casa en Navidad me encontré un requerimiento del ejército para ir a la guerra. Pensé en huir, pero los ciudadanos no teníamos pasaporte. Todo lo controlaba la policía política. Pagando mucho, tal vez podías conseguir escapar, así que sólo gente de mucho dinero pudo huir. Años antes, mi abuelo había prometido que si aquel niño de tres años no moría de tuberculosis me llevaría a hacer la comunión a Padua, al túnel de San Antonio. Debido a la imposibilidad de viajar al extranjero, no me pudo llevar, pero me regaló las fábulas de Lafontaine, que no leí entonces, pero sí después. De aquellas fábulas me impresionó que un perro pudiera mirar a un obispo. Era ese un concepto democrático, porque hasta entonces sólo el obispo era el que podía mirar al perro.

Nos mandaron a Angola. Éramos un grupo de seiscientos y murieron ciento cincuenta. Todos niños: nosotros los oficiales teníamos veintitrés años y los soldados tenían veinte. El capitán tenía treinta y cuatro y me parecía un viejo, estaba acabado. Este capitán nos obligaba a los oficiales a vestirnos de corbata para sentarnos a cenar. Yo odiaba eso. Estábamos todo el día en uniforme de campaña, sucios y salpicados por la sangre. Viendo a nuestros compañeros morir o caer heridos. Todo era sangre, sangre. Después entendí que ese gesto de ponernos la corbata era para preservar la humanidad, para seguir manteniendo contacto con la humanidad. También nos leíamos poesía unos a otros durante la cena. Creo que eso nos salvó de la locura. Recuerdo un soldado, que se puso de pie en la noche, cogió su fusil y caminando se adentró solo entre los árboles. Quería morir. Por ese camino llegabas hasta el enemigo. Entendí por qué los nazis o la policía política de Salazar quemaban los libros. En Angola, durante la guerra, vi que los libros tenían una utilidad práctica.

Cada vez me gustan menos escritores, porque ahora cuando leo no soy inocente. Empiezo a leer y empiezo a corregir. Es tan difícil escribir. Y más difícil corregir. Una primera versión es siempre mala, pero ya está todo en ella. Hay que trabajar y trabajar sobre ella. Hay tres cosas necesarias para ser escritor: paciencia, orgullo y soledad. Sobre la soledad siempre recuerdo las palabras de Sánchez Ferlosio: “Carmen es una viuda que tiene al difunto en casa”

Yo escribía novelas y las echaba a la basura. Yo escribía para ser el mejor. Y tenía claro que no lo era. Por tanto, si no lograba serlo mejor tirarlas a la papelera.

Conocí a un abogado con una biblioteca inmensa. Era un hombre muy atractivo, lo noté por las miradas de las mujeres. Un día le pregunté: “Miguel, ¿sigues comprando libros?” “No, yo creo que se reproducen entre ellos”.

Cada vez voy estrechando más mis autores preferidos: Conrad, Tolstoi casi siempre, Chejov siempre, Quevedo. Me gustó Nabokov. En cierto modo todos somos hijos de Nabokov, pero ya no me gusta.

Uno vive sabiendo que nunca hará el libro perfecto que quieres hacer.

Al llegar la revolución de 1974 la gente estaba esperando que salieran las obras maestras que habían permanecido en los cajones de los escritores durante la dictadura. Pero no salió nada. Los escritores seguían teniendo miedo. Sastre, por ejemplo, fue muy cobarde en la invasión nazi: se fue a Lisboa a enseñar… ¡la revolución! Y entonces un día comencé a escribir Memoria de Elefante. En él cuento el país que me encuentro al volver de la guerra en Angola. Muchas cosas habían cambiado, y en el fondo todo continuaba igual. Lo leyó un amigo, que se lo pasó a otro. El uno me dijo: “mejor que quites la primera parte”, y el otro: “mejor que quites la segunda parte…” Ese libro pasó un año siendo rechazado por las editoriales. Al fin salió en 1979, en Julio, cuando la gente se marcha de vacaciones. El editor me dijo que Antunes era feo, y que era mejor que mi nombre se quedara en Antonio Lobo. Pero yo le dije: “Mi padre se llama Lobo Antunes, ¿qué quiere que yo le haga?” Supongo que el editor buscaba una excusa por si no vendía nada. Me marché de vacaciones en Agosto, mis hijas mayores eran aún pequeñas, y cuando regresé se habían vendido 150.000 ejemplares del libro, y era famoso. El libro llevaba una foto en la contraportada y las chicas decían: “seguro que el libro es una mierda, pero se vende porque él es tan guapo”. Sería gracias a mis ojos azules.

Después, empecé a escribir más despacio: tres o cuatro líneas por día. Media página como mucho. En el crepúsculo, a punto de dormirme, leía cosas que no estaban en el libro. Y me di cuenta de que ese estadío mental próximo a los sueños me hacía creativo. Y llego a ese estadío mental cuando me siento fatigado.

(En ese momento se cae el cartelón que hay a sus espaldas publicitando la Noche de los Libros y apenas se inmuta. Después añade: “Es porque me llamo Antunes”).

De lo que se publica ahora, pocas cosas llaman mi atención. Hace dos años leí un libro titulado “Alondra” que me maravilló. Es un pareja vieja que tienen una hija muy fea que se marcha durante una semana a visitar a sus tíos. La pareja se queda sola y en doscientas páginas el escritor describe todo, todos los sentimientos de angustia, de ternura, de rencor. Todo está allí. Esta novela es del 24 o del 25 y sigue conservando la frescura. Todo está descrito con una mano maravillosa. La capacidad de sorpresa va disminuyendo porque ya has leído mucho. En el siglo XIX había treinta genios escribiendo al mismo tiempo. Sólo en Inglaterra Dickens, Lewis Carroll, Keats, Dickinson, etc y así en los demás países de Europa, pero ahora no hay más de cuatro o cinco en todo el mundo. El otro día estaba con mi sobrino de seis años. Yo estaba trabajando y él jugando con su Gameboy. Ese niño ha sido privado de la capacidad de imaginar, de soñar, de desarrollar un pensamiento. Sólo está pendiente de matar y matar a los enemigos en aquella pantalla. Igual ocurre con la televisión. En Portugal no tenemos “Aquí hay tomate”, que me encanta. ¿Qué pasa con el hijo de la Pantoja? Es todo tan estúpido que es maravilloso. Dentro de veinte años temo que no vayan a aparecer buenos escritores. Pero tampoco importa mucho: cada vez que lees Guerra y Paz, Tolstoi la escribe de nuevo, porque siempre descubres cosas nuevas. Dice Keats: “El buen arte es una alegría para siempre” Y tiene razón. Un libro tiene que ser una fiesta. Mi padre murió en Junio hará dos años, y recuerdo que el cura dijo: “No hemos sido hecho para la muerte, sino para la vida” Odio esto, pero tiene razón. Borges dijo que Quevedo no es un escritor, es la literatura entera. Ayer lo estuve repasando en el hotel. Un libro es más posesivo que una mujer celosa.

Espero no haberles aburrido por haber hablado tanto tiempo…

20 / Abr / 06   20:44h

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