30 noviembre 2006

Masculino y femenino: dos géneros que no definen la literatura

A la pregunta de si existe literatura femenina o masculina, mi respuesta es categórica y tajante: no, no lo creo. Únicamente creo en la literatura a secas sin ninguna otra añadidura que su propia entidad, su esencia misma.

Percibo la literatura como un trazo que posee la fuerza suficiente para elevar al rango de sublime un texto que arrancó del suelo cuando no era más que un papel impreso. Y ese trazo puede aparecer en unas pocas líneas  o a lo largo de un libro entero.

El Guardián entre en el Centeno, de J.D. Salinger, es un buen ejemplo de lo primero. La historia del adolescente Holden Caulfield, que se protege fieramente del mundo adulto que se le avecina declarándole la guerra a todo lo que lo rodea, toca el cielo cuando casi al final de la novela se produce el encuentro entre él y su pequeña hermana Phoebe. Sin lugar a dudas, es uno de los pasajes tiernos mejor logrados de aquellos que haya leído. Un encuentro poético, que ilumina y engrandece el texto, elevando de categoría lo que hasta ese momento no era más que un logrado relato sobre la crisis de un adolescente. Con estas pocas páginas del final, Salinger obtiene el ambicionado y no siempre logrado trazo y, por supuesto, un merecido lugar en la literatura.

Hay otros autores que destilan talento desde la primera hasta la última página de sus obras, y mientras esto escribo estoy pensando en ese magistral cuento de Franz Kafka, titulado Un médico rural. Un texto que, a mi juicio, debería ser estudiado en todas las facultades de literatura como muestra de trazo sublime, de composición perfecta. En éste se conjugan de manera armoniosa la técnica en el manejo de los tiempos, la fuerza descriptiva, la belleza narrativa, la desbordante fabulación y el logrado empeño de su creador  por convertir un conjunto de palabras en una historia maravillosamente viva.

La capacidad  para alcanzar ese trazo con el que intento describir lo que es literatura, puede provenir tanto de hombres como de mujeres escritoras. Y los resultados de sus obras, incluso si el deseo del creador o creadora es llegar a uno u otro sexo, tendrán la virtud de despertar la sensibilidad de aquellos lectores –hombres y mujeres- que sepan descubrirlos y valorarlos. Pues opino que los destinatarios de los textos que son literatura no son otros que ciertas sensibilidades lectoras entre las que se encontrarán algunas o muchas mujeres y algunos o muchos hombres.

La autora Virginia Woolf,  fue y sigue siendo una escritora admirada por lectores del mundo entero de ambos sexos, a pesar de que las feministas la hayan convertido en uno de sus  iconos  porque se sienten destinatarias del contenido de su obra. Sin embargo, el mundo Woolfiano va más allá de sus propuestas o narraciones liberadoras para las mujeres. Es más rico y más complejo que eso. El nóbel Gabriel García Márquez en más de una entrevista ha señalado a Woolf como una de las autoras que lo convulsionó en su juventud, pues le mostró otra forma de hacer literatura. Y para dejar constancia de la impresión que le causó leer La Señora Dalloway, rememora párrafos de la obra casi de memoria. No es de extrañar que al entonces joven escritor le impactara Woolf, si tenemos en cuenta que ella y James Joyce revolucionaron por la misma época las formas narrativas al introducir en sus obras eso que luego se dio a conocer como el monólogo interior o la corriente del pensamiento.

Durante cientos de años, la literatura fue un territorio por el que navegaron casi en exclusiva los hombres, legándonos grandes y maravillosos textos que ojalá nunca se dejen de reverenciar. Las mujeres, lamentablemente y por la historia de menosprecio intelectual que nos precedió –o para decirlo de una manera eufemística, por la condición de frágiles que se nos atribuía-, salvo contadas excepciones, impusimos tarde nuestra presencia en el arte literario.

En ocasiones se oye decir que nosotras, las mujeres,  abordamos el mundo de manera diferente y que por eso hacemos una literatura diferente. En definitiva, que nuestra expresión  y surcos literarios son otros que los de los escritores hombres. Esto es sólo cierto en la medida en que ningún escritor es igual a otro –ni siquiera los plagiadores-, de la misma forma que no existen dos seres humanos iguales. Sin embargo, aun aceptando –sería una tontería negarlo- que las prioridades, la percepción del mundo y la sensibilidad de una mujer es, por lo general, diferente de la de los hombres eso no impide que unos y otros puedan arribar a esa misma meta universal, exenta de géneros por razón de sexo, llamada literatura.

Sirvámonos de los nombres de Joyce y Woolf, ya citados,  para ejemplificar lo anterior. Contemporáneos –ella nació en 1882 y él un año más tarde-, ambos con una formación cultural sólida y ambos claramente influenciados por las revelaciones que venía de hacer el psicoanálisis sobre el funcionamiento de nuestro psiquismo, cada uno manejó sus acervos literarios de manera completamente distinta aunque con idénticos resultados. Y esos resultados no fueron otros que grandes obras de indiscutible valor literario, en las que se aborda lo masculino y lo femenino, y el psiquismo que los acompaña, sin que por ello se pueda hablar de literatura masculina para Joyce y femenina para Woolf. Los dos lograron hacerse con el trazo, plasmar el trazo y pasar a la posteridad por haber hecho literatura. Sin ningún otro añadido.

Pero a pesar de las muchas disecciones que se han hecho para demostrar que no existe tal división,  el debate literatura femenina-literatura masculina sigue siendo muy recurrente. En algunos círculos se habla de liberarnos de la masculinidad literaria que nos han impuesto “ellos”. Y en otros, de descubrir la literatura femenina que crean “ellas”, y que espero no esté relacionado con las coincidencias que se están produciendo en algunas editoriales como son que los manuscritos de las escritoras son dados a leer a lectoras. Ojalá que este hecho obedezca a que hay más mujeres cualificadas para leer que hombres, y que todo no sea más que un resultado estadístico. Pues pensar que el manuscrito de una escritora sólo puede ser cribado por una mujer, resultaría absolutamente discriminatorio y nos conduciría, indefectiblemente, al aislacionismo. ¿Por qué un lector  no puede apreciar el trabajo de una escritora de la misma manera que montones de mujeres han valorado durante siglos el trabajo de los escritores?

Más bien, me inclino a pensar que estas separaciones y exclusiones –en el caso de ser confirmadas- responden a estrategias comerciales señaladas por los departamentos de marketing  de esas editoriales y no a criterios meramente literarios.

En España, las encuestas sobre índices de lectura siempre arrojan como resultado que las mujeres leen más que los hombres, y con una marcada diferencia. He ahí una posible razón comercial para pedir a mujeres que dictaminen sobre mujeres. Un motivo para ponerlas a olfatear lo mal llamado femenino que, en últimas, no es  más que una determinada temática de libros –basados fundamentalmente en los deseos reprimidos y en las discriminaciones de diversa índole vividas por las mujeres-, escritos por mujeres y a los que –en vista del éxito de ventas- ya también se apuntan algunos escritores hombres.

Las represiones a las que hemos estado sometidas las mujeres son situaciones –es cierto, son y fueron reales- y nada más que situaciones o etapas que debimos soportar porque así se nos impuso. Una mujer casada no podía tener un amante porque incurría en adulterio, y eso se pagaba con cárcel. Además, mantener relaciones sexuales  sin la previa bendición matrimonial era objeto de una gran censura moral, se consideraba pecado grave. Ni qué decir de divorciarse que, por otra parte, se hacía casi imposible si tenemos en cuenta que la mayor parte de las mujeres no gozaba de independencia económica, lo que la obligaba a permanecer junto a un marido que ya no quería o con el que se llevaba mal.

Pues bien, ahora que en buena parte del mundo occidental el adulterio ya no figura en los códigos penales, que la mujer se ha incorporado al mundo laboral y ha ido liberando su sexualidad, ésta puede mantener las relaciones amorosas que desee, sin ser castigada o censurada, y separarse de su pareja sin temor al desamparo  porque ya se ha hecho independiente y cuenta con medios económicos para subsistir.

Esos pasos para su emancipación, esos logros en su autonomía, le han abierto el camino para que también  pueda escribir libremente sobre cualquier tema, incluido la realización de sus deseos reprimidos.

Esto nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿Se puede clasificar como literatura femenina aquello que leen muchas mujeres porque ven reflejadas sus propias represiones?  Pienso que no, porque como ya he expresado no creo en tales divisiones y porque lo reprimido no es la esencia ni de lo masculino ni de lo femenino. Es un mecanismo psíquico propio de todos los seres humanos. ¿Y sobre las discriminaciones de que han sido objeto? ¿Se convierten en literatura femenina porque hablen de éstas? No, insisto en que no.

Pero, en fin,  entiendo que toda esa temática alrededor de la mujer venda. Escribir o leer esos libros es una forma de liberación, una suerte de catarsis.

Y caben más preguntas. ¿Se puede hacer literatura con la temática de la represión y la  liberación de esos deseos reprimidos  y en concreto con los de las mujeres? Claro que sí. Ya lo hicieron en el siglo diecinueve dos colosos de la literatura universal que, además, eran hombres: Gustave Flaubert, con Madame Bovary, y Leon Tolstoi, con Ana Karenina, un par de grandiosas obras en las que se esculpieron magistralmente los perfiles humanos de dos ardientes adúlteras y se describieron, con no menos sensibilidad y habilidad, la realidad social y la época que las circundaron. Así que sí se puede hacer literatura con ésta y cualquier otra represión y la fantasía de su liberación. Incluso con aquellas que puedan resultarnos más oscuras y difíciles de aceptar. Sófocles, con su  Edipo Rey, y Eurípides con su Electra  nos dejaron testimonio de ello hace más de dos mil años.

Pero bueno, si deshacer los nudos de la represión femenina vende, si exaltar los momentos en que las mujeres han sido heroínas o científicas destacadas o protagonistas de algo también reporta atractivos ingresos, aceptémoslo como lo que es: una realidad indiscutible que responde a un momento social, amén de una buena noticia para el negocio editorial, que descubrió ahí  un filón para explotar. Imagino que ahora estarán olisqueando como sabuesos historias de mujeres solas, como efecto secundario de la liberación femenina o de lo que muchas entendieron por ella. Pero esto es tema para otro debate de fondo, que ojalá algún día se produzca dentro de un marco de absoluta sinceridad.

Y con esto último doy por concluida mi opinión sobre el reiterado debate literatura femenina- literatura masculina que, sin embargo y a fuerza de discutirlo, me ha llevado a formularme una nueva pregunta: ¿Existen libros marcadamente masculinos o femeninos? ¿Es posible que haya obras concretas en las que el peso de lo uno o de lo otro nos lleve a definirlos como tales?

Pienso que sí, y que los que contengan el peso de lo masculino no tienen que ser necesariamente escritos por hombres o a la inversa. Como ejemplo de esta afirmación hablaré de ese extraordinario relato o novela corta llamado La Balada del Café Triste, de Carson McCullers. Una obra de tan excelsas calidades literarias como lo es la muy celebrada Bartleby el escribiente, de Herman Melville.

La Balada del Café Triste, es una obra en la que  lo masculino pesa notablemente hasta el punto que su autora lo convierte en coprotagonista de la historia haciéndole compartir cartel con ese otro personaje central llamado Miss Amelia Evans.

El primer asomo de lo masculino está nada mas empezar la narración, cuando McCullers nos descubre a ese hombre en cuerpo de mujer que es Miss Amelia: “Era una mujer morena, alta, con una musculatura y una osamenta de hombre. Llevaba el pelo muy corto y cepillado hacia atrás, y su cara quemada por el sol tenía un aire duro y ajado”.

A este inicial  retrato, McCullers añadirá que Miss Amelia siente pasión por los pleitos y tribunales, es huraña, no tiene modales, silba, construye paredes y arregla cobertizos con sus propias manos, regenta una destilería de alcohol y es temida por sus convecinos que la saben rica -en un pueblo pobre-, implacable, violenta y utilitarista. Nada hay  -o nada parece haber- de mujer en este ser que se conduce como un hombre rudo, tosco y montaraz, se acicala con monos de obrero y gruesas botas de goma y el único vestido que posee siempre le cuelga por un lado u otro, muestra de su nulo manejo de la coquetería femenina.

Miss Amelia teme a lo femenino –“…se atrevía con cualquier clase de enfermedades, con una sola excepción: las dolencias propias de las mujeres. Se ruborizaba con sólo oír hablar de aquellas cosas…”- y anhela  y nutre lo masculino, con una serie de comportamientos varoniles que ella extrema quizás para oponerlos a su natural condición de mujer. Se sirve de los tópicos de la masculinidad -ya sabemos que bruto no es igual a hombre, como tampoco lo son bricolaje o albañil- para reconstruirse y fortalecerse. Pues creo que Miss Amelia es de las que piensa que el auténtico poder emana de la fuerza bruta –después de las comidas se toca sus bíceps, quizás para comprobar que los ha alimentado bien, y hace alarde de sus puños apretados cuando quiere manifestar su enfado- y que la sensibilidad y la delicadeza no tienen cabida en lo que ella concibe como el omnipotente mundo masculino. Posiblemente, el trato delicado sea uno de los motivos por los que Miss Amelia rechaza a su marido Marvín Macy, la misma noche de bodas. Para entonces, el joven lleva dos años de verdadera transformación. Ha pasado de ser descarado, pendenciero, audaz y cruel  a educado, respetuoso de Dios y de los hombres, afable y detallista. Marvín Macy ha suavizado su carácter y domesticado su atribulado mundo interior, tras experimentar el amor. El amor embelesado hacia Miss Amelia Evans, que él le testimonia durante dos años quedándose “a la puerta de su casa, con la gorra en la mano, con los ojos humildes y suplicantes, de un gris brumoso”, pero sin atreverse a decírselo. Por su parte, Miss Amelia parece estar esperando que esa declaración se produzca, pues apenas Marvín Macy lo hace, va y se casa con él. A la manera de ella, claro está, con un vestido de novia que le queda esperpéntico y que deja al descubierto sus velludos muslos y sus rodillas huesudas. Pero se casa y, además, del modo más añorado por muchas novias: vestida de novia. No se presenta con su vestido rojo o con uno de los monos de trabajo que tanto le gustan.

En este punto de la narración, empezamos a descubrir las contradicciones internas de Miss Amelia que, estimo, van más allá de lo que hasta ese momento ha sido un claro deseo de masculinidad. Pero ahondemos un poco más en este pasaje de la novela.

Su ¿deseo? por Marvín Macy no acaba en ese altar al que ella llega dando zancadas y del que se va a las volandas, dejando atrás al que acaba de convertirse en su marido. Horas más tarde, y después de comer con acusado apetito la exquisita cena que le ha preparado su cocinero Jeff -¿quién sino Miss Amelia ha podido encargarla?- la pareja de recién casados sube a las habitaciones donde deberán pasar su primera noche de bodas. Ella delante, como siempre, y él detrás. El relato no deja claro qué esperaba experimentar Miss Amelia esa noche, pero desde luego sus expectativas no debieron cumplirse pues pasada media hora de ese primer encuentro ella se precipita escaleras abajo, dando portazos y patadas a las puertas. Sube vestida de novia y baja vestido de chico “en pantalones y chaqueta caqui”, con un rostro tan ensombrecido “que parecía una negra”.

El disgusto, desde luego, debió ser de hondo calado y, a mi modo de ver, está motivado en que esa esperada noche no pasa absolutamente nada de aquello que Miss Amelia anhelaba que pasase. No hay contacto sexual entre la pareja, tal y como deja constancia la narración que cuenta que, al día siguiente de la boda, Marvín Macy “baja con sus galas nupciales y con mala cara” y que “un recién casado hace mal papel si no consigue acostarse con su bienamada y lo sabe todo el pueblo”.

¿Motivos para que no se consume el matrimonio? Es difícil especular sobre algo que no se nos dice y que, por tanto, desconocemos. Sin embargo, y atendiendo a lo que ya se nos ha contado, se puede apuntar a dos posibles causas: 1.- A Miss Amelia no le gusta la forma delicada en que la aborda su marido en la intimidad. Quizás ella está esperando algo más “masculino” o más “salvaje”. 2.- Marvín Macy se intimida frente a ella y simplemente no se atreve a acercársele. No sería de extrañar. Recordemos que tardó dos años en decidirse a abrir la boca y declararle su amor.

Dejando a un lado las especulaciones, y centrándonos en lo narrado, lo cierto es que Miss Amelia le hace pagar caro a Marvín Macy lo sucedido –o lo no sucedido- en esa noche nupcial: se queda con sus bienes, le da palizas y por último lo echa del domicilio conyugal. El resentimiento es de tal magnitud, que a Marvín Macy no le queda reservada la indiferencia. Miss Amelia jamás dejará de referirse a él con amargura y desprecio, a pesar de que el único que es ajusticiado y vilipendiado sin tregua es ese apaleado marido con el que sólo malvivirá diez días.

En todo caso, y aquí retomo lo que había empezado a señalar unos párrafos atrás, este primer y fallido episodio amoroso en la vida de Miss Amelia Evans, nos deja entrever algunos puntos flacos de su esgrimida masculinidad: el traje de novia, la boda misma, el banquete nupcial y su anhelo de sexualidad con un hombre, responden todos a los deseos de muchas mujeres. En esto no es distinta a otras mujeres. Así que pienso que a nivel interno, Miss Amelia tiene un enconado debate entre lo masculino y lo femenino, que no le permite quedarse ni en lo uno ni en lo otro, sino en una suerte de limbo sexual. Quiere lo masculino, sin saber cuál es la esencia de lo mismo –para lograrlo adopta estereotipos extremos-, y tiene deseos de mujer, sin poder cristalizarlos como lo haría una mujer.

La experiencia con Marvín Macy, será la primera de las dos relaciones con hombres que mantendrá  Miss Amelia. La segunda, le llegará en la primavera de sus treinta años cuando a su puerta llegue Lymon Willis, un pequeño hombre de escasos 1.20 metros, jorobado, cabezón, sucio y harapiento que, despierta el interés de nuestra protagonista desde la primera noche en que le ve.

Al igual que Marvín Macy, Lymon Willis se presenta ante ella como un hombre que, no sólo por su aspecto sino también por su actitud –las manos le tiemblan, se le ve inseguro, hambriento y fatigado y llora al hablar- conmueve.

Lymon alega ser primo de Miss Amelia, y ella –sin que medie prueba fehaciente- así lo acepta. El primo Lymon, como ella le llamará en adelante, es el segundo hombre que se atreve a acercarse a Miss Amelia. Y el segundo que ella se lleva a las habitaciones de su casa.

A diferencia de Marvín Macy, el primo Lymon no desaprovecha la oportunidad que se le brinda, y se echa al bolsillo el corazón de Miss Amelia. La empresa sólo le toma dos días, tras los cuales decide volver a mostrarse en público completamente cambiado. Todos los parroquianos que le aguardan curiosos, lo ven descender las escaleras por las que se llega a las habitaciones de Miss Amelia, limpio, insolente y con aire victorioso.

Y no es para menos: lleva puesta una camisa de Miss Amelia -¡quién lo diría!-, utiliza la cajita de rapé que perteneció al padre de ella y la llama Amelia, sin anteponerle el  respetuoso “Miss” empleado por todos los que la tratan.

¿Pero a qué obedece esta inesperada conquista que deja a todos los parroquianos boquiabiertos?

McCullers no lo dice expresamente, pero lo deja entrever cuando cuenta que el primo Lymon, tras bajar las escaleras y enfrentarse a los curiosos “fue examinando ordenadamente las regiones inferiores de cada uno de aquellos hombres desde la cintura hasta los zapatos. Cuando terminó su inspección cerró los ojos un momento y movió la cabeza, como si, en su opinión, lo que acababa de ver no valiera gran cosa. Entonces, con mucho descaro, y sólo para confirmar su veredicto, echó atrás  la cabeza y abarcó en una mirada el círculo de rostros que lo rodeaba”.

Miss Amelia se enamora perdidamente del primo Lymon. Y, como a Marvín Macy, el amor la redime. Se vuelve más sociable y  generosa con sus convecinos, monta un agradable café que da vida al pueblo y hasta llega a vivir épocas en que se le ve sonreír.

A través de su relación con el jorobado, de las atenciones que le prodiga y de las miradas que deja posar sobre él, descubrimos la ternura y la capacidad de amar hasta entonces oculta en Miss Amelia. Y estos rasgos que la humanizan y que le hacen descender y hasta casi desaparecer su reconocida agresividad y dureza,  de alguna manera también nos la hacen percibir más femenina. Sus comportamientos masculinos –el hecho de que siga haciendo ejercicios para fortalecer su notoria musculatura, o que siga enseñando los puños cuando ve peligrar la seguridad de su amado Lymon-, en esta parte de la novela, no la hacen sentir como un hombre en cuerpo de mujer como sí sucede al principio del relato. Nos la hacen ver como una mujer que, a veces, hace mamarrachadas masculinas.

Según mi opinión, este cambio de percepción sobre ella se debe, en primer lugar, a la forma en que ha sido estructurado su personaje. McCullers lo ha hecho con una amalgama de comportamientos extremos. Al bajar la intensidad de los mismos, y en algunos casos desaparecer, Miss Amelia aparece comportándose como lo que es: una mujer que, aunque no sabe a ciencia cierta lo que esto significa, se conduce de manera más o menos natural como una fémina. Además, en este tramo de la novela se nos descubren aspectos de nuestra protagonista que, hasta entonces, no se nos habían comunicado. Por ejemplo, sus manos ya no sólo sirven para levantar muros o atizar golpes, sino que nos las describen como “delicadas”. Y los silbidos no son mostrados como parte de su aspecto masculino, sino que McCullers los describe como que “tenían un no sé qué melodioso y pícaro”. Los silbidos se convierten en signo de felicidad, no de masculinidad.

Todas estas transformaciones y saltos del personaje, nos sitúan a Miss Amelia en una nueva dimensión que hubiera sido impensable si ésta no hubiera conocido el amor. Pues el amor es, para McCullers, la fuente de todas las metamorfosis. El amor hizo cambiar a Marvín Macy de duro en afable, y lo mismo le sucede a Miss Amelia cuando aparece en su vida Lymon Willis.

Por el contrario, el desamor es el causante de múltiples desgracias. Como la reconversión en delincuente cruel que sufre Marvín Macy, tras ser abandonado y ultrajado por Miss Amelia. Y como el  regreso de éste al pueblo de ambos, para ejecutar la venganza que juró en su día contra la mujer que le negó su amor.

La novela vuelve a girar con la llegada de Marvín Macy al pueblo. Pero esta vez, no lo hace a favor sino en contra de Miss Amelia. Su vida, la de ella, deja de ser tranquila y, en cierto modo, feliz y pasa a convertirse en un infierno.

Para empezar, su adorado Lymon Willis se aleja de ella, tras quedar obnubilado y absolutamente prendado de la figura de Marvín Macy. Muy explicable, por otra parte: el ex –convicto posee todo aquello que el primo Lymon no tiene y que, por tanto, anhela. Marvín Macy es alto, guapo, ha viajado y, como se lamenta él ante Miss Amelia, “¡ha estado en el penal de Atlanta!”. Para el jorobado, Marvín Macy es un duro, un “macho”total, refrendado y visado  con su paso por el presidio.

Marvín Macy es un duro de verdad, qué duda cabe,  que mete miedo y al que todos le temen  que, en últimas, es lo que desean Miss Amelia y Lymon Willis. Infundir miedo a los demás para que nadie pueda atacarlos en sus miedos propios. Por esto, ella se vuelve dura y Lymon anhela serlo. Son dos seres igualmente frágiles. Él por ser acondroplásico y contrahecho, y ella por ser mujer y huérfana en un pueblo del sur de Estados Unidos, de los años cincuenta, en el que con toda seguridad imperaba el machismo. Y ser macho, hasta hace muy poco, significaba ser bruto, rudo.

Pero sigamos con la novela. Marvín Macy regresa y el jorobado, desde el día en que lo ve, no  lo deja ni a sol ni a sombra. Da igual que el ex –presidiario lo menosprecie y le de manotazos para quitárselo de encima. Lymon Willis sólo quiere andar con él, sólo tiene ojos para él.

Por su parte, Miss Amelia, monta en guardia cuando ve peligrar su estabilidad y su relación amorosa. El primer arma que emplea en su defensa es su vestido rojo. Ése que le cuelga por todas partes y que ella no sabe lucir, pero que es un claro símbolo femenino. Así que ella recurre, curiosamente y en primera instancia, a un arma de mujer para atraer nuevamente la atención de su amado Lymon. A partir de este intento –será la última manifestación que haga desde un claro sentir femenino-, que resulta infructuoso, Miss Amelia inicia un recorrido de seductoras propuestas a Lymon Willis –lo lleva a realizar todos, o por lo menos lo que ella creía eran todos, sus sueños-, que no consiguen el objetivo de recobrarlo. Sintiéndose fracasar, Miss Amelia opta por retomar su antigua condición masculina. Regresa al estado en el que anteriormente se sentía fuerte y que, a todos luces, visualiza como el único desde el cual es posible presentar una batalla victoriosa. Es como si, de repente,  su paso por lo femenino y por lo dialogante perdiese todo el valor que había ganado. Da la impresión, que la irrupción del malvado Marvín Macy nuevamente en su vida y las pérdidas que la aparición de éste le acarrean, la hubiesen llevado a la siguiente reflexión: “Ser mujer no significa nada, no cuenta. Tampoco las buenas formas para ganarse a los demás. Lo único que vale, el único poder que somete y sale victorioso es el masculino”.

En parte, esto es cierto. Y lo es en este caso, en la medida en que Lymon Willis respeta, admira y desea lo “macho”, lo auténticamente “macho” que, desde luego, Miss Amelia no posee: mal que le pese, ella es mujer. En este aspecto, Marvín Macy es un contrincante imbatible, pues éste sí es capaz de llenar las carencias de Lymon Willis, -que, en apariencia, Miss Amelia satisfacía- muy ligadas a la concepción de masculinidad que tiene el jorobado. Como ya hemos dicho,  el verdadero hombre no es Miss Amelia –aunque ella intente serlo-, es Marvín Macy. Éste que, además de brutal, ayuda a que Lymon Willis pueda desarrollar su propia brutalidad –patente al final del relato-, inhibida, quizás, por sus minusvalías físicas.

Miss Amelia, Marvín Macy y el primo Lymon, tienen algo en común y esto es la sobrevaloración -¿veneración?- de lo masculino. Marvín Macy va de “macho”, Lymon Willis, tras lo “macho” y Miss Amelia  regresa a lo masculino cuando lo reconoce como la única salida posible a su desventura amorosa. Recurre a un doméstico punchingbag y a un fiero adiestramiento en boxeo para recuperar a ese primo Lymon, que ha pasado de seguirla a todos lados a no determinarla y hasta a mofarse de ella. A un Lymon que le ha impuesto a Marvín Macy –primero lo sienta todos los días en la mesa de Miss Amelia y luego lo instala en la casa de ella-, a sabiendas de que no recibirá admonición ninguna, a pesar del odio que Miss Amelia le profesa a su ex –marido. Después de cuatro años de convivencia, el jorobado ya debe saber con certeza que Miss Amelia acatará todo lo que a él le venga en gana, pues ella teme quedarse sola.

Y de aquí saltemos al final del relato. Miss Amelia se trenza en una violenta lucha con Marvín Macy, con la vana ilusión de demostrarle a Lymon que ella es más fuerte que el ex -convicto y así recobrar su atención. Sin embargo, pasada media hora de duro combate y cuando ella ha vencido a su adversario, Lymon Willis hace volcar el resultado. Se lanza enloquecido sobre ella y la obliga a soltar al vencido Marvín Macy.

La narración no entra en detalles sobre lo que pasa a continuación. Simplemente, dice que Marvín Macy termina vencedor de la contienda. Entonces, Miss Amelia llora por primera vez en el relato. Y yo creo que lo hace por tres motivos: por no ser la elegida de Lymon, lo que demerita su supuesta –la de ella- masculinidad;  por la perdida de poder que conlleva haber sido vencida públicamente. Ya hemos señalado que ella iguala poder a masculino; y porque el poder masculino –ése al que ella le concede tanto valor- la ha terminado doblegando.

Perdido el objeto de su amor y vencidos sus valores, ¿qué le queda a Miss Amelia Evans?

El encierro. Ésa es su opción. El enclaustramiento de por vida, que es lo mismo que matarse. La vida pierde para ella todo significado.

Esta conferencia fue pronunciada por Alba Pérez del Río, el pasado mes de noviembre,  en el Instituto Cervantes de Berlín.

Alba Pérez del Río (Barranquilla, Colombia, 1959) es licenciada en Derecho y diplomada en Comunidades Europeas. Fue Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (Colombia), en la modalidad de crónica, en 1985. Desde mediados de ese año reside en España. Tras Jardín de Moras publicada en 2002,  se encuentra en vías de publicación su segunda novela, El señor de Tambao.

 

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