29 enero 2010

El desajuste del mundo

Como muchos de nuestros mejores autores contemporáneos (entre los que podemos incluir a Roberto Bolaño, Le Clézio, Claudio Magris o Murakami, por citar sólo a algunos), a Amin Maalouf cabe situarlo dentro de una escuela de “escritores-puente”, hombres de letras que han integrado diferentes culturas y tradiciones, sin renunciar a sus identidades pero cuidando celosamente de no quedar enterrados bajo las mismas, sepultados bajo el peso que las banderas deja sobre aquellos que las asen con demasiada obstinación. Con otro destacado narrador y ensayista de nuestro tiempo, Orhan Pamuk, comparte además el papel de mediador, que no de equidistante observador, entre dos mundos que parecen alejarse a ojos vista pese a que jamás estuvieron tan juntos y revueltos. Los dos frentes de esta guerra ideológica, Occidente y el Islam, ya no están separados como en las guerras de antaño -pese a los muros que aquí y allá proliferan-, por impermeables fronteras, razón de más para que este escritor libanés, al que podríamos poner la etiqueta de “comprometido” si la palabra no resultara ya tan equívoca ni estuviera tan desprestigiada, se lance, con un lenguaje sencillo pero vigoroso, a intentar desentrañar las causas que nos han conducido hasta aquí y a proponernos algunas recetas que puedan paliar los devastadores efectos que el crecimiento del fanatismo, la exclusión o la violencia están acarreando a millones de personas en todo el mundo y que suponen una grave amenaza para la supervivencia de las generaciones futuras. 

Nacido en Beirut en 1949 en el seno de una familia de origen cristiano, con solo 22 años Maalouf, continuando la tradición familiar, comenzó a trabajar como periodista, lo que le permitió, en ocasiones en calidad de reportero de guerra, recorrer países como la India, Bangladesh, Argelia, Etiopía, Somalia, Kenia o Yemen.

En 1977, dos años después del comienzo de la guerra civil libanesa, Maalouf abandonó su país y se estableció en Paris, ciudad en la que ha residido desde entonces.

Desde que en 1983 apareciera su primer libro, Las cruzadas vistas por los árabes, su obra ensayística y literaria ha estado marcada, como en todos aquellos autores en los que late una doble identidad -bajo la que subyace en un estrato más profundo un deseo de universalidad-, por un afán de reconciliación entre culturas en el que no encaja ni el simplista concepto de “guerra de civilizaciones” con el que algunos pensadores actuales pretenden atrapar el presente y proyectar un futuro que pareciera escrito de antemano, ni la multiculturalidad a la carta que desde Occidente pretendió adoptarse en aras de una armónica convivencia que inmediatamente se demostraría inviable.

Maalouf, por utilizar una sugerente alegoría que dibuja el propio escritor libanés al final de su último libro, es un alpinista al que los continuos dramas que el mundo ha padecido y padece, no le han apagado el deseo de seguir atacando cumbres. La tentación prometeica no ha perdido un ápice de su impulso, la “aventura humana” le sigue fascinando lo suficiente como para no quedarse cruzado de brazos ante la aniquilación que la acecha.

Porque se trata, claro está  de una aventura sumida en la incertidumbre, a la que siempre le sobran o faltan piezas, desencajada, arriesgada, caótica, a la deriva. “Hemos entrado en este siglo nuevo sin brújula”. La frase que abre el libro no puede ser más elocuente acerca de los riesgos que, para el libanés, afrontan nuestras sociedades. En los terrenos intelectual, financiero, climático, geopolítico, ético… Allí donde posemos nuestra mirada podemos percibir la envergadura de un desajuste que amenaza con abocarnos a una regresión capaz de echar por tierra los esfuerzos que generaciones de hombres han invertido en su empeño por edificar un mundo mejor.

El horizonte no puede ser más sombrío. Nuevos peligros “sin parangón en la Historia”, asoman por doquier. Después de que, con la caída del muro de Berlín la supresión de la amenaza de un cataclismo nuclear, consecuencia del fin del enfrentamiento entre los dos bloques antagónicos que protagonizaron la “guerra fría” resultase desactivada, el mundo pareció de golpe ser azotado por un viento cargado de esperanza. Pero las grandes expectativas que se crearon pronto zozobraron ante la realidad de un planeta que solo en apariencia se encaminaba hacia un horizonte de paz y orden.

La victoria de Occidente, según Maalouf, produjo su propia debilitación. Es decir, al imponer su modelo, modificó drásticamente los equilibrios que durante décadas habían conformado la política mundial. Así, su victoria sobre el comunismo, lejos de servir para extender su prosperidad más allá de sus fronteras culturales, únicamente aumentó el recelo en los países del Tercer Mundo. Ésta es una de las tesis principales de El desajuste del mundo. El hecho de que la civilización occidental, pese a crear más valores universales que cualquier otra, se ha mostrado sin embargo incapaz de transmitirlos adecuadamente. Entre el deseo secular de las potencias occidentales de civilizar al mundo o simplemente dominarlo, con demasiada frecuencia dominó esta segunda pulsión. Es decir, al tiempo que enarbolaban los principios más nobles luego se abstenían de implantarlos en los territorios conquistados. Las consecuencias de este desajuste no pueden estar más a la vista. Frente a la intolerancia y a la barbarie del mundo árabe, señala el autor, se alza la arrogancia e insensibilidad de su Némesis occidental, de tal modo que allí donde hipotéticamente los dos mundos han confluido, el resultado no ha podido ser más desolador. El ejemplo lo tenemos en Irak, donde los Estados Unidos y sus aliados ofrecieron la más elocuente muestra de cómo nunca podrá una autoridad imponer su gobernanza sobre el mundo con tal déficit de legitimidad, entendiendo por tal –según Maalouf- aquello “que permite que los pueblos y los individuos acepten, sin excesiva coerción, la autoridad de una institución encarnada en hombres y considerada portadora de valores compartidos”.

Atatürk pudo acabar con la dinastía otomana, abolir el califato, imponer el laicismo, implantar el alfabeto latino, en definitiva, darle la vuelta a Turquía como a un calcetín, porque le había devuelto la dignidad a su pueblo. Otros muchos lo intentarían más tarde, Nasser o Sadam, sin ir más lejos, pero fracasarían. Las derrotas bélicas ante el pequeño y joven Estado Judío de Israel resultarían toda una cura de humildad (y una incesante fuente de rencor) para las naciones árabes del entorno. La errática política poscolonialista de las potencias occidentales solo ensancharía y ahondaría la fractura que separaba al resto del mundo de un enardecido Islam. Maalouf apunta las claves que explican cómo todo lo acontecido en el mundo en las últimas décadas ha contribuido al triunfo de las tesis de los islamistas en el seno de las sociedad árabes: los fracasos de los regímenes nacionalistas árabes que desprestigiaron esta ideología, que empezaron a considerar como una importación de Occidente; la aceleración de la mundialización y la necesidad de abrazar una ideología global “que dejase atrás las identidades locales”; y finalmente la desaparición del bloque soviético, paradójicamente el hecho que decretaba el triunfo global de Occidente (el “fin de la historia”, como se apresuraron a decretar los analistas del momento).

Esta pérdida de referente resultó a la postre funesta para Oriente. Pero, para Occidente en su conjunto también vendría acompañada de no pocas calamidades: “al convertirse en modelo único, el capitalismo perdió un detractor útil y seguramente insustituible, que le criticaba los resultados sociales y le buscaba las cosquillas en lo referente a los derechos de los trabajadores y las desigualdades”. Sin ese “correctivo” el sistema degeneró velozmente. El dinero y la forma de ganarlo se convirtieron en algo “obsceno”.

A quien le pueda llamar la atención esta paradoja quizá le sorprendan no menos otras que Maalouf dibuja en el libro y que chocan con las creencias corrientemente extendidas. Así, los Papas cristianos, por ejemplo, son entrevistos en el libro como un símbolo de Progreso, pues más allá de erigirse en guardianes de la ortodoxia, “contribuyeron a la estabilidad intelectual de las sociedades católicas, incluso su estabilidad  a secas”. La existencia centralizadora de una Iglesia, la conformación de un clero es justo de lo que carecieron los califas, quienes se encontraban desvalidos frente a los sultanes, visires y comandantes militares, que campaban por sus respetos, de tal forma que mientras el enorme poder de los papas desembocaba en una merma del espacio religioso en las sociedades católicas, en el anticlerical Islam, la ausencia de una institución eclesiástica fuerte, favoreció que lo religioso termina inundándolo todo. 

Entre “victorias engañosas”, legitimidades extraviadas” y “certidumbres imaginarias” se desenvuelve el análisis de Maalouf de las “dos mandíbulas de la barbarie” que aprisionan a nuestras sociedades y que parecen llevarlas a un callejón sin salida. Y si bien es cierto, que en este relato no hay ni buenos ni malos, al final no la culpa, pero sí la mayor parte de la responsabilidad a la hora de encontrar soluciones se la carga a Occidente. Es aquí donde están las ‘llaves’, donde se encuentra el modelo universalmente válido que hay que saber adaptar. Por eso es tan importante recuperar la confianza de los inmigrantes, aquellos que han de servir de “intermediarios elocuentes de sus relaciones con el resto del mundo”. De su integración puede depender el resultado de “la gran batalla de nuestra época”. Ellos son el veneno o el antídoto. El punto de partido es totalmente desventajoso. Sus identidades han sido gravemente dañadas, “enarbolan las señales de su pertenencia original y se comportan a veces como si su residencia adoptiva fuese territorio enemigo”. Esto es especialmente evidente entre los árabes, extranjeros en todos sitios, humillados, vencidos. Desesperados.

La máquina de integrar, dice Maalouf está atascada y no será desde el multiculturalismo, o más concretamente desde el “comunitarismo” y su ampliación en “tribus planetarias” como nos libraremos de los enfrentamientos que se anuncian. Hay que apostar por la otra visión, la pluralista, aquella que presenta a una “humanidad consciente de su destino común” y “unida en torno a los mismos valores esenciales”, pero que sigue desarrollando “las expresiones culturales más diversas”.

Frente a quienes han decidido dejar de luchar, aún a costa de inmolarse y llevarse de paso las vidas de aquellos que se encuentren dentro del radio de su cinturón de explosivos; frente a quienes apuestan por ponerse a cubierto “a la espera de que pase la tormenta”, Maalouf encuentra una tercera vía (un desfiladero, podríamos decir por completar la imagen), la que recorren quienes consideran que hay que “clausurar la Historia tribal de la humanidad, la Historia de las luchas entre naciones, entre Estados, entre comunidades étnicas o religiosas, y también entre civilizaciones”.

Entrar en esta nueva fase supone “volver a inventarlo todo: las solidaridades, las legitimidades, los valores, los puntos de referencia”. Y esta salvación, pasa en primer lugar “por la cultura”, por desarrollar una “vida interior floreciente”, por dar a la enseñanza “el lugar prioritario que le corresponde”.

Las palabras del autor de León el Africano nos suenan a música celestial. Su llamada a un nuevo humanismo, a una solidaridad  “que pueda trascender las naciones, las comunidades, las etnias, sin acabar con la plétora de las culturas”, nos solaza. Pero, ¿no será que nos encontramos ante uno de esos “optimistas antropológicos”? ¿Ante otro idealista contumaz? ¿Ante alguien cargado –como él mismo señala- de “buenos deseos”? Puede que algo de esto también exista, pero es fácil convenir con Maalouf en que, llegados a este estado de nuestra evolución, ante los acuciantes retos que la humanidad tiene por delante, y los innumerables peligros (políticos, sociales, medioambientales…) de los que se encuentra sembrado el porvenir, a nuestra especie solo le quedan dos opciones: implosionar o metamorfosearse. 

Ni que decir tiene que el libanés ha elegido la segunda. La vía de quienes confían en que la humanidad se dará cuenta de que “en la frágil balsa en que navega, vive una aventura común” y anhelan, por lo tanto, que pueda por fin clausurarse esta “Prehistoria demasiado larga”.

Algunos indicios, escarba el autor que podrían mover a la esperanza. Pero, ¿serán suficientes”. Al fin y al cabo, señala, “El tiempo no es nuestro aliado, es nuestro juez, y ya estamos con un aplazamiento de condena”.

 

Texto: José María Matás

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