15 febrero 2010

Las grandes familias

Una manera efectiva para situar y dar conocer a todos los personajes de una novela es colocándolos alrededor de la cama de un moribundo, oyéndolos hablar del enfermo, o más bien de ellos mismos. Otra forma de hacerlo es ubicando a estos mismos personajes alrededor de la tumba del que fuera moribundo, en su entierro. En estos dos escenarios comienza la novela de Maurice Druon, Las grandes familias (Libros del Asteroide) prólogo y capítulo primero, respectivamente. La extinta vida de un poeta le sirve al autor para presentarnos a los actores de una familia importante y otros personajes satélites, en su mayoría con intrigantes y mezquinas aspiraciones. Una puesta en escena muy teatral, con resonancias casi épicas para iniciar la narración del declive de la Gran Familia Francesa, en general. Comienzo indiscutible.

Un París de entreguerras donde el gran empresario y director de un periódico (Noël Schoudler) intenta mantener su dignidad a toda costa; sus hijos, suplantarle pronto (François), o vivir de las rentas (Lulu) mientras gasta su fortuna engañado con alguna tardía aprendiz de cocotte decadente (Sylvie Duval), actriz, y pelirroja, por supuesto; otro aprendiz (Simon Lauchame), esta vez de crítico, estudioso y biógrafo del gran poeta que medra hasta ser miembro destacado de la administración. Más personajes actúan y dialogan en la novela, todos unidos por la necesidad del “dinero, el lujo, la obra de arte, el libro, el plato raro, el vino, la palabra, el adorno”, cualquier capricho inexcusable para ellos que les haga mirarse a sí mismos como herederos del espíritu más puro (léase francés), lo quieran o no, de Luis XIV.

Pero ¿qué poeta muere rodeado de todos estos personajes? Jean de La Monnerie, un gran poeta nacional e ilustre académico. La elección de la muerte de un poeta –un símbolo- por parte de Druon no es sino una alusión directa a otro símbolo de la Francia sumida a los cambios heredados del fin de siglo. Sólo en Francia un poeta, un miembro de la Academia, puede evocar a la figura de un rey y representar el espíritu de la nación. Tras la muerte del gran poeta se descubren las vergüenzas de una República desalojada de la palabra por politiqueos e intereses más mundanos. Ser académico y poeta supone representar la esencia de una identidad más allá de lo cultural o lingüístico. El propio Maurice Druon fue un académico conservador en la línea de André Thérive, defensores de la pureza de la lengua francesa, enemigos de extranjerismos, vulgarismos e incluso de la literatura del lenguaje “de la calle”, caótica y directa como la de Céline.

Druon, a la manera del Balzac de La muchacha de los ojos de oro, tiene párrafos en los que desata su ingenio para calificar y describir con exquisita crueldad y realismo a la sociedad parisina en una sucesión de proposiciones e imágenes descriptivas cerca del “vértigo de las listas” (Eco), capaces de hacer de cada frase un trazo que señala un punto en el que vemos las vergüenzas de los habitantes del cuadro. Sólo a veces, en su necesidad de dejar las cosas muy claras, cae Druon en el inadvertido exceso de apuntar más allá de lo necesario, cuando la sola imagen sumada al diálogo lo sugiere todo. Como por ejemplo, durante la narración, mientras se acerca un zeppelin alemán bombardeando la ciudad, la señora de La Monnerie apunta y el narrador señala:

 

-Jean, vamos a tener que marcharnos si no queremos llegar tarde a la ópera –dijo recalcadamente la palabra “ópera”, para dejar bien sentado que la presencia del Zeppelin no introduciría ningún cambio en el programa de su velada.

 

La acotación del narrador podría terminar con la palabra “ópera”. Incluso podría haber evitado la acotación y dejar sólo la parte dialogada de la señora de La Monnerie. Según había sucedido la escena en el hospital, con el zeppelin amenazante, hubiéramos sabido que la gran señora de La Monnerie quería dejar bien claro que ni un bombardeo evitaría su cita obligada con la ópera.

Hay algún ejemplo similar más de esta necesidad de puntualizarlo todo, a veces con un tono enrabietado más que mordaz –aunque tampoco faltan los momentos satíricos-, muy al estilo de Zola. Pero no es falta que desmerezca una novela completa que nos deja con ganas de, por ejemplo, querer saber más del mediocre Simón, personaje que entra y sale, tan presente en el inicio de la novela, y que esperamos retomar en el segundo volumen de la trilogía. Esta historia así lo merece.

Algunos pueden afirmar que es un libro demasiado clásico, muy realista o incluso muy francés -sobre todo por el momento en que fue publicado, 1948-, que no aporta demasiado, etc. cuando en su lucha por exigir un espacio legítimo para “otras literaturas” excluyen estas otras formas al parecer menos “valientes”, si esto significa algo en literatura. Aparte de querellas de antiguos o modernos, todo lo que se llame literatura se puede dividir en buena o mala literatura, sin más, y esta novela de Druon, sin alcanzar quizá las sutilezas de algunos de sus predecesores patrios, estaría en el primer grupo. Sin duda.

José Antonio Vázquez (Equipo Dosdoce)

 

 

 

 

 

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