04 febrero 2006

Rodrigo Fresán

Rodrigo Fresán es alto. Realmente alto. Esta primera impresión no suele notarse en las fotos de las solapas de sus libros o en las entrevistas por televisión, en las que aparece sentado. Pero es alto, delgado y con una voz muy particular, que mantiene aún gran parte de su entonación y expresiones argentinas, a pesar de vivir en Barcelona desde 1999.

Conocido para algunos por sus columnas en la contraportada del diario argentino Página 12 (que aún sigue escribiendo) o por sus reseñas sobre libros en el periódico El País, es ante todo, escritor. Y lector, como puntualizará él mismo. Autor de varios libros de cuentos y novelas, acaba de publicar en España una versión revisada y aumentada de Vidas de Santos (Mondadori, 2005), cuyo original vio la luz en Buenos Aires en 1993.

Dosdoce (D.d.): ¿Por qué elegiste Barcelona como lugar para vivir?

Rodrigo Fresán (R.F.): La gente cuando dice “Sudamericano en Barcelona” tiende a pensar automáticamente que uno está atraído por el fantasma del boom, la experiencia europea y las tertulias, y etc. etc. etc., pero nada más lejano en mi caso… En realidad, vine por motivos muy personales: uno de ellos, desde el punto de vista profesional, es que yo ya llevaba muchísimos años en la redacción del diario argentino Página 12, adentro, más siete años en la redacción de una revista de una tarjeta de crédito… Entonces empezaba a sentir la fatiga de materiales, realmente… No sólo la fatiga de materiales, sino la fatiga de estar tragándome el humo de toda la redacción cuando yo nunca fumé en mi vida… Estaba un poco cansado.

Entonces le propuse a Ernesto Tiffemberg (director de Página 12) venirme a Barcelona. Les pareció bien la idea, porque venir a Barcelona no es sólo cubrir cosas que ocurren aquí, sino todas las personas que pasan por Barcelona y a las que desde Buenos Aires no hay acceso… Yo también tenía ciertas conexiones aquí, tenía ciertos amigos, era muy amigo de Enrique Vila-Matas, amigo de Jorge Herralde –que fue mi primer editor aquí, en Anagrama-… Amigo de Beatriz de Moura y de Toni López que me editaban en Tusquets… Entonces, era un sitio interesante para venir, y lo ha sido.

D.d.: Acabas de reeditar Vidas de Santos, que se publicó en 1993 en Argentina. ¿Por qué este libro y en este momento?

R.F.: Surgió básicamente porque yo tengo la inmensa y nunca bien ponderada suerte de tener un editor que es un editor de autores y no de libros, un editor al que le interesa publicar todo lo mío. Publicó primero Mantra, que era un libro que por encargo de él; luego “rescató” –como se dice aquí- La velocidad de las cosas, con cuatro cuentos nuevos; luego publicó Jardines de Kensington, y ahora publicó éste. Lo quería publicar porque era un libro que estaba desaparecido, incluso en Buenos Aires tampoco existe. Era un libro físicamente desaparecido, entonces lo va a enviar a Buenos Aires, donde va a tener una especie de segunda vida, o segunda venida, teniendo en cuenta que pasa por el lado de Jesucristo la cosa, y… la verdad es que me parecía bien que lo rescatara, tanto desde un punto de vista narcisista como económico, porque obviamente algo recibí a cambio.  Pero la verdad es que fue bastante sorprendente, era un libro con el que tenía ciertos problemas, era mi segundo libro, que fue un libro muy extraño en comparación al anterior –que era Historia Argentina, y que tuvo mucho, mucho éxito en Argentina-… Y era un libro que cuando salió era muy desconcertante: era mi segundo libro, pero aparentemente no había relación con el anterior. Y ahora con todos los libros que vinieron después, ya no lo veo como una ruptura con el libro anterior, sino como una puerta a los libros que vinieron después. Entonces, cuando lo tuve que revisar, retoqué algunas cosas, le agregué un par de cuentos, y fue bastante gratificante la verdad. Y bueno, salió ahora, porque ya hace dos años que salió Jardines de Kensington, entonces te da una especie de valor y de oxígeno hasta terminar el otro libro, y tener una presencia más continuada… Yo antes escribía más rápido, pero claro, los criterios de calidad que uno se va exigiendo son mayores, entonces se justifica… Y también el cuerpo ya está un poco agotado, le gusta más leer, ver televisión, qué sé yo…

D.d.: ¿Cómo es tu relación con el libro como objeto? ¿Te consideras “fetichista” con respecto a ellos?

R.F.: Sí, aunque me gustan las ediciones de bolsillo también. Me gustan mucho las ediciones de bolsillo norteamericanas, con esos relieves absurdos que les ponen… Siempre digo que, junto con la rueda, probablemente sea el objeto que menos ha evolucionado porque ya nació perfecto. Si bien yo disfruto mucho de estas cosas de “audiolibro” o “libro por internet”, me gusta cuando surge, que es como una gran innovación, y luego va fallando y cayendo en el olvido, y el libro continúa su marcha… Y siempre digo lo mismo, a mí me gusta mucho que el mecanismo del libro formalmente sea igual al de una puerta; a mí me parece que no es casual: que se abre igual y uno entra y penetra allí. A diferencia de lo que puedas leer en un ordenador que es como una ventana: la ventana siempre te acota los límites del paisaje, en cambio la puerta no, porque pasás al otro lado.

Yo soy completamente fetichista: me encanta comprar libros que no voy a leer nunca; me gusta el acto de comprarlos y tenerlos. Me gusta comprar varias ediciones de un mismo libro, sobre todo de libros que me gustan mucho… Es un elemento central el libro; me gusta robar libros. Aunque ya no puedo robar, sería bastante vergonzoso ser atrapado, pero cuando era inédito, robé muchísimos. Pero muchos, muchos… Una vez con un amigo –que también era un buen robador de libros- hicimos una apuesta en la Avenida Corrientes, cuando había muchas librerías (creo que todavía hay bastantes): fuimos a Corrientes y Callao y nos pusimos uno de cada lado de Corrientes, y la idea era llegar hasta Cerrito [1] habiéndonos robado por orden los siete tomos del En busca del tiempo perdido de Marcel Proust en librerías sucesivas.

D.d.: ¿Lo lograron?

R.F.: Sí, yo lo logré. Él no. Él creo que robó cuatro, tres, no llegó. Me gustaba, me gustaba mucho ir a la Feria del Libro de Buenos Aires a robar libros. Esto se acabó con toda la cosa esta digitalizada, que suenan… Es como que llegó la edad electrónica y acabó con el romanticismo del robo de libros…

D.d.: Roberto Bolaño también robaba libros… ¿Es como una necesidad, es por no tener el dinero para comprarlos…?

R.F.: No, es como Robin Hood, robarles a los ricos para el pobre que es uno. Pobre tal vez no en el sentido económico, pero sí pobre en tener la necesidad de tener ese libro que uno no tiene; uno es más pobre por no tenerlo, qué se yo… De todas maneras, me doy cuenta de que perdí el don. Lo más extraño de cuando robaba libros es que yo sentía, físicamente, una especie de aura que me hacía invisible, y que efectivamente era así, porque he salido de librerías con libros de este porte (indica con sus brazos un tamaño enorme), así, al hombro, y no me veían. Era una cosa que tal vez, la gente me miraba y decía “no, no puede ser que se lo esté llevando de una manera tan evidente”… Pero ahora ya no lo siento más.

D.d.: ¿Se acabó el aura?

R.F.: Yo creo que cuando publiqué se acabó. Porque empecé a tener intereses, empecé a ser parte del negocio, digamos. De todas maneras, uno de los momentos más gratificantes fue ver a una persona robándose un libro mío cuando yo estaba en una Feria del Libro y que viniese a que yo se lo firmase. Cuando se lo firmé le dije “te agradezco mucho que te hayas robado este libro”, pero también  le dije “está todo bien, genial”. Me encantó. Me encantó que alguien se arriesgara a robar un libro mío.

D.d.: ¿Recuerdas qué libro era?

R.F.: Debería ser Historia Argentina, alguno de esos, los que firmaba en la Feria del Libro…

D.d.: Hubo claramente un antes y después, con ese libro… Fue además tu primer libro, con lo cual debe haber sido impresionante, ¿verdad?

R.F.: Yo tuve mucha suerte… Mucha gente lo ve de otra manera y dice: “en Argentina nunca tuviste tanta repercusión como con tu primer libro”, y si eso no me causa algún tipo de resquemor… Y yo digo que no, que todo lo contrario, que eso fue como haber rendido una materia[2] con la mejor nota y luego no pensar ya nunca más en eso… Pero fue muy raro, porque yo no era absolutamente nadie, y salió el libro, y estaba arriba del puesto de ventas… Y además era un libro de cuentos, que se supone que no vendían, de un autor desconocido… Eso también me causó muchos problemas, a breve y todavía a largo plazo, porque el éxito de ese libro acabó o tiró por tierra tantas constantes inamovibles… La gente es envidiosa, qué se yo… Pero bueno, digamos que prefiero la envidia de la gente y que me haya ocurrido…

No tengo ninguna expectativa además: fue como cumplir absolutamente todas las fantasías más absurdas y ridículas. Tenía 27 años cuando publiqué el primer libro…

D.d.: Muchos lectores identifican a los personajes con el autor, y luego reclaman o se enojan con el escritor por actitudes de sus personajes… ¿Te ha sucedido esto?

R.F.: Eso le pasa a la gente que lee poco. Piensa que toda la primera persona es verídica. Mucha gente estaba segura de que yo había estado en la guerra de Malvinas, por ejemplo. O que había estado en un restaurante de Londres trabajando… Pero son cuentos; por el solo hecho de que esté en primera persona, ¿vas a pensar que me pasó a mí?

D.d: ¿Cuál es tu idea del concepto de “escritor”?

R.F.: A mí me gusta divertirme escribiendo, y además no perder para nada la parte del lector. Siempre digo que a los escritores se los puede describir mediante dos grandes grupos: están los escritores que leen –que para mí son estos escritores modelos, tipo Saramago, Sábato, un poco “pontificantes”- y demasiado compenetrados, para mí, con el mundo de la no ficción, en el sentido de su relación con la realidad; para mí es un poco “higiénica”; a mí me gusta la idea del escritor un poco más apartado de la realidad, no tan enrollado ni tan combativo, ni tan militante con cuestiones sociales. No me parece que esta sea la verdadera misión del escritor.

Y del otro lado, están los lectores que escriben. Yo me siento más un lector que escribe en ese sentido.

Yo pienso en el escritor como un caballero de fortuna: cada uno por su lado, y que de repente tu galeón se puede cruzar con el de Vila-Matas y nos saludamos, lanzando cañonazos, pero cada cual va por la suya…

Básicamente, uno empieza a escribir porque le gusta estar solo. Uno empieza leyendo a solas, entonces quiere escribir a solas.

D.d.: ¿Y cómo se conjuga el trabajo a solas con la labor de crítico literario?

R.F.: Yo no hago crítica, no me siento crítico… Ahí me siento como haciendo una tarea “evangélica” porque yo básicamente hablo de los libros que me gustan. Es muy difícil que encuentres una crítica negativa mía, que debo haber escrito tres o cuatro, en las cientos que he escrito. En el sentido de que no me gusta hacer malas críticas porque básicamente tampoco leo libros malos. Si hay un libro que no me gusta no tengo porqué leerlo hasta el final. Siempre hay un libro bueno sobre el que se puede escribir en lugar de ese libro malo, entonces, ¿porqué voy a seguir leyendo un libro malo hasta el final?

Para eso creo que ya hay críticos profesionales. Entiendo también la necesidad de hacer una mala crítica sobre algún monstruo sagrado… pero hacer una mala crítica sobre una primera novela de alguien… Me parece que hay muy poco espacio para criticar libros, entonces creo que la omisión o el silencio en alguno de estos casos es también una especie de crítica. En todo caso, prefiero eso. Pero te digo, simplemente, todos los lugares en donde yo hecho crítica, pasando desde la revista de tarjeta de crédito de Diners, pasando por Página 12 hasta El País, en el 99,9 por ciento de los casos, han sido casi siempre sobre un buen libro. Porque si no me proponen un libro que saben que me interesa, no lo hago. Porque no tengo ganas de leerlo, básicamente. Pero tampoco la recompensa económica es tan tentadora para que uno diga “me tengo que leer esto”.  A mí me gusta hablar de las cosas que me gustan. Está esa famosa frase de Michel Foucault, que dice “hablemos solamente de las cosas que nos gustan”. A mí me parece muy bien en ese sentido. Siempre he tratado de mantenerla; esto que no quiere decir que escribir bien sobre los libros sea más fácil que escribir mal sobre los libros. Muchas veces es mucho más fácil escribir negativamente y mucho más –entre comillas- divertido; pero a mí me gusta escribir bien y además escribir reseñas que tengan cierto ritmo narrativo. Entonces, me exigen cierto trabajo, por más que las hago rápido; no me interesa “gastarme” en describir un libro.

D.d.: Hablando de “hablar de cosas que nos gustan”, Bolaño decía que se divertía mucho hablando de literatura contigo…

R.F.: Yo llegué a Barcelona y a los dos días éramos como amigos íntimos. Pasó como una cosa así, rara, de ésas… Pero hablábamos más de “Gran Hermano” que de literatura. La verdad es ésa. Hay que aclararlo porque la gente tiende a pensar que se juntan dos escritores y están en la playa, junto al mar, y con la cabellera al viento, entonces uno dice “Baudelaire” y… No, la verdad es que hablábamos  mucho de cine malo; a los dos nos gustaba mucho el cine malo, ver películas malas, las que dan por la tele… A mí me gusta mucho incluso la literatura así, trash, de best sellers conspirativos… Yo soy un gran aficionado al género del Código Da Vinci por ejemplo. El Código Da Vinci es muy mala. Pésima, hay libros infinitamente superiores. Entonces hablábamos mucho de eso, y –bueno, él lo decía- nos “repartíamos” lecturas -él leía muchísimo-. Entonces, muchas veces nos contábamos libros que el otro no iba a leer. Nos repartíamos como “zonas”: él leía Europa Oriental y yo leía Estados Unidos… pero éramos muy amigos, la verdad que sí. Igual que con Enrique (Vila-Matas), son escritores con los que yo me siento muy identificado, porque me parece que son lo que te digo, básicamente lectores, para los cuales las raíces de ellos no están puestas tanto sobre el terreno, sino sobre la biblioteca, ¿no? Creo que viene de (Jorge Luis) Borges, en el sentido de eso, de que la falta de tradición sea una forma de tradición, finalmente, y que pase la cosa por la biblioteca, por las lecturas. Eso del lector que escribe, es una cosa muy argentina también: está en (Ricardo) Piglia, está en (Julio) Cortázar… No es nada nuevo.

D.d.: Con la inauguración de la biblioteca Jaume Fuster de Barcelona, presentaste la charla con Salman Rushdie. ¿Qué tal fue esa experiencia?

R.F.: A mí me pareció genial. Yo lo admiro muchísimo. A mí me gusta mucho, y me siento muy próximo –con las diferencias del caso- en un tratamiento de la cultura popular, y de la cosa pop, y del cine, y de la música, y de la cosa un poco esperpéntica y freak bastante similar… La pasé genial, la verdad es que estuvo muy bien, y después nos fuimos a comer… A mí me encantó hacerlo.

D.d.: ¿Sueles leer las críticas sobre tus libros?

R.F.: Sí, las leo, pero yo siempre digo que las críticas a quienes realmente  importan son a tu madre y a tu editor. Son las dos personas que realmente tienen un interés puntual… Obviamente, si leo una crítica buena, me pongo contento y si leo alguna crítica mala puedo tener… O sea, no tengo problemas con las críticas malas; tengo problemas con las críticas malignas, que es una cosa diferente. Una de las cosas inteligentes que dijo (Ernest) Hemingway fuera de sus libros –que decía estupideces generalmente- fue “nunca te creas una crítica buena porque después estás obligado a creerte las malas también”.

Yo respeto muchísimo las críticas de cuatro o cinco lectores piloto-ideales que tengo, que son las críticas que me valen, porque me las hacen cuando todavía estoy a tiempo de salvar algo, antes de entregar el libro… Después, ¿qué voy a hacer? Y hablo de esto con una especie de elegancia, porque tengo muy pocas críticas malas. Al menos por escrito. Hablar mal, claro, pero gente que lo haya puesto por escrito, muy poca. Debo haber tenido tres, o dos… Y sólo de una de ellas aprendí algo… Pero también, una crítica mala debería tener la obligación de hacerte ver algo que no viste, y generalmente las críticas malas no se ocupan de eso; se ocupan de otras cosas, de lo que no le gusta al crítico.

D.d.: Esas son las malignas…

R.F.: No, las malignas son las que están hechas con mala leche, con ganas de joderte.
Muchas veces hay una crítica mala –que para mí es una crítica mala, mal hecha- que es cuando el crítico dice “a mí no me gustó esto”, pero a mí no me importa que a vos no te haya gustado; quiero decir, desde un punto de vista comunicativo, a la gente no tiene porqué interesarle qué es lo que no le gustó al crítico personalmente; tiene que explicarle qué es lo que está mal en el libro, que incluso puede haberle gustado.

El lugar del crítico es muy complicado; yo por eso te vuelvo a decir, no hago crítica. Hay muy pocos críticos “puros”, muy poca gente que se dedique sólo a la crítica. Hay una frase de un escritor que es muy maligna para con los críticos, pero que a mí me gusta mucho, que dice que cuando uno es un niño, nunca dice “mamá, cuando sea grande, quiero ser crítico literario”. Uno acaba siendo crítico literario. Es terrible, pero tiene su gracia. No existe como vocación original, a nadie se le ocurre en la infancia…

Entrevista realizada por Gabriela Pedranti.

Rodrigo Fresán

Nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1963, el escritor Rodrigo Fresán también es –o al menos fue- periodista. Ha escrito sobre gastronomía, música, cine y literatura. Actualmente colabora en el diario argentino Página 12 (www.pagina12.com.ar) y en el periódico español El País (www.elpais.es). Ha publicado Historia Argentina (1991), Vidas de Santos (1993, reeditado en España en edición revisada y aumentada en 2005), Trabajos Manuales (1994), Esperanto (1995), La velocidad de las cosas (1998), Mantra (2001), Jardines de Kensington (2003) y se encuentra preparando su próximo libro.


 

[1] La avenida Corrientes fue y es aún una de las calles de referencia para comprar libros en Buenos Aires, por su gran número de librerías. La distancia entre la esquina de Corrientes y Callao a la de Corrientes y Cerrito es de siete calles (700 metros).

[2] “Rendir una materia” en el castellano de Buenos Aires es “aprobar una asignatura” en el castellano de España.

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