26 julio 2006

Quemar las naves

El que una novela resulte galardonada en un certamen literario no implica necesariamente que el lector esté de acuerdo con el fallo del jurado. Ya se sabe que además de la subjetividad a la hora de la elección, otros tipos de intereses influyen en la toma de decisiones. Por eso, personalmente, siempre que comienzo un libro que desde la portada me advierte de que ya ha ganado un premio procuro que no me afecte, intento ser objetivo y exigirle lo mismo que a cualquier otro, con o sin galardones: disfrute.

Dicho esto, Quemar las naves de Alejandro Cuevas me parece digno merecedor del premio Rejadorada de novela breve.

En Quemar las naves se narra una semana en la vida de una familia aparentemente poco convencional, formada por Eurimedonte, Parténope y su hijo Metíoco, pero ni siquiera sus difíciles y extintos nombres de origen griego son capaces de evitar las comparaciones y similitudes con una familia tradicional de las muchas que conocemos, de impedir que bajo sus pieles reconozcamos a cualquier Juan, María y Pedro.

Eurimedonte es un padre de familia sin trabajo, cuya ocupación diaria consiste en comprar el periódico y buscar endecasílabos y alejandrinos entre los titulares de las noticias. Poeta de vocación, no comprende cómo su obra no es reconocida universalmente ni premiada en concursos por humildes que estos sean; rechazados en todas partes, el único lugar donde sus poemas ven la luz es en forma de amarillentos ejemplares olvidados en un escaparate de la gasolinera de su cuñado. Bohemio y excéntrico, viste viejas ropas pasadas de moda intentando reivindicar que lo antiguo es lo verdadero y procurando buscar la inspiración en Bach, Vivaldi y el barroco. Mientras intenta aliarse con su hijo pero no con las labores domésticas, para lo que es un verdadero desastre, su mujer, Parténope, trabaja de auxiliar administrativo para mantener a la familia, y defiende ante quien sea a su marido con la esperanza de que los demás no se den cuenta, y de paso ella tampoco, de que es precisamente ella misma la primera en no aguantarlo. Metíoco, dieciocho años y pésimo estudiante, intenta sobrevivir en ese ambiente sin involucrarse en exceso, recibiendo las constantes críticas de su madre que se ven compensadas por la complicidad de su padre, quien se esfuerza lo indecible y en contra de sus principios por estar al día en los grupos musicales más rompedores con el fin de acercarse a su hijo.

Alejandro Cuevas construye en su novela un retrato familiar donde en el transcurso de una semana transporta al lector desde la contemplación irónica, divertida y mordaz de una atípica familia hasta la más amarga y desoladora de las situaciones. La obra explora las relaciones personales, los falsos sentimientos, los amores incondicionales, la soledad en un mundo de hipermercados llenos de gente, el equilibrio inestable de la vida donde puede decidirse en segundos que caiga de un lado o de otro. Una interesante y particular visión de la familia donde todo es efímero y todo puede desmembrarse ("la vida está tejida con retales"), donde la rutina está tan presente que uno debe pararse y pensar para darse cuenta de que está formando parte de su vida.

Alejandro Cuevas nació en Valladolid en 1973. Es licenciado en Filología Hispánica y columnista habitual para la edición de Castilla y León de El Mundo. Ha recibido el premio Letras Jóvenes de la Junta de Castilla y León en cuatro ocasiones. Es autor de Comida para perros, La vida no es un auto sacramental (Premio Ojo Crítico de Narrativa de RNE y mención especial del jurado en el Premio Nadal 1999) y La peste bucólica (2003).

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