27 julio 2006

Tokio Blues

Cada cierto tiempo aparecen novelas cuyo tema central es el difícil paso de la adolescencia a la madurez; tales obras, que recorren el espectro que abarca desde el descubrimiento y la intensidad de la experiencia hasta el choque con la realidad, suelen ser calificadas con el nombre de “novelas generacionales” por dos motivos: uno, la novela traza los ideales o los nuevos miedos de la generación; dos, la generación retratada en la obra lee con avidez dicha novela y la convierte rápidamente en un clásico de lectura obligada para cualquiera que se precie de pertenecer a la misma… Pienso, por ejemplo, en El guardián entre el centeno de Salinger; pienso En el camino de Kerouac; pienso en la irregular Generación X de Douglas Coupland.

De manera similar, la novela Tokio Blues (Norwegian Wood), del japonés Haruki Murakami, vivió un éxito sin precedentes desde su publicación, y fue pronto etiquetada como novela generacional de la juventud japonesa. Lo sorprendente, sin embargo, es que, pese a la distancia cultural y generacional, pese a la barrera de la traducción, Tokio Blues está alcanzando cierto éxito editorial en España, dentro de los parámetros de su difusión, y se está convirtiendo en una novela de culto y de lectura ineludible. La razón hay que encontrarla, a mi juicio, en que la novela logra trascender el marco acotado de “novela generacional” para convertirse en el retrato lúcido y sereno de las dolorosas metamorfosis de la vida.

El esquema argumental parece simple: Watanabe recuerda sus primeros años en la universidad, cuando empieza una relación con Naoko, la antigua novia de su mejor amigo, quien se había suicidado años antes. Pronto la relación que comienzan Watanabe y Naoko se vuelve imposible por los problemas psicológicos que sufre Naoko. Watanabe, confundido entre el amor hacia Naoko y la atracción que siente hacia Midori, una compañera de clase vital y enérgica, intenta desenredar y analizar sus emociones, pero lo que sucede a su alrededor supera todas sus estrategias de defensa… Explicado así, resulta difícil entender por qué Tokio Blues atrapa con tal fuerza, qué tiene esta obra de deslumbrante. Ciertamente, la trama recuerda una historia de amor adolescente; el estilo es antirretórico, a veces frío y distante; y la estructura es convencional, como hemos visto: un narrador recuerda, estimulado por una canción de los Beatles, la historia de amor que vivió en la primera juventud. Y, sin embargo, el lector no puede dejar de leer y de emocionarse con la lectura, como el que está dentro de un lugar acogedor y seguro…

Tal vez sea, en primer lugar, porque la materia prima de la novela es mucho más que la historia de transformación que sirve de pretexto al hilo argumental, y el lector según avanza en la lectura comprende que la pequeña y trágica historia de amor de Tokio Blues remite a todas esas obras que han mirado hasta lo más hondo del amor y del deseo y de la muerte (¿será mera casualidad que los personajes sean estudiantes de teatro, y que muestren especial predilección por Esquilo y Eurípides?).

Después, la escritura de Tokio Blues no cae en el efectismo sentimental ni busca el hechizo de la identificación, como en las novelas románticas, sino el rastreo continuo del porqué de las emociones, tan confusas, tan inexplicables a veces, tan cegadoras… La historia, aparentemente detallista y minuciosa en sus descripciones, poco a poco va tomando forma de análisis de esa misma historia, como un espejo doblado sobre sí mismo.

Por último, Tokio Blues consigue lo que parecía ya desterrado de la literatura contemporánea: llenar de vida las páginas de un libro. Asistimos con curiosidad creciente al itinerario vital de los personajes, en el que se describen sin cesar, con mirada meticulosa, conversaciones apasionadas, encuentros sexuales, cartas impacientes y paseos interminables por un Tokio esquivo, pero también se recogen los precios de los hoteles baratos y de los transportes, los libros leídos, la ropa y los peinados, la música que se oye, la comida del día, el olor de las sábanas… Descubrimos que Tokio Blues persigue una escritura de los sentidos, la cual quiere transcribir, como el que teme el olvido, todas las emociones y sensaciones e ideas que rodean un momento único, una circunstancia creada entre la experiencia y la memoria, como decía Eliot. Al final, quizá, por encima de la historia trágica de la novela, por encima del estilo frío del narrador que observa con distancia lo vivido, el secreto de la turbación que produce la lectura de Tokio Blues resida, como decíamos, en ese archivo y clasificación minuciosa de todo lo que acompaña al recuerdo. Y es ahí donde debemos buscar las razones de su éxito y, seguramente, el motivo por el cual podemos adscribirla a ese conjunto heterogéneo de novelas generacionales del que hablábamos al principio: no porque hable de una generación en particular, sino porque habla del cambio doloroso de la adolescencia a la madurez… Tokio Blues pone de manifiesto, de una manera tan elegante como terrible, que la adolescencia nos enseña de manera contundente que el descubrimiento del deseo y del amor y de la muerte nos hace sentir la fragilidad de los días y los cuerpos y, por esa misma razón, vivir con más intensidad… Luego, parece decir apagadamente Tokio Blues, quedará la memoria o la letra muerta para recoger esos momentos irrecuperables. Como vislumbra el protagonista en el viaje que emprende al final de la historia, la madurez tal vez no es más que la comprobación de que el olvido existe, que el dolor no se soluciona sino que se olvida. Dice un personaje a Watanabe en uno de los últimos capítulos:“ Si continúas así, lo estropearás todo. Aunque sea duro, trata de ser fuerte. Crece, madura. He salido del sanatorio para decirte esto. He venido desde lejos, en aquel tren que parece un sarcófago…” Y eso es Tokio Blues: un libro planeado para escapar del dolor de la adolescencia.

Texto: Raúl López Cazorla

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