05 agosto 2006

La tecnología como eje de la comunicación publicitaria en la sociedad postmoderna

En el actual sistema económico-social poscapitalista en que nos situamos, la cultura y las conductas más relevantes de los ciudadanos, están siendo determinadas cuantitativa y cualitativamente por la publicidad, ya que estas se conciben como exteriorización y como mito, predominando lo superficial sobre el contenido.

Han desaparecido los grandes tópicos argumentales de la modernidad, dice Lyotard (1998), y el único discurso coherente es el de las mercancías, esquematizado y reducido al trueque, no de los objetos, sino de los valores y signos que los comunican. Los planteamientos postmodernos no integran secuencias coherentes.

Esta pérdida de perspectiva global dificulta la comprensión de la realidad, aunque densifica nuestra experiencia concreta, creando una hiperrealidad publicitaria difícil de localizar y vivir fuera de los mensajes publicitarios. La teatralización de los objetos nos sitúa en un mundo probable, ideal, pero poco relacionado con el contexto donde se produce la interacción comunicativa. Así, la publicidad ilustra y evidencia hoy un claro ejemplo de perversión comunicativa ya que se vende todo el sistema, incluso sus simulaciones, suplantando el funcionamiento real y concreto de los objetos por el de sus imágenes.

Esta cultura del simulacro, en palabras de Baudrillard (1978), procede de una triple tendencia irreversible: la reducción de toda la naturaleza a una abstracción formal, la sustitución del movimiento físico por el uso de lenguajes tecnificados y la miniaturización o ampliación de los objetos representados en pantallas, así como la simulación de sus posibles comportamientos.

Las consecuencias que apuntan González Martín (1996) y Jesús Ibáñez (2002) a esta cultura del simulacro son que el discurso sobre el progreso se convierte en cansino y rutinario, se intensifica la capacidad humana de disponer de la naturaleza para su uso y abuso, el consumo, integrador y simbólico se presenta como la única alternativa para el sistema total. Las conductas sofisticadas y envolventes del consumo designan nuestra interacción comunicativa y social, de manera que lo consumimos todo, incluyéndonos a nosotros mismos. Así la experiencia de realidad se reduce a la fagocitación ansiosa de imágenes, que orientan, controlan y educan la actuación de los receptores, sin ofrecer la posibilidad de contrastar las referencias.

De este modo la publicidad, que empezó siendo una expresión ingenua de la modernidad y pasó después a ser el arma propagandística de la burguesía, termina siendo un importante elemento de la ordenación social. Su función social original va perdiendo terreno, frente a los nuevos cometidos sociales, políticos e institucionales que se le asignan.

Muy probablemente el consumismo sea la característica diferencial más destacable de la postmodernidad. Este consumo se expresa a través de un universo simbólico concreto y representa una determinada estratificación social, por lo que los objetos se adquieren para usarse pero principalmente para exhibirse como identificadores de ciertas identidades sociales o como modo de opulencia. Así la necesidad se ha vuelto deseabilidad social y el consumo simbólico funciona como un sistema de comunicaciones altamente reproductivo de los valores y estilos de vida dominantes en la sociedad actual. Las mercancías son el gran vehículo de comunicación de la sociedad postmoderna. Por eso explica Baudrillard (1998) que el mensaje que los objetos transmiten por su mediación ya está simplificado en extremo y es siempre el mismo: su valor de intercambio. Así, en el fondo el mensaje ya no existe; es el medio el que se impone en su pura circulación.

Las consecuencias y conductas de consumo más llamativas y que caracterizan la actual sociedad postmoderna son:

La personalización de los objetos. El principio y fin de toda actividad económica es el «tú» individual. Se mercantilizan todos los modos de vida, especialmente los gustos, deseos y preferencias del posible consumidor, que es seducido por el hedonismo del consumismo.

La propuesta universal del goce inmediato. Esto diferencia nuestra sociedad de otras como la moderna-industrial, y enmascara los intereses que subyacen bajo el consumo de la abundancia. Una sociedad muy productiva precisa un ritmo de consumo derrochador, que reproduce necesidades, deseos y valores, como si se tratase de simples mercancías.

Toda la sociedad está orientada hacia el consumo. Los objetos y su universo simbólico generan la sociedad y no al contrario. La economía de consumo crea principalmente consumidores.

El consumo presenta una ideología de apariencia democrática. Se basa en una dinámica social donde se asciende por la capacidad de consumo y en la que todo el mundo como principio, puede participar. De este modo no se distingue la ideología del consumo del acto mismo de consumir y la sociedad se reproduce fabricando en serie modelos de comportamiento social.

Utilización de los sujetos como instrumentos de consumo. Y no como fuerza productiva, en cuanto a que en esto radica el mayor interés.

En la sociedad postmoderna el consumo objetualiza a las personas y personaliza a los objetos. La sociedad industrial fabricaba y consumía productos, nuestra sociedad posindustrial produce y consume consumidores. «El capitalismo de producción tomaba como datos las necesidades: producía los productos que satisfacieran esas necesidades e informaba a los consumidores sobre esos productos. El capitalismo de consumo toma como dato los productos: produce las necesidades de consumir esos productos y forma a los consumidores para ello» (Ibáñez, 2002).

La socialización en la Era Postmoderna

«Vivimos en un mundo en continua metamorfosis. La vertiginosa aceleración histórica que padecemos hace que el afán de novedades, esa especie de neomanía compulsiva, haya llegado a formar parte del cuadro clínico de la sociedad contemporánea como uno de sus más relevantes síndromes» (Cebrián Herreros, 1988). El «imperio de lo efímero» como epíteto del clima sociocultural que se genera a partir de la segunda mitad del siglo XX, no hace sino refrendar la hipótesis que anuncia la gestación de una nueva civilización y una nueva arquitectura del conocimiento.

Lo predecible y prediseñado casi no tienen cabida en el futuro inmediato. A nuestra época actual se la da el nombre de Postmodernidad, que es un concepto complejo. Giddens (1993) nos recuerda al respecto que «la condición de postmodernidad se distingue por una especie de desvanecimiento de la Gran Narrativa, la línea del relato englobadora mediante la que se nos coloca en la Historia cual seres que poseen un pasado determinado y un futuro predecible».

En la sociedad postmoderna, los medios de información y las nuevas tecnologías tienen una presencia abrumadora. Esa omnipresencia de los medios hace que sus efectos a nivel socializador sean evidentes, como tendencias más importantes de este hecho podemos enumerar:

El mito de la objetividad y la manipulación inadvertida. Las realidades de cada día – de la experiencia personal y de los medios – se superponen sin pasar, en la mayoría de los casos, por el filtro del cerebro consciente. Una de las razones que ha propiciado este cambio ha sido la avalancha de información audiovisual que recibimos a diario. Hemos llegado a la ilusión colectiva de que todo lo que vemos lo estamos comprendiendo, sin pensar sobre el asunto de que los mensajes de los medios son representaciones simbólicas que necesitan ser leídos de manera activa. Además debemos tener en cuenta que los mensajes de los medios son una construcción social, que sirven a unos intereses e intenciones particulares y que no excluyen los sistemas de control social como la seducción o la manipulación.

Se da la paradoja en nuestra sociedad postmoderna de que pese a que aparentemente nunca hemos sido tan libres para pensar individualmente la realidad, el sistema de los medios de comunicación social tiene una capacidad enorme para imponernos verdades uniformadoras.

Génesis y difusión de los estereotipos como herramientas de conocimiento. Los medios de comunicación social utilizan los estereotipos para hacer comprensible a sus audiencias las representaciones de la realidad, puesto que como tal esta es compleja y cambiante, con una estructura en continua interacción.

Esta capacidad humana para agrupar los objetos en categorías, permite simplificar el conocimiento, pero puede degenerar en algo negativo cuando lo que se agrupan son personas en función de unas pocas características. Sobre todo porque estos estereotipos están favorablemente sesgados hacia los intereses de los grupos sociales que los originaron.

Estas representaciones selectivas de los grupos son de uso cotidiano, de manera que están influyendo en nuestra actitud hacia el grupo representado.

Los estereotipos son también una economía del conocimiento, pero pueden ser algo muy negativo si perdemos su concepción relativa y subjetiva, es decir cuando se convierten en un objeto para manipular intencionadamente a la opinión pública. Esas imágenes convencionales son las que sustentan el mantenimiento de un cuadro de valores que sirve de modelo de referencia para el público de los medios.

La hiperestimulación audiovisual y el conocimiento fragmentado. En nuestra sociedad la percepción de realidad y representación –de los mensajes de los medios de comunicación social– se diluye. La enorme absorción de mensajes audiovisuales nos impide, a veces, discernir sobre las experiencias vividas o recibidas. «Los mensajes mediales han suplantado la realidad, tocados con una aureola de verdad cuando en ocasiones no son más que alucinaciones colectivas» (Gubern, 1987).

Sin embargo, el propio Marshall McLuhan identificó la realidad vital y la medial elevándola a un mismo plano: los medios son extensiones de los mecanismos de percepción humanos; los medios no suplantan la realidad, sino que son la realidad misma.

Acuciados por la necesidad del beneficio mercantil los medios actúan en clave de representación icónica, haciendo que la precisión verbal quede como un anacronismo y utilizando la estimulación visual como un remedo de pensamiento.

Pasividad y aislamiento en la realidad virtual. La enorme presencia de los medios, pese a haber elevado el nivel general de información de la población, también ha transformado al pueblo (sujeto político activo) en público (sujeto mediático pasivo) en un proceso de conformismo social, fomentando una cultura de masas que roza límites verdaderamente autistas ante la degradación e inflación de la información – espectáculo.

La realidad, codificada y mediatizada, el conocimiento vicario de la sociedad, llega hasta el punto de confundir el saber acerca de los problemas del día con el hacer algo al respecto, silenciando nuestra conciencia social que se mantiene de esta forma impoluta, de forma que el verdadero papel de los medios de comunicación será no el de permitir que el público efectúe un control real de la información que recepciona para hacerse responsable y consciente, sino, por el contrario, inculcar y defender el orden económico, social y político de los grupos privilegiados que dominan el estado y la sociedad en general. Los medios cumplen este propósito de varias maneras: mediante la selección de los temas, la distribución de los intereses, la articulación de las cuestiones, el filtrado de la información, el énfasis y el tono, así como manteniendo el debate en los límites de las premisas aceptables.

Información, apertura y alienación. El sistema capitalista actual ha integrado todos los medios de información de otras épocas pero además ha creado la producción y distribución masiva de información. Teniendo, como en las etapas históricas anteriores, a la burguesía como promotora, la misma que tiene como rasgo distintivo la «ética del progreso», sistema de valores que exalta la innovación y cree en el poder de la tecnología y el saber científico.

En esta sociedad inclinada a la tecnolatría hay un dato concreto: los que controlan los medios de comunicación – los «guardianes de la libertad» -, al intentar controlar la opinión pública y su conciencia a través del monopolio de la información, muestran su incapacidad para controlar la masa de información que ellos mismos generan. La conquista del mercado ha convertido las comunicaciones en un emporio comercial en manos de una minoría que no sólo controla los vectores productivos sino que, además, intenta monopolizar la información que ellos mismos generan porque la información es susceptible de ser una mercancía que genera riqueza financiera.

La primacía de la imagen sobre la prensa escrita. La imagen gratifica de forma inmediata, pero en cambio, la lectura supone un mundo abstracto de conceptos y reflexión que requieren cierto grado de esfuerzo intelectual. Los medios buscan a toda costa una supuesta «inteligencia emocional» que favorece la producción de sensaciones y elimina el aburrimiento.

«La prensa escrita se ha doblegado en parte ante el poder persuasivo de las imágenes y asume el hecho de tener que dirigirse a telespectadores y no a ciudadanos. La mitificación del tiempo real o el directo hacen del lenguaje de la prensa escrita un mimetismo televisual que, fascinado por la forma, olvida generalmente el fondo y, en esencia, se reemplaza la realidad por su puesta en escena» (Ramonet, 1998).

La sencillez de la sintaxis visual de la televisión, apoyada en estímulos visuales y auditivos de fácil decodificación, induce a la asimilación acrítica e irreflexiva de los contenidos. La gratificación sensorial de las imágenes nos instala en los mundos simulados que los medios recrean. Ignacio Ramonet habla de un «chantaje para la emoción» donde la información está fascinada por el espectáculo; según él, la televisión construye la actualidad y ha obligado a los otros medios de información a adoptar su estilo propio al condenar al silencio y la ignorancia a los hechos que carezcan de imágenes.

El mismo autor finaliza su exposición alegando tres razones por las que ver la televisión no es estar informado: «La primera, porque el periodismo televisivo, estructurado como ficción, no está hecho para informar sino para distraer; en segundo lugar, porque la sucesión rápida de noticias breves y fragmentadas (una veintena por cada telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y desinformación; y, finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión más acorde con el mito publicitario que con la movilización cívica».

Por otra parte, los valores comunes y las tendencias que de manera sutil, ambigua y anónima se imponen en los procesos de socialización de las nuevas generaciones:

Eclecticismo acrítico y amoral. La tendencia económica a la globalización y la imposición universal de modelos únicos de acción y pensamiento reiterados una y otra vez por la industria de los medios, así como el impulso arrollador del neoliberalismo que pone su meta última en el libre intercambio por encima de cualquier barrera política, ideológica, cultural o social, ha desembocado en una amorfa y anónima ideología social, pragmática y utilitarista donde conceptos como libertad, democracia, soberanía, derechos humanos, solidaridad, patria y hasta Dios, se han convertido en algo tan liviano como el carnaval, el aperitivo, el videoclip, los crucigramas y el horóscopo.

Individualización y debilitamiento de la autoridad. El concepto de autoridad parece algo decimonónico en la era postmoderna mientras que la individualización, si por una parte resalta la importancia de la «elección personal» y la secularización de la rigidez dogmática de la tradición y de las instituciones, también es una exigencia fomentada desde los entresijos de la sociedad neoliberal en el sentido de fragmentación, diferenciación y competitividad.

Importancia trascendental de la información como fuente de riqueza y poder. Cuando los grupos de poder económico dueños de los medios de comunicación social cayeron en la cuenta de que la información era susceptible de ser transformada en beneficio económico, comenzó una guerra sin cuartel por comprobar quién era capaz de construir un imperio mediático más gigantesco (sabemos que las telecomunicaciones son uno de los negocios más rentables del mercado).

Pero la esperada democratización de la información sigue sin llegar, pues la distancia abismal que separa los países pobres de los ricos también se traslada a este campo, en cuanto a dependencia de los primeros respecto a los segundos.

Mitificación científica y desconfianza de las aplicaciones tecnológicas. La etiqueta de «científico» se utiliza en la actualidad como indicador de estatus elevado e incuestionable del conocimiento. Sin embargo, las aplicaciones tecnológicas abren polémicas sociales sobre su utilidad y/o beneficio para la comunidad a la vez que demandas insatisfechas para solucionar problemas urgentes.

La paradójica promoción simultánea del individualismo exacerbado y del conformismo social. La sociedad consumista postmoderna exalta el individualismo pero no lo hace en función de la identidad individual o la independencia intelectual. Se trata de un individualismo fragmentario y competitivo que, por lo general, no es capaz de cohesionar grupos para metas comunes y sí condiciona a las personas a adoptar una actitud de conformismo social en las democracias dirigidas. En la ideología postmoderna se debe alimentar este conformismo como condición y garante del sistema social: democracias formales que legitiman y arropan un sistema de producción y distribución de la riqueza regido por las leyes del libre mercado.

La obsesión por la eficiencia. Nuestra sociedad es una comunidad que no perdona el fracaso y acepta, con toda naturalidad, que cualquier actividad humana deba regirse por patrones de rendimiento y competitividad: se definen unos objetivos concretos especificados operativamente, se evalúan o cuantifican los resultados y, se adopta la máxima de que el fin justifica los medios.

Cualquier proceso de producción, incluido el de bienes culturales y educativos, entra dentro de estos presupuestos básicos. Todo lo cualitativo se convierte en criterios de eficacia o de rentabilidad económica, en vez de traducirlo a categorías de sentido y de valor o de rentabilidad social.

La concepción ahistórica de la realidad. Desde los centros de poder político y los medios de información, se difunde la idea de que no existe más que una realidad, una única forma viable de organizar la vida en comunidad (lo que Ignacio Ramonet define como «pensamiento único»). Se define así una concepción inmovilista de la realidad social y se pierde el sentido histórico de la construcción social de la realidad, de forma que el mundo que vivimos es algo ya inventado y la realidad inamovible.

El carácter conservador y sobre todo conformista de la ideología mayoritaria es preservado por aquellos que poseen una posición privilegiada de poder y dominio social y económico. Su fuerza es tal que pueden mantener su dominio manifiesto y latente.

La primacía de la cultura de las apariencias. El poder de lo efímero o cambiante, tener o aparentar tener más que ser. Las apariencias son un valor de cambio en la sociedad postmoderna. En este orden de cosas, los dictados de la moda y la publicidad orientan el consumismo de unas audiencias tan acríticas como hábilmente segmentadas y la ética se convierte en pura estética al servicio de la persuasión y la seducción del consumidor.

El imperio de lo efímero en el paraíso del cambio. Los restaurantes de comida rápida son el emblema del postmodernismo, fast food es un concepto que representa toda una filosofía de vida. La prisa ha invadido nuestros estilos de vida y el tiempo nos parece un bien escaso y más cuando ese tiempo ha sido colonizado definitivamente por los medios de comunicación de masas, especialmente por la televisión.

Por imperativo de la moda y los ciclos consumistas hay también una tendencia irrefrenable al cambio permanente, que provoca el desinterés y el hastío. Hay que pensar que en muchas ocasiones esas necesidades son artificiales porque nuestro sistema económico funciona con la máxima de que todo lo producido debe ser consumido.

Mistificación del placer y la pulsión. Una ideología utilitarista y pragmática como la postmoderna se asienta en una ética de corte hedonista. Para muchas personas la satisfacción de la emotividad e incluso la autorrealización personal pasan por la acumulación de bienes y servicios a través de un consumismo sin sentido.

Culto al cuerpo y mitificación de la juventud. El modelo de vida que se propone en esta sociedad multimedia es la exhibición de una juventud con cuerpo de diseño.

Todo es joven: la moda, el cine, la publicidad. El culto al cuerpo crea productos milagrosos que el discurso publicitario nos ofrece, con la promesa de detener el tiempo o restituirlo. Lo viejo ha desaparecido de la sociedad, y una sensación de atemporalidad parece adueñarse de todo. «Simplemente nos negamos, como Peter Pan, a ser mayores» (Correa, Guzmán y Aguaded, 2000).

La emergencia y consolidación de los movimientos alternativos. Posiblemente, la proliferación de estos grupos de acción ciudadana se deba al vacío institucional en materia de atención social, que ha propiciado que «los movimientos alternativos, las asociaciones ciudadanas y las mismas organizaciones no gubernamentales son una brisa de aire fresco, una fuente de esperanza que resiste los embates del pensamiento único con iniciativas, compromisos y una ética basada en lo genuinamente humano: darse a los demás» (Correa, Guzmán y Aguaded, 2000). Efectivamente, este hueco no controlado por las instituciones ha favorecido su desarrollo como campo de expresión para todos aquellos que sienten la necesidad de expresarse de forma diferente a la del discurso oficial proveniente de instituciones y corporaciones.

La cultura de masas como contexto publicitario

Nuestra sociedad postindustrial se ha transformado en una sociedad de la comunicación, donde la publicidad, entendido el fenómeno como una inversión que hacen los anunciantes para diferenciar productos o servicios parecidos y personalizarlos de un modo diferente, ha dejado de ser un elemento perturbador y accesorio, para convertirse en una compleja actividad económica, comunicativa y psicosocial, utilizada como la herramienta perfecta para adecuar la demanda a la oferta, y no al contrario, jerarquizando el mercado de acuerdo a los productores.

Las importantes consecuencias de la actividad publicitaria suponen: una limitación del papel nivelador que hasta ahora tenía el mercado; posibilita el crecimiento programado de las grandes corporaciones, que cada vez más, concentran el sistema productivo, y subvenciona la cultura de masas.

A esta función económica esencial la publicidad añade otras secundarias, importantes en la creación de la mentalidad colectiva. El alcance social de la publicidad se puede interpretar desde varios ángulos: la publicidad como creadora de valores y pautas de conducta acordes con ellos, que llegan a moldear los estilos típicos de vida de una sociedad. Otra interpretación es la influencia psicológica, al encargarse la publicidad de llenar el vacío existente por la desaparición de las ideologías. La otra es que la función de la publicidad es netamente social, no sólo porque actúa como un poderoso factor de conformación, sino porque es una limitación para la vida privada, útil para objetivar los aspectos que constituyen al receptor como consumidor. La publicidad llena de vida el mundo de las cosas y objetualiza y cosifica el de las personas.

Si sobre el sistema publicitario convergen todos estos aspectos funcionales, habrá que tener en cuenta, como con el resto de componentes culturales, que la publicidad no puede analizarse ni como adaptación ni como transformación de una determinada realidad, sino más bien como una reproducción industrialmente elaborada. Los mensajes publicitarios también se fabrican y se venden en serie, con el resultado de una organización complicada que busca no sólo el consumo, sino esencialmente la reproducción social.

«La producción cultural es el efecto de una tensión permanente entre originalidad y estandarización, entre lógica industrial y antilógica dialéctico-estandarizadora, entre lógica industrial y antilógica creativa, entre la visión particularizada de un emisor, sea individual o colectivo, y la necesidad de rentabilidad del sistema» (González Martín, 1996). De forma que la cultura de masas se origina hoy a través de una tecnología compleja y costosa, la tecnotrónica, que limita su uso social y que precisa del apoyo industrial para desarrollarse; además necesita emisores especializados que, a través del prestigio proporcionado por el propio medio, provoquen el consumo masivo de la mercancía cultural, ofrecida a través del complejo sistema de medios de la comunicación social.

De este modo la cultura de masas se transforma inevitablemente en la cultura de la comunicación de masas, y efectivamente, si algo caracteriza a esta nueva sociedad de la comunicación, cada vez más consolidada, es la movilidad constante de sus estructuras, la multiplicidad de los medios que emplea, los costes elevados de su producción, que obliga a grandes inversiones y a la esponsorización comercial, la necesidad de captar enormes audiencias, el recurso a la tecnología, que ha pasado a ocupar el centro de esta cultura, la concentración de capitales, con el consiguiente riesgo de colonización cultural, y el mito de la interactividad, entre otras. Consideramos la publicidad como un proceso comunicativo creador y condicionador de cultura, cuya gramática interna, a través del componente pragmático, condiciona y está condicionada por su contextualización en el ámbito, no muy bien definido – creemos – aún, de lo que se ha dado en llamar cultura de masas.

La utopía falló, porque acercar esta cultura al público resultó una empresa cara y poco productiva, pero absolutamente necesaria para mantener un orden social, ya que los productos culturales son bienes industriales de difícil automatización y en una economía de salarios altos, los precios de producción de estos objetos son más elevados que los de ningún otro sector. «Se genera así la contradicción más fuerte de este sistema: el enfrentamiento entre producción y creatividad, haciendo imprescindible el papel de la publicidad en la sociedad de masas no sólo como un objeto de consumo cultural, sino más bien como un catalizador importante de toda esta sociedad» (González Martín, 1996).

Los valores sociales en la publicidad

Sabemos que existen una serie de constantes culturales que se repiten de una manera encadenada en la sucesión seriada de los mensajes publicitarios actuales. Valores como la solidaridad, la femineidad o la tecnología no son sino índices sintomáticos de una estructuración o redimensionamiento de los criterios que imperan, tanto en lo social como en lo cultural. La identidad empresarial, la búsqueda de un posicionamiento activo por parte de ciertas marcas consolidadas y el interés por convertir determinadas marcas de fábrica en marcas «con carácter», hace que la conceptualización arbitraria de distintos símbolos de nuestra cultura mediática dé paso a una lucha comercial y publicitaria por ostentar la patente del «valor» como caballo de batalla dentro del ámbito de la comunicación empresarial y, por ende, publicitaria.

Aceptando que la realidad de nuestra sociedad actual es cambiante y compleja, se entiende la necesidad de lo social (la cultura) como punto de amarre, debido a su función estabilizadora para el individuo en la comprensión de los actos que ocurren a su alrededor. Por eso, los factores que la configuran (a la cultura) están en continua interacción.

De esta forma entendemos el hecho de que las corporaciones, siempre interesadas en hacerse comprender por sus públicos, utilicen los estereotipos como simplificación simbólica que les permite representar su «papel social», su intención de integrarse. Es aquí donde los valores, o tendencias sociales, desempeñan su papel de traductores/identificadores de lo simbólico con lo social, al convertirse en los códigos de identificación de los mensajes, en los atributos corporativos.

A la vez, nos encontramos con el hecho de que las nuevas formas de consumo se caractericen por la rapidez, la eficacia, el autoservicio y una interacción limitada (que se inclina hacia la interacción con las cosas, no con las personas), lo que supone una alteración de las relaciones sociales, que ya se va dejando sentir, tendente a la primacía del individuo. Todas estas circunstancias no serían posibles sin la omnipresencia de la tecnología: «estamos ante un mundo de símbolos, de redes y bucles de retroalimentación, de conexiones e interacción, cuyas fronteras se oscurecen, donde todo lo sólido se desvanece en el aire. Entramos en una nueva era gobernada por la omnipresencia de las tecnologías de la comunicación digital y del comercio cultural.» (Rifkin, J., 2000).

Aceptamos pues que la idea de Cultura supone también la asunción de unos valores sociales establecidos por la misma. Pero la Cultura, al pertenecer al ámbito de lo social, no puede crear auténticos valores humanos, que son inmutables y universales, sino, en nuestra opinión, tendencias sociales, entendidas como el seguimiento mayoritario de unas ideas determinadas durante un tiempo concreto en una sociedad determinada. A este respecto, creemos necesario enmarcar el concepto de Valor siguiendo una descripción excluyente: «Va en la esencia de un verdadero valor el que sea generalizable, al menos de modo teórico (…). Si la generalización beneficia a todos, a todos sin ninguna excepción, se trata de un verdadero valor. Y si al menos uno es perjudicado, es un falso valor, por más que por siglos y mayoritariamente se haya estimado como excelente y valioso.» (Méndez, J.M., 1995).

El mismo José María Méndez elabora una clasificación de valores, partiendo de los postulados de Scheler y Hartmann, y unas leyes axiológicas –Primera, los valores más fuertes son los más bajos; los valores más altos son los más débiles. Segunda, los valores más bajos y fuertes son los más sociales y los valores más altos y débiles son los más personales. Tercera, los valores más bajos sólo exigen un cumplimiento meramente externo; los valores más altos son imposibles de vivir sin una sincera adhesión interior- que permite que se reconcilien las distintas concepciones de valor, pues nos habla de la existencia de cuatro grupos que, de mayor a menor altura y de menor a mayor fuerza, son: Valores Éticos, que vinculan nuestra conciencia con una obligación moral. Valores Estéticos, todos aquellos que son enriquecedores de la persona, lo recomendable pero no obligatorio. Valores Ascéticos, o Religiosos. Y Valores Económicos, definidos como los medios oportunos para alcanzar los valores aptos por sí mismos. Estos últimos son los «valores» que utiliza la publicidad en sus mensajes corporativos.

Recogemos aquí la reflexión que Méndez da de estos valores económicos: «Los medios suelen ser cosas. Esto es patente en los llamados bienes económicos, producidos mediante la agricultura, la industria, la pesca, etc. Y es menos patente, pero no menos real, en las instituciones jurídicas, o en las pautas de conducta socialmente aceptadas, que también son bienes económicos, en el sentido antes dicho. En su sentido más amplio, la Economía abarca el derecho y hasta las costumbres mayoritaria y establemente seguidas». (Méndez, J.M., 1995). Estas afirmaciones situarían a los valores sociales, o económicos, como «valores instrumentales», que nosotros llamamos Tendencias o Atributos sociales.

Otra frase aclaratoria del mismo autor es la que asegura que, «quizás la mejor manera de acercarnos al problema del valor sea concebirlo como aquello que debe – ser, independientemente de que sea o no una realidad» (Méndez, J.M., 1995).

Por lo tanto, los valores económicos son los compartidos por la empresa y la sociedad para diseñar lo que Justo Villafañe (1999) denomina Atributos de Marca; entre otros podemos nombrar los valores instrumentalizados como solidaridad, ecología, sobriedad, templanza, paz, y los propiamente económicos: modernidad, seguridad, global (universalización), local, tecnología, éxito (social), sensualidad. En algunas ocasiones incluso, se utilizan los antivalores, o valores contrarios a los aceptados como universales. Entre ellos, incontinencia, injusticia, violencia, y sus derivados, aceptados (y muy valorados) por determinados segmentos sociales, o utilizados para captar la atención sobre algunos target.

La comunicación es la principal herramienta que las empresas tienen para controlar y gestionar su imagen corporativa, a la vez que les permite transmitir su identidad, pero existen otros factores que determinan a la misma. Es aquí donde la comunicación de valores corporativos, a diferencia de la de producto, o la de promoción, desempeña una función socializante, o de reflejo de las tendencias sociales.

Los valores humanos y, entre ellos, los valores de la ciencia, conectan con la actividad humana y poseen una objetividad que proviene de las necesidades humanas. Entre la racionalidad científica y la racionalidad tecnológica hay una relación de interdependencia en la medida en que la ciencia y la tecnología son dos sustentos de lo mismo, lo que afecta, en consecuencia, a la caracterización de los límites cognitivos y al establecimiento de las limitaciones éticas. Para Rescher (1999), los valores humanos no son un asunto de pura subjetividad, puesto que pueden ser establecidos de modo objetivo y se relacionan con la racionalidad evolutiva. En su planteamiento filosófico hay un claro predominio de los valores intelectuales –especialmente los cognitivos- sobre los condicionantes volitivos, lo que es una muestra bien precisa de la preferencia por la razón, también en el terreno de la práctica. Resaltamos que para este autor, la ciencia está sujeta a valores bajo varios puntos de vista:

En la medida en que es un proyecto dedicado a la búsqueda de información y verdad, que son particularmente valiosos

Al buscar una economía de medios desde el punto de vista metodológico, porque a la ciencia le acompañan una serie de valores económicos, que giran en torno al coste-beneficio, de modo que el progreso científico está modulado por una «economía de la investigación»

En cuanto a que la ciencia es una actividad social, de modo que surge un proceso de colaboración humana. Estos valores son relevantes para los científicos como individuos y para las comunidades científicas como grupos humanos

A partir de las consecuencias que se derivan de la actividad científica, hay una serie de valores que intervienen para evaluar el posible control de los usos y aplicaciones de la ciencia. Esta tarea recae sobre una racionalidad evaluativa, que ha de ser capaz de discernir los fines apropiados y legítimos de esta actividad humana.

Para Rescher, los valores desempeñan un papel central en la ciencia y ese cometido no es arbitrario o añadido, sino que es inherente a la estructura de fines que es definitiva en la ciencia como búsqueda racional. Los valores en la ciencia funcionan de varios modos:

Objetivos de la ciencia. Ciertos factores de valor representan los cometidos de la investigación científica en sí misma (la descripción efectiva, la explicación, la predicción y el control de la naturaleza). Son los objetivos de la ciencia como empresa de indagación racional.

Valores de la ciencia en cuanto teoría. Ciertos factores de valor representan los deseos de las teorías científicas. Estos incluyen los rasgos de coherencia, consistencia, generalidad, comprensibilidad, simplicidad, exactitud, precisión y otros semejantes. En este ámbito también encontramos los valores incluidos en la gestión del riesgo cognitivo, en especial en los estándares de prueba y rigor, en las consideraciones que sirven para determinar cuantas pruebas empíricas se requieren para justificar la aceptación de afirmaciones científicas.

Valores de la ciencia en cuanto proceso de producción. Ciertos factores de valor representan los deseos del trabajo científico y de quienes lo realizan. Estos incluyen rasgos tales como perseverancia y persistencia, veracidad y honradez, actuación a conciencia y cuidado con el detalle.

Valores de la ciencia en cuanto aplicación. Ciertos factores de valor representan el beneficio de los productos de la ciencia. Estos serán relacionados principalmente con la aplicación a los deseos humanos tales como el bienestar, la salud, la longevidad, la comodidad, etc. Aquí también encontramos los modos a través de los cuales los valores impregnan la aplicación de la labor científica a la tecnología.

En cuanto a las ciencias sociales –que separa escrupulosamente de las naturales-, Rescher (1999:101), dice lo siguiente: «El descubrimiento que representa la introducción de la novedad hace que no se puedan anticipar los detalles futuros mediante un pronóstico (el impacto en detalle de las nuevas tecnologías de la información no puede ser predicho por nosotros en mayor medida que lo fue el impacto de la imprenta en la época de Gutenberg). Por esta razón, la realización de una ciencia social viene a ser indefendible, en la medida en que se considera un requisito de una ciencia articular las leyes que describen la fenomenología en cuestión a través de una generalización segura que hace posible la predicción».

Cuando se habla de bienestar social de un grupo, se hace desde la perspectiva referida primariamente a la amplitud con que sus miembros disfrutan de ciertos requisitos a los que, generalmente, se les conoce como propios de la felicidad –salud, prosperidad material, educación, protección ante los avatares de la vida, etc.-. El vínculo entre bienestar y felicidad parece casi tautológico, porque al igual que cuando se da un incremento en la situación de la economía de una persona mejora su condición en cuanto a riqueza, así también un aumento en su nivel de bienestar debe mejorar su condición cara a la felicidad.

Aquel cuya visión personal de la felicidad requiera yates y caballos de polo (por ejemplo), estará descontento en circunstancias que muchos podrían considerar idílicas. El que pide poco estará contento en circunstancias modestas. Todo es cuestión de lo alto que llegue uno en cuestión de expectativas y aspiraciones.

De esta base parte Rescher para explicar el fenómeno –de entrada sorprendente- del creciente descontento en nuestra sociedad occidental de mejora de la prosperidad personal y de aumento de la atención pública para conseguir el bienestar privado. Porque asistimos a un aumento de las expectativas, a un aumento de los niveles de expectativa, con los consiguientes incrementos de las aspiraciones, de las exigencias que la gente hace sobre las circunstancias y las condiciones de su vida.

Cuando se incrementan las expectativas quedan atrás los logros reales y el resultado es un descenso de la satisfacción. De donde podemos extraer una importante lección: «las consideraciones que atienden sólo a la felicidad idiosincrásica de unos miembros de una sociedad dan una medida insuficiente de los logros en el campo del bienestar social. Solo sería una buena medida en una sociedad cuyas expectativas se mantuvieran más o menos constantes dentro de una pauta gradual que no pudiera caer automáticamente fuera de los logros crecientes» (Rescher, 1999:189).

Estas implicaciones tienen importantes secuelas en el campo del bienestar social. El reforzamiento de los estándares de vista de la gente mediante el progreso tecnológico no es capaz de proporcionar felicidad a la gente en cuanto tal, pero incrementa en grado sumo la accesibilidad de ciertos requisitos de felicidad ampliamente reconocidos, de modo que mejora el ambiente de vida general. Pero, dadas las circunstancias, queda abierto un hueco entre el bienestar público y la felicidad personal. Asistimos a un panorama social en el que muchos, o la mayoría de sus miembros, consiguen lo que la gente en general considera requisitos básicos de la felicidad, pero donde una parte considerable de la población puede no conseguir ser feliz. Desde este punto de vista, conseguir elevar los estándares de vida de la gente sin hacerla más feliz, es una posibilidad particularmente intensa cuando las personas no asumen unas exigencias reales acerca de la vida. En cualquier caso, el vínculo entre bienestar y felicidad es enormemente más complejo y sutil que lo que parece a primera vista.

Pocos son los anuncios de contenido puramente informativo en la actualidad (entendiendo todos aquellos cuya finalidad no es otra que la de informar de características, promociones, servicios y fechas). No utilizan como eje central de comunicación ninguna característica emocional o social, ni siquiera se centran en una característica física del producto, son generalistas.

En esta categoría hay dos grupos de anuncios diferenciados: los de instituciones, con un marcado carácter de servicio público, y los comerciales, que mantienen el esquema original de la publicidad comercial primigenia, esto es, pretenden convencer al receptor de la compra del producto o servicio concreto mediante la exposición del listado de características físicas-tangibles, sin añadir atributos de carácter emocional, o destacar una característica física por encima de las demás (excepción echa de la promoción de ventas). La motivación para el consumidor es de tipo racional. Este es el tipo de publicidad donde se utiliza fundamentalmente, como eje de comunicación, la tecnología; sobre todo en los sectores de medios de comunicación y telecomunicaciones.

La Tecnología es el argumento estrella de esta categoría; hasta límites, que en nuestra opinión, van más allá de lo meramente físico (este argumento puede que sea tan abundante debido a su magnífica aceptación social).

Para concluir

El objetivo final del relato publicitario es el de dar existencia a los objetos, y por continuación, a las personas que consumen esos objetos. Esto se consigue mediante el uso de los referentes semiotizados que se convierten en signos, ya que la forma en que se presentan los productos y su carácter efímero dan lugar a la exhibición de los signos comerciales que buscan integrarse en el comportamiento sociosemiótico del consumo.

El discurso publicitario se limita a absorber contenidos originales presentándolos al consumidor como «bienes culturales» para persuadirlo. La cultura actúa en estas condiciones como una figura que aporta prestigio al prestigio social y económico porque se dirige a un receptor con un prestigio social alto, pero que necesita intensificarlo con el prestigio cultural que le aporta el arte. Cualquier manifestación cultural es utilizada para añadir prestigio a nivel sociocultural, incluso los idiomas extranjeros, que aparentan actualización y modernidad cultural. Por supuesto, también el lenguaje científico, añade (además de prestigio) una gran carga de seguridad y confianza.

La enorme presencia de los signos publicitarios a nivel social crea un discurso generalizado, de modo que entendemos la publicidad como una gran metáfora única que consigue disolver la realidad tras el proceso de identificación metafórico con el imaginario creado para los productos y marcas. El discurso publicitario une los significados del ser y el parecer, hasta el punto de que realidad y ficción intercambian sus rasgos de identidad, los Valores de cambio se añaden a los productos y son asumidos como Valores de uso, de forma que los productos no se usan, sino que se enseñan para que signifiquen. La única identidad que perdura es la creada por el discurso.

Gracias al sistema cultural vigente progresan los mecanismos del mercado en el tejido social, aprovechándose del sistema cultural en uso, gracias a determinados factores; el primero son las nuevas concepciones del Neoliberalismo, que entienden que el individuo es soberano de sus acciones y la empresa responsable de sus acciones (concepciones que niegan la necesidad de resistencia); otro es la concepción del tiempo posmoderno, donde a la descomposición del sentido típica de la época se le une la desconexión social del discurso publicitario, que evoluciona al margen de la verdad y la mentira; el tercer factor es la reflexión sobre los modelos de hiperconsumo, que sólo benefician a una quinta parte de la humanidad, pero sin los que todos estos dispositivos no tendrían sentido. Existe una semiotización de los valores vinculados al consumo (la tecnología, el bienestar, etc.) que sirven de propaganda al sistema capitalista actual, permitiéndole perdurar y extenderse.

Los valores que conocemos están representados (materializados) en bienes y se les supone, por lo tanto, un depositario. Por otra parte, un valor determinado no se da con independencia de los demás valores, aunque no faltará quien se empeñe en defender la objetividad e independencia del valor y afirme que estas circunstancias influyen en la captación del valor y no en su constitución o existencia. Los objetos anunciados –y por extensión, las corporaciones anunciantes- se convierten, mediante el uso de los valores en el discurso publicitario, en depositarios de los valores.

Se consigue la fidelización al cliente mediante la identidad de clase, que ha evolucionado hacia una clase de identidad que sirve para la elección de las marcas por parte de los consumidores en función de sus percepciones. La publicidad corporativa construye los valores de la organización buscando su consolidación en el ámbito de actuación del ciudadano en su vida cotidiana. El individuo construye entonces unos valores mas consolidados respecto a la organización que se publicita al dirigirse no al problema, sino a la marca corporativa

La tecnología es el posicionamiento racional más utilizado, curiosamente, también es una idea valorada a nivel social, ya que la incorporación de esta a determinados sectores se considera positiva e incluso añade prestigio al producto.

La mayor parte de los anuncios utilizan un posicionamiento emocional, y aun el resto, pese a tener como eje central del anuncio características físicas –o ser meramente información- no se privan de dicho posicionamiento, sobre todo en la imagen. La publicidad se ha apartado de su línea argumental original, basada en destacar características físicas del producto anunciado, y ha elegido la opción de apelar directamente a los destinatarios, convirtiéndose en una configuradora de espacios sociales, reflejando las ideas de moda a nivel social. Esas ideas configuran la ideología del sistema social, siempre orientadas a la superficialidad del espectáculo y a la banalidad de los valores, creando un entorno al que cada vez es más difícil oponerse por su poder integrador.

Las corporaciones anunciantes buscan conseguir una imagen positiva a nivel social, porque esto favorece la competitividad de su empresa. Uno de los factores mas importantes para la imagen corporativa, es conseguir conectar con los valores de los públicos a los que se dirigen los productos, de forma que se pueda conseguir la identificación de los consumidores con las empresas que más se aproximen a sus valores.

Las corporaciones anunciantes utilizan aquellos valores que se encuentran en alza en la sociedad (como la Tecnología, que pasa de ser valor tangible a social), para crear su propia personalidad empresarial, con el objetivo de integrarse a nivel social con sus públicos. Al hacer esto, la imagen de la corporación se socializa adaptando los rasgos más positivos para sus consumidores. De forma que las marcas (y en su defecto los productos) dejan de ser objetos y se convierten en sujetos del relato, con la finalidad de hacer ver a los destinatarios del mensaje que comparten los mismos valores sociales, para de esa forma integrarse como miembros de pleno derecho en la sociedad y obtener el que sus mensajes sean recibidos con interés (o al menos sin rechazo) por las audiencias.

Pedro Antonio Hellín Ortuño

phellin@um.es

Universidad de Murcia, España

Pedro Hellín (1972), es doctor en Comunicación y profesor de «Estructura Publicitaria» e «Imagen Corporativa» en la Universidad de Murcia. Antes de ejercer la docencia trabajó como publicitario en varias agencias nacionales y locales. Su campo de interés en investigación, se centra en los estudios culturales, desde el punto de vista de las relaciones entre publicidad y sociedad.

Este trabajo es un extracto de su tesis doctoral: «La humanización de la personalidad empresarial. Estudio de la axiología corporativa transmitida por los mensajes publicitarios» (2004)

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