30 agosto 2006

La trilogía de Nueva York

Con ocasión de la concesión a Paul Auster del Premio Príncipe de Asturias de las Letras se han reeditado algunas de sus obras tempranas, entre ellas La trilogía de Nueva York, que en sus más de veinte años de existencia nunca ha dejado de gozar del favor de la crítica y de los lectores.

Los tres relatos que conforman esta trilogía están relacionados entre sí no tanto porque pertenezcan a un mismo género pseudo-detectivesco, ni porque haya personajes comunes a más de un relato, sino sobre todo porque los tres giran en torno a un tema común: el de la identidad. ¿Qué encierra la palabra “yo”? ¿Es “yo” realmente el sujeto de palabras y acciones? ¿Hasta qué punto es el lenguaje, esto es, los nombres y las definiciones, parte sustancial de la identidad?  Los protagonistas de las tres historias se proponen encontrar, vigilar o perseguir a otros tantos personajes, es decir, caracterizarlos, descubrir quiénes son. Sin embargo, este proceso se vuelve contra ellos y lo que finalmente descubrirán es su propia inconsistencia, como una grieta que acabará por resquebrajar su propia identidad. No hay idea o matiz asociado a este tema común que el libro de Auster no aborde: aparecen los vínculos familiares, el anonimato, la identificación con el otro, la utilización del pseudónimo, la ausencia, el autismo existencial o el “alter ego”.  Es prodigioso cómo se articula tal riqueza de sugerencias y referencias en una narrativa tan aparentemente lineal.

El punto de partida de Ciudad de cristal, el primer relato, es ya una confusión de identidades. Daniel Quinn, un hombre acabado y vacío, autor de mediocres libros policíacos, recibe por un error telefónico el encargo de buscar y vigilar al padre de un desconcertante millonario. En lugar de aclarar el malentendido, asume la personalidad del detective privado a quien estaba destinada la llamada y se hace cargo del caso. El hombre a quien debe perseguir es un anciano obsesionado por el lenguaje, los mapas y los símbolos como medios para conjurar el caos. Paulatinamente, las mismas obsesiones se adueñan de Quinn, quien termina convertido en una sombra sin pasado ni porvenir, sin lugar en el mundo, sin nombre.

Los personajes del segundo relato, muy acertadamente titulado Fantasmas, tienen ya de entrada nombres inverosímiles: Azul, Blanco, Negro,… como si se tratara no de hombres de carne y hueso, sino de fichas sobre un tablero que un designio superior moviera con crueldad caprichosa. Azul, un joven detective privado, debe vigilar a Negro. La vigilancia se eterniza; Azul y Negro  ocupan sendos apartamentos situados el uno frente al otro, como dos espectros con apariencia humana que se reflejan mutuamente. ¿Acaba Azul sabiendo quién es Negro, quién es él mismo o qué propósito inescrutable se esconde detrás de su absurda tarea?

El tercer relato, La habitación cerrada, es quizá el más convencional, aunque no por ello menos interesante, de los tres. Es el único narrado en primera persona, y en él el anónimo protagonista recibe una carta de la esposa de quien fue su mejor amigo de la infancia y adolescencia, el ambiguo y carismático Fanshawe, el cual ha desaparecido sin dejar rastro. El narrador descubre la ambivalencia de sus sentimientos hacia Fanshawe y en su ausencia se apropia de lo que perteneció a su antiguo amigo: su familia, su espacio, su profesión. Sólo llega a ser él mismo a través de un acto vampírico.

La trilogía de Nueva York proporciona el placer que todo buen libro procura a todo buen lector, pero además deja la sensación inquietante de que la identidad, eso que solemos considerar la base de todas nuestras certezas, es en realidad un frágil constructo que cualquier avatar inesperado puede destruir. 

Texto:  Elena R. Chamón, colaboradora habitual de la Revista Dosdoce.

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