Utopía y desencanto
“A ver si nos libramos de la mesa”, suspira una señora en el patio de butacas, recién terminado el primer acto de Eugenio Oneguin. “Sí, a ver…”, concede su acompañante, que no está para muchas palabras. El escenario que ha planteado Dmitri Tcherniakov para esta producción del Teatro Bolshoi de Moscú está horriblemente lejos, inalcanzable para el espectador que, antes de entrar en la sala, esperaba encontrarse con la clásica recreación del libreto inspirado por Pushkin. Sin embargo, de una manera más o menos consciente, con resistencia o sin ella, terminará por sumergirse en este drama romántico por un camino que no esperaba. Cuando el gran teatro moscovita estrenó esta producción hace cuatro años, lo hizo después de largas décadas con la platea acostumbrada a una producción clásica, de corte romántico, la misma que en su día debió ser contemplada por el Politburó que ganó la guerra contra Alemania. Fue lo más parecido a un salto en el vacío.
Al fondo de ese escenario, retrasado varios metros por detrás de la corbata, se encuentra una amplia y oscura mesa, alrededor de la cual vemos sentados a los invitados de Lárina en un día cualquiera de celebración familiar. La mitad de ellos da la espalda al espectador, situación que lo va sumiendo en una progresiva incomodidad. La celebración avanza y ninguno de los actores parece percatarse de que están en un escenario. Al que contempla la escena le resulta difícil entender lo que allí sucede y no puede evitar que su vista se deslice por toda la habitación, por todo ese inmenso cuadro lejano al que le resulta imposible acercarse para apreciarlo mejor. Pero no todo en la escena es refractario. El espectador puede encontrar la complicidad en un personaje que tiene retrasada la silla con respecto a la mesa. Parece ensimismada, taciturna, con el desasosiego de quien se sabe fuera de lugar. La lejanía de la escena termina por acercar al espectador a los pensamientos de la enigmática Tatiana.
Tcherniakov decide ir más allá en la lectura que Chaikovski hace del clásico de Pushkin. Consigue adentrar al espectador en la dimensión psicológica de los personajes, enfrentados a los dramas de su propia vida cotidiana, como lo hicieran pocos años después del estreno de esta ópera los protagonistas salidos de la imaginación de Antón Chéjov. “Los hombres comen, duermen, fuman y dicen banalidades, y sin embargo se destruyen”, decía, convencido de que la más suprema de las tragedias puede estar ocurriendo en el más cercano, corriente y anodino de los lugares. También lo creía así el compositor, que confesó a su hermano sentirse “tan contento” con Eugenio Oneguin por “haberme librado de todas esas princesas etíopes, de esos faraones, de esos envenenamientos, de toda esa afectación”.
Muchos cuadros de esta puesta en escena recuerdan a las obras de Chéjov. La ensoñación utópica de Tatiana está en la Nina de La gaviota, pero también en heroínas más recientes como la Giuliana de Il deserto rosso (Michelangelo Antonioni, 1964) o la Charlotte de Sonata de otoño (Ingmar Bergman, 1978). El crudo desencanto de Oneguin atraviesa los pensamientos de Platonov o el tío Vania, y está emparentado en el tiempo con la impotencia del rey Lear o la fría decepción de Gabriel Conroy en Los muertos, de James Joyce: “El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo”.
Tatiana y Oneguin se desdoblan el uno sobre el otro en esta producción. Si al comienzo es ella la que está al margen, al final será él quien se vuelva transparente para los convidados a esa mesa inalcanzable. La lejanía dificultó el trabajo del director, Dmitri Jurowski, que trabajó mucho para equilibrar la orquesta con esas voces que sonaban al fondo. En los momentos de mayor dramatismo consiguió de la orquesta del Bolshoi un sonido añejo y profundo. Andrew Goodwin (Lenski) encontró bastantes dificultades, en parte debido a una voz sin el volumen necesario. Destacaron Alexander Naumenko (Gremin), que solventó con oficio su hermosa aria del final, y Ekaterina Scherbachenko (Tatiana), que cantó con gusto y empuje la bellísima escena de la carta, subrayada por Tcherniakov en un cuadro de singular fuerza.
La mesa no se irá nunca de la escena. Formará parte del mundo de Tatiana y Oneguin hasta el final. Un obstáculo que siempre estará ahí. Una especie de altar social sobre el que celebrar el gran teatro del mundo, bajo la luz mortecina y exangüe que suelen despedir las tradicionales lámparas de comedor. Será apartada con fuerza por Tatiana en un momento liberador, en el que escribe su primera y única carta de amor. Sobre ella morirá Lenski, y al final presenciará el fallido y patético intento de suicidio de Oneguin, tras advertir que, cuando decidió rechazar el amor ingenuo y apasionado de Tatiana, empezó en realidad a disolverse en las sombras de ese lejano comedor.
Eugenio Oneguin. Música de Piotr Ilich Chaikovski. Libreto basado en una obra de Aleksandr Pushkin. Int.: Ekaterina Scherbachenko, Vladislav Sulimsky, Andrew Goodwin, Oksana Volkova, Alexander Naumenko, Emma Sarkisyan, Irina Rubtsova, Valery Gilmanov. Dir. esc.: Dmitri Tcherniakov. Orquesta y Coro del Teatro Bolshoi de Moscú. Dir. mús.: Dmitri Jurowski. Producción del Teatro Bolshoi de Moscú. Madrid, 8.9.10.
Foto: Javier del Real
Texto: Felipe Santos
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