27 julio 2006

Escritores espías

Si te gustan los libros de espías, no dejes de leer este original libro.  Fernando Martínez Laínez, colaborador habitual del ‘ABC Cultural’, nos cuenta cómo algunas de las principales figuras de la literatura fueron, además de grandes escritores, espías al servicio del gobierno de sus países. Tras leerlo me ha quedado la duda de si  Javier Marías  ha sido también espía en Oxford, o Enrique Vila Matas en París, o Juan Goytisolo en Marruecos y ahora también lo será Antonio Muñoz Molina en Nueva York…

Martínez Laínez se adentra en los aspectos desconocidos de las biografías de personajes como Josep Pla, Francisco de Quevedo, Christopher Marlowe, John Le Carré, Beaumarchais, Miguel de Cervantes, Graham Greene, François Rabelais, Aphra Behn,  Voltaire y Daniel Defoe.

La tesis fundamental de ‘Escritores espías’ (Editorial Temas de Hoy) es que la relación entre espionaje y literatura es algo tradicional en la historia.  ¿Por qué se prolongó durante tantos años el encarcelamiento de Cervantes en Argel? ¿Qué relación guarda el poeta Josep Pla con los poderes franquistas tras el alzamiento? ¿Cómo organizó Quevedo la insurrección  contra el Gobierno Veneciano?  Estos escritores crearon brillantes historias de ficción y   al  mismo tiempo vivieron en el turbio y apasionante mundo de los agentes secretos. Algunos de ellos plasmaron en sus libros sus intensas experiencias y otros consiguieron mantenerlas totalmente ocultas.

Os adjuntamos copia del prólogo del libro para animaros a su lectura.

Prólogo del libro

Desde hace mucho tiempo, el espionaje y los escritores mantienen un idilio que ha dado (y seguirá dando) al mundo muchas sorpresas. En la antigüedad, bardos y trovadores eran perfectos agentes, con libertad de movimiento y acceso a las cortes reales y los castillos señoriales.

Dicen que el primer espía literario es Ulises, cuando en La Odisea se disfraza de mendigo para conseguir información en una ciudad troyana, y quizá el mismo Homero sabía por experiencia propia del asunto, lo cual, desde luego, no está probado. Pero después de él vinieron otros muchos; el primero, Herodoto, con sus viajes por países remotos, algo en lo que le emuló muchos siglos después Richard Burton, el gran explorador inglés, prolífico escritor y aventurero.

En muchos casos, el idilio entre el espionaje y los literatos es amor a primera vista, y duradero; en otros, el amor es desconfiado y fugaz. Espionaje y literatura tratan de convivir sin demasiado alboroto, algo obligatorio en el caso de los espías, aunque hay que decir que en esa convivencia (casi siempre desapasionada y utilitaria) los escritores suelen entrar con el pie forzado, muchas veces por motivaciones económicas, o para hacerse perdonar yerros políticos y obtener alguna ventaja (tangible o no) de la larga mano del poder.

La mayoría de los escritores que se han visto metidos en lides secretas han tenido también como aliciente y denominador común el patriotismo, o el servicio a la propia Corona. De los once escritores aquí mencionados, por ejemplo, ni uno solo fue traidor a los intereses de su país, por lo menos tal como se entendía el concepto de «traición» en ese momento desde las esferas dirigentes.

Una de las principales cuestiones que suscita esta relación de pareja entre el trabajo de espía y el de escritor viene dada por el eco sobre la obra literaria. Hasta qué punto estos autores de ficción han basado sus libros en la actuación real de su trabajo como espías o hasta qué punto la han adornado con su fantasía. O dicho de otro modo: ¿qué revelan sus libros de su actuación como agentes secretos? La respuesta, en la gran mayoría de los casos, hay que buscarla en la intención última del texto, y no en el texto mismo, al menos hasta el siglo XX, cuando el espionaje se impone como servicio profesional organizado y el escritor pasa a ser un "cuentista" profesional. Las experiencias de espías escritores anteriores al siglo XX apenas han dejado huella en el contenido de su obra. Marlowe, Beaumarchais, Voltaire, Ben Jonson o Quevedo pueden ser perfectamente leídos sin tener conocimiento de ese componente biográfico oculto. Pero la cosa cambia en la época contemporánea, cuando algunos escritores de temas de espías, como Le Carré o Somerset Maugham, sí han utilizado su saber de primera mano del mundo secreto para escribir obras donde tal circunstancia queda reflejada de manera evidente.

Muchas veces, sin embargo, las apariencias engañan. Hay escritores como Rudyard Kipling, Eric Ambler o Len Deighton, maestros o precursores de la literatura de espionaje, que nunca fueron agentes secretos, y no necesitaron serlo para destacar en el género. Y algunos hubo incluso, como Graham Greene, que ya habían hecho alguna incursión en la materia antes de ser reclutados por el Servicio Secreto.

Durante el siglo XX, la tierra de los escritores espías por excelencia ha sido Gran Bretaña. Quizá eso tenga algo que ver con el hecho de que los británicos han sido los auténticos inventores de la narrativa de espías, con el Kim de Kipling, el Tratado Naval de Conan Doyle-Holmes, y el Enigma de las Arenas de Erskine Childers, quien por cierto se vio envuelto en intrigas irlandesas y fue fusilado en 1922. Forman listado interminable los escritores que —de un modo u otro— han sido utilizados por el Servicio Secreto de ese país, y luego, siguiendo quizá un oscuro impulso, han tratado de escribir novelas relacionadas con el mundo del espionaje. Bien sea en versiones totalmente fantásticas, como es el caso Ian Fleming, el creador de James Bond, o de acongojante realismo, como ocurre con el Somerset Maugham de Ashenden, o el Le Carré de El Topo.

Tanta es la atracción que los temas de espionaje tienen en Gran Bretaña que incluso políticos notables como John Buchan (el autor de Treinta y Nueve Escalones) han sucumbido a su llamada con títulos nada desdeñables. Como señala Guillermo Cabrera Infante, si la literatura de espionaje comenzó por atraer a los políticos ingleses, muchos escritores ingleses se vieron a su vez atraídos por el espionaje. Y quizá unos de los más famosos (por lo menos hasta Graham Greene y Le Carré) fue Somerset Maugham, al que Cabrera Infante supone un representante neto del carácter inglés: capacidad de disimulo, frialdad ante situaciones imprevistas e incapacidad pasional. Y la historia sigue.

La tendencia de los británicos a escribir, más o menos camufladas, sus experiencias como espías ha sido tan fuerte que ha llevado a algunos a publicarlas fuera para evitar problemas judiciales en su país de origen, ya que el personal de Inteligencia británico tiene prohibido de forma estricta algo tan obvio como revelar detalles de su actividad secreta, por lejana que haya sido.

En muchos casos, sin embargo, los escritores espías han escrito más de la cuenta y se han salido con la suya, entre otras cosas porque al Servicio Secreto no le ha interesado exponerse a la luz y llamar la atención ante los tribunales o la opinión pública. En eso, los británicos también lo han tenido muy claro. La primera condición de un Servicio Secreto es que sea precisamente eso: secreto, lo que implica incluso negar su existencia, algo que han mantenido contra viento y marea hasta hace muy poco, aunque ahora los tiempos hayan cambiado, y con ellos las reglas y los árbitros.

Es curioso que en España, donde ha habido escritores de enorme talla en tareas de espionaje (Garcilaso, Quevedo, Francisco de Aldana, Cervantes…) no exista una literatura de espías destacada, y hayamos ido en ese campo a remolque de anglosajones y franceses, entre otros. Un accidente irremediable pese a notables intentos esporádicos.

¿De dónde viene esa tendencia del gremio literario a involucrarse en el mundo de los agentes secretos? La pregunta es muy amplia y daría ocasión a múltiples interpretaciones. Yo creo que la razón de esta asociación escritor/espionaje radica en dos puntos: la personalidad enmascarada y el sentido de observación.

Toda escritura de ficción comporta el uso del disfraz. Los escritores suelen ser maestros en la falsificación de emociones que en su propia vida no sienten. El autor de ficción es un ilusionista que enmascara la realidad, un creador de sueños, aunque éstos tengan sus raíces en la materialidad del entorno. No es un mentiroso, sino un fingidor.

Toda trama novelesca es por definición ficticia e implica una declaración de fingimiento, aunque merced a esa invención podamos acceder a aspectos de la realidad que se nos revelan, mediante la literatura, con más exactitud que con otro tipo de ciencias llamadas "exactas". Es lo que Vargas Llosa ha llamado "la verdad de las mentiras". Ciertas verdades, como anota Javier Marías, no se pueden conocer si no es a través de la vía del fingimiento, la metáfora o el disimulo, "de su presentación como ficción o invención, de su mera huella". Desde esa perspectiva, el espía y el escritor tienen el denominador común de la duplicidad. Tanto el escritor como el espía llevan dos vidas. Una la que ve todo el mundo, y otra la que refleja su trabajo oculto. En el caso del escritor la vida real va unida a la de la creación literaria (que es un proceso solitario y oscuro), y en el del espía va ligado a la información que obtiene por medios furtivos, y que permite descubrir lo que de otro modo permanecería invisible.

La personalidad dúplice y esquizofrénica del escritor tiene muchas veces su equiparación en la del espía, obligado a soportar el peso de una doble vida y a ocultar permanentemente sus verdaderos sentimientos. Si el espía se esconde detrás de su disfraz, de su "leyenda", los escritores suelen ocultarse en sus obras, depositando en ellas las huellas de su auténtica naturaleza, sus señas de identidad reveladas con mayor autenticidad que en las declaraciones de cara a la galería. En su versos, novelas o relatos codifican mensajes privados de su verdadera personalidad, que los lectores o los estudiosos unas veces son capaces de descifrar y otras no.

El otro elemento de similitud entre espías y escritores es el don de la observación. El escritor es un observador nato. Observa la vida o sus propias fantasías, pero siempre está en disposición de observar, con independencia de que luego sea capaz de trasmitir al papel con mejor o peor fortuna literaria ese escrutinio. Sin análisis del entorno, sin observación y reflexión, no hay literatura digna de ese nombre.

Y lo mismo sucede con los espías. El espía es sobre todo un observador dirigido, y el escritor, un observador que se autodirige, pero ambos despliegan miradas similares sobre el mundo que les rodea, contando con la ayuda imprescindible del instinto.

Escritores y espías deben ser capaces de ordenar también las piezas sueltas de su inspección y construir con el rompecabezas una historia, fingida en el caso de la ficción y real en el caso del espía. Ambos son descubridores o componedores de historias que luego deben "vender" o entregar a otros para que las valoren. En el caso de los escritores, sus historias interesan al lector, y en el caso de los espías, al militar, al político o a las grandes corporaciones industriales-financieras.

Todos los escritores seleccionados en este libro son nombres señeros de la literatura mundial; ninguno es autor de segunda fila o "amateur" de las letras; y todos ellos (salvo quizá Aphra Behn o Josep Pla) entraron en el juego secreto por propia voluntad. No se trata de escritores que interrumpieron por algún tiempo sus actividades secretas para escribir, sino al contrario. Con excepción de Le Carré y Aphra Behn, fueron ante todo escritores que se desviaron temporalmente de su recorrido literario para dedicarse a obtener y transmitir información de forma oculta. Sabían mirar, escuchar y ponderar, como deben hacer los espías. Eso les capacitó para entrar en el turbio mundo del espionaje y, en muchos casos, salir indemnes de él después de cumplir con discreción y habilidad, y en ocasiones con valentía, lo que se esperaba de ellos.

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