30 mayo 2007

Respeto

Tras Jardín de Moras publicada en 2002,  se encuentra en vías de publicación su segunda novela, El señor de Tambao.

Tenemos el  placer de publicar  en Dosdoce uno de sus últimos relatos.

Respeto

Nadie había podido con la pelirroja Mirta Anderson hasta aquella fría tarde de febrero en que el ingeniero Aldama le soltó una reprimenda. Había venido a vivir a la premiada casa Muriel de la calle de Apodaca hacía unos diez años, precedida de una mala fama que le había granjeado el repudio de sus vecinos aun antes de presentarse ante ellos con sus cuatro gatos, sus atiborrados cestos de fruta y una voluminosa maleta que hacía juego con el color encendido de sus cabellos.

Corría por la casa el rumor de que Mirta Anderson era una conocida y habilidosa tahúr que se daba cita con otros fulleros de alta talla en el céntrico Café Comercial de Madrid, donde ultimaba las partidas que se celebraban en escondidos garitos de la ciudad. En esta concurrida cafetería trabó amistad con Carmen Vizcaíno, siempre muy recordada, cuando todavía era propietaria del cuarto derecha de la casa Muriel.

 Mirta era callada, de carácter decidido y gestos contundentes. Carmen, un ser abrumado por la soledad.

Hasta el encuentro con la fullera, Carmen Vizcaíno había representado un papel que, aunque le gustaba poco, le reportaba amigos y estima. Era la señora solidaria y amable del cuarto derecha.  Como era responsable y muy rigurosa consigo misma jamás abandonaba aquello con lo que se comprometía, de tal manera que nadie podía sospechar que la solidaridad le arrancaba interminables  bostezos.

El encuentro con Mirta Anderson no fue buscado sino producto de la casualidad. Una buena amiga que perdía los sesos por el póker le pidió una tarde que la acompañara al Café Comercial a concertar una cita de juego. Y allí conoció a la pelirroja cuando ésta se encontraba sellando sin pestañear las partidas que más le convenían, sentada en su mesa de siempre de la primera planta.

 El carácter resolutivo y la mirada intimidatoria de la norteamericana -parecía poder escudriñarte hasta el hígado con sólo echarte un vistazo- terminaron acaparando la atención de la contenida y aburrida Carmen, que pronto quiso emular a la tahúr tras dejarse seducir por el mundo de la noche y el conocimiento de los juegos de azar.

Pasado un tiempo como espectadora, Carmen Vizcaíno decidió consolidarse en su nueva vida y pidió a Mirta Anderson que le concertara alguna partida en la que también ella pudiera apostar. Hasta entonces, Carmen se había mostrado reservada en lo referente a su situación económica y la impresión que ofrecía era la de una persona de limitados recursos. 

Para asegurarse de que presentaba a los garitos amigos una jugadora fiable, Mirta Anderson no sólo advirtió a la principiante sobre las cuantías de las apuestas –las mínimas, las máximas no tenían tope- sino que le hizo actualizar y enseñarle su libreta de ahorros, en la que figuraba depositada la suma de treinta mil euros.

Por consejo de la pelirroja, inicialmente se pactaron diez partidas a razón de dos mil euros cada una. Pero luego se fueron programando, una a una, otras cinco más a petición de la nueva apostadora que creía que en el próximo juego recuperaría el dinero que había ido perdiendo sin poder decir “basta” porque estaba poseída por el demonio de la compulsión.

Días después del descalabro, ojerosa y vestida con descuido, Carmen Vizcaíno reapareció por  el Café Comercial portando otros cinco mil euros, producto de la venta de las joyas familiares que había heredado. Y para su desgracia, también esta suma perdió.

Obsesionada por ganar, aunque fuera una sola vez, la devenida ludópata pidió a Mirta Anderson que le concertara una nueva partida, asegurándole que se aprovisionaría nuevamente de dinero. Sin embargo, el efectivo se le había esfumado y carecía de otros bienes que, según un primer juicio suyo, fuesen susceptibles de venta. No poseía coche y el contemplar los enseres de su hogar como posibles euros para llevar a las mesas de juego le producía arcadas. Curiosamente, y sólo llegado a este punto de desenfreno, el terror por quedarse en la más absoluta miseria la había puesto a temblar, poseyéndola con tal ímpetu y de manera tan arrolladora como su incontenible deseo por apostar.

Por desgracia, el diablo venció a la cordura y, tras una larga noche de paseo por los garitos en compañía de Mirta Anderson, que ese día había ganado a manos llenas, Carmen Vizcaíno regresó a su hogar, abatida y jadeante, presa de un ataque de ansiedad. Se sentía frustrada por no poder jugar, y al meterse en la cama sus pensamientos se debatían en las arenas de un ring delirante de golpes, sin un claro vencedor.

En los días sucesivos, la perdedora desarrolló una creciente e irrefrenable aversión hacia el mobiliario doméstico por el que hasta entonces había sentido gran aprecio. En realidad, se trataba de la puesta en marcha de un engañoso aunque necesario sentimiento liberador que la llevó a desprenderse de las ataduras afectivas hacia sus amados muebles –aquel que había heredado de su abuela o ese otro que había traído de Tanzania- y la hizo sepultar la poca sensatez que le quedaba.

Excitada y bastante eufórica, organizó con mucho ánimo un mercadillo en su casa –dejó con el portero invitaciones para repartir entre los vecinos – y puso en venta todo lo que tenía, con excepción de su juego de cuarto y algunos utensilios de cocina. La explicación que dio a los que concurrieron al remate fue que estaba harta de sus muebles y que el cuerpo le pedía a gritos renovarse.

Con el dinero recaudado se presentó ante Mirta Anderson que, una vez más, la llevó a jugar. Y una vez más, la pupila de la pelirroja regresó a su casa con los bolsillos vacíos.

Durante algunas semanas, ninguno de sus compañeros tahúres vio aparecer a Carmen Vizcaíno por el legendario Café Comercial. Algunos aventuraban que debía estar siendo pasto de la depresión, como le sucedía a los novatos que creían estar hechos para estas lides y se rompían como frágiles cascarillas de huevo al primer tropiezo. Pero la Vizcaíno no debía estar tan hundida, o si lo había estado su pena debía haber sido superada, porque una noche se presentó en el habitual punto de encuentro de sus compañeros tahúres vestida de manera exquisita y con un corte de pelo que la rejuvenecía. Los elogios que recibió fueron múltiples y duraron lo que éstos suelen durar, y la piropeada los agradeció tornándose en extremo locuaz.

Desde su puesto de siempre, Mirta Anderson parecía ajena a la reaparición de Carmen Vizcaíno. En ningún momento se había apartado de la lectura de The Times, y en esto se entretuvo hasta que el revuelo por la llegada de la desaparecida amainó. Aprovechando este momento de distensión del grupo,  Mirta Anderson  echó a rodar su conocimiento de tantos años con ludópatas.  Puso el diario a un lado y, tras volver a colocarse sus gafas de miope, interrumpió la animosa charla que se había entablado. Odiaba los rodeos. La ponían tensa y nerviosa.

Carmen, dijo, dirigiéndose a la Vizcaíno, ¿cuánto dinero has traído para apostar? Mucho, respondió con voz ahogada la mujer, aturdida por la forma descarnada en que se había evidenciado el motivo de su visita. Sin embargo, de inmediato recordó la gruesa suma de la que disponía y eso le devolvió seguridad. Tengo mucho dinero para apostar, dijo, carraspeando un poco para aclararse la voz. Y acto seguido enfatizó: Pero sólo quiero jugar con el mejor, no quiero principiantes. Entonces tendrás que jugar conmigo porque yo soy la mejor, le respondió Mirta Anderson, destilando prepotencia.

Al amanecer, Carmen Vizcaíno regresó a su casa, se tumbó sobre la cama que aún le quedaba, y se echó a dormir. Había perdido su piso de la casa Muriel, situado en la solariega calle de Apodaca, en cuestión de pocas horas, tras sucesivas partidas que los entendidos juzgaron como las mejores que jamás había jugado la imbatible Mirta Anderson.

La pelirroja se instaló en su nuevo hogar lo más rápido que le fue posible. Sus vecinos la recibieron con caras de disgusto y desprecio, pues a su llegada ya todo el inmueble conocía la fatídica historia de la Vizcaíno. Hasta el portero se sumó a las muestras de repudio. Ni siquiera se levantó de su puesto para ayudar a la nueva propietaria cuando ésta entró en el portal con sus cuatro gatos, sus pesados cestos de frutas y esa enorme maleta que sabe Dios qué contendría.

Al poco tiempo de este traslado, otra nueva inquilina entró a vivir en la casa Muriel, en el cuarto B, justo enfrente del piso que había pasado a ser propiedad de Mirta Anderson.

Se trataba de Kasia Marek, una polaca de mediana edad, que sostenía un voluminoso cuerpo de noventa kilos.

Pronto las dos mujeres entablaron amistad y era habitual encontrarlas en el rellano de la escalera hablando en alemán de tal manera que nadie entendía lo que suscitaba sus continuas risotadas.

En el verano, la polaca y la norteamericana originaron un gran escándalo en la refinada casa Muriel. Fue una calurosa tarde de comienzos de julio. Sin ningún pudor, las dos sacaron unas butacas al descansillo de la cuarta planta y se sentaron en ropa interior a abanicarse con periódicos, al tiempo que se refrescaban con los pequeños chorros de agua que salían de los aspersores manuales que usaban para rociar sus plantas.

De nada sirvieron las cartas recriminatorias del presidente de la comunidad y los insultos de los vecinos. Ellas continuaron refrescándose, de su particular manera, mientras duró el calor. Pero debieron cogerle gusto a eso de sacar las butacas para hablar en el descansillo, porque lo volvieron costumbre. Todas las tardes, hiciese más o menos frío –al parecer, la temperatura no era para ellas un obstáculo sino una excusa- repetían la operación de las butacas aunque ahora sus charlas transcurrían con ellas dos vestidas y la ingesta no era de zumos sino de ingentes cantidades de frutas.

Aparte de ocupar áreas que se consideraban comunes, las dos inquilinas dejaban pastoso el suelo del descansillo pues comían de mala manera y todo lo que se les caía al suelo –gajos de naranja, semillas, mondaduras o el propio líquido de los cítricos que exprimían directamente sobre sus bocas- después era recogido como les venía en gana y dependiendo del humor que les acompañase ese día.

El portero, que era la víctima de esta dejadez, llegó a detestarlas y hasta se atrevió a decir en voz alta que si tuviese la oportunidad las envenenaría con tanto estilo como el empleado por la uxoricida de Badajoz con su difunto marido.

Una madrugada, la vecina del tercero abrió la ventana del baño que daba al patio interior y pidió a los gritos auxilio. El inmueble estaba prácticamente vacío porque era puente y casi todos los inquilinos se encontraban fuera, con excepción del remilgado presidente de la comunidad y su esposa y alguno que otro  anciano.

Mirta Anderson, que jamás salía de vacaciones, acudió de inmediato a la llamada de socorro. Golpeó con fuerza la puerta del 3 A y, al descubrir la identidad de la persona que había reclamado auxilio, se detuvo unos instantes antes de decidirse a entrar. La mujer en apuros era la esposa de don Jacinto, un vigoroso hombre de unos cincuenta años de edad, al que las gentes del edificio llamaban Orson Welles por el extraordinario parecido con este actor y director de cine. Hacía tiempo, la mujer de don Jacinto había mantenido un contencioso con la norteamericana, a la que acusaba de haberle manchado una colada entera de ropa después de que Mirta, que vivía en el piso de arriba, tendiera la suya propia sin escurrir. Como de costumbre, la pelirroja se había mostrado indiferente al reclamo, y la reclamante no sólo se había tenido que tragar la rabia sino que se había abstenido de volver a colgar su ropa en el tendedero del patio por miedo a “esa loca peligrosa que vive encima mío”.

A pesar de este incidente, aquella noche de mayo Mirta Anderson hizo sonar sus pesados pasos sobre el parquet del piso de Orson welles, siguiendo a la mujer de éste que lloraba nerviosamente. Don Jacinto se encontraba tumbado en el cuarto de baño, boca arriba, víctima de un aparente ataque cardíaco.

Aunque nada pudo hacer por devolverle la vida al vecino del tercero, el nombre de la detestada Mirta Anderson quedó redimido entre su vecindad por algún tiempo. Garbanzo, como muy acertadamente llamaban a sus espaldas al remilgado presidente de la comunidad –era bajo y regordete-, contó que él había alcanzado a ver a la pelirroja montada sobre el mastodonte cuerpo de don Jacinto, propinándole fieros puñetazos a su corazón, con el ánimo de reanimarle. Y que después la norteamericana se había quedado a acompañar a la viuda, hasta que la misma fue arropada por el afecto de sus familiares llegados desde Ávila.

Durante algunas semanas, la enconada pelea con Mirta y Kasia disminuyó en intensidad. Los vecinos no salían de su asombro por la solidaridad y sensibilidad derrochada por la fría e indolente Mirta Anderson la noche en que murió Orson Welles.

Llegada la primavera, la norteamericana volvió a revolucionar la casa Muriel. Pero en esta ocasión, con un hecho que fue motivo de jolgorio y no de disgusto.

Según la versión del portero, Mirta Anderson había abandonado el inmueble muy de mañana, portando su maletón y acompañada de Kasia Marek, que sólo llevaba un bolso de mano. La noticia fue objeto de corrillos a lo largo del día, y se diría que paralizó la actividad de las gentes de aquel premiado edificio, que suspiraban para que la partida de las dos mujeres fuese para siempre, hasta que a eso de las siete de la tarde volvió a aparecer por el portal la potente figura de Kasia Marek, echando por tierra los deseos de sus convecinos.

Kasia Marek pasó a ocupar en solitario el puesto de rara avis que compartía con Mirta Anderson, pues a esta última no se le volvió a ver y su piso tampoco fue ocupado por nadie. Tras su regreso, la polaca continuó con la costumbre de sacar la poltrona al descansillo y de comer grandes cantidades de fruta. Pero aquel hábito no se prolongó sino por unas cuantas semanas, al cabo de las cuales Kasia Marek debió de aburrirse de lo que hacía porque dejó su hábito de estar expuesta al público y más bien se refugió en el interior de su casa.

Pocas salidas hacía la polaca, y casi todas vinculadas con el aprovisionamiento de su subsistencia. A la única que le permitía acercarse a su hogar era a una compatriota suya que venía a limpiar su piso, tras dejar relucientes los vitrales de la casa Muriel. Fue esta mujer la que contó la forma en que vivía la corpulenta Marek, quizás sorprendida por lo que allí dentro pasaba. Se lo dijo al portero y éste, frotándose las manos, lo puso en conocimiento de todo el edificio.

Kasia Marek tenía en la cocina de su casa dos grandes ollas de agua hirviendo todo el día porque, decía, el ambiente de su piso era excesivamente seco y la causa de su permanente tos y de que la piel tendiese a resquebrajársele al menor descuido. Vivía obsesionada con la falta de humedad, y para subsanar lo que ella había convertido en la máxima carencia de su hogar repartía cazos de agua hirviendo por todos los rincones de su casa. Extraña costumbre ésta, teniendo en cuenta que en el mercado se pueden conseguir humidificadores de diversa intensidad y tamaño, pero era un hecho cierto en la vivienda de Kasia Marek. Como también lo era que el papel de las paredes se descolgaba y se caía a pedazos.

Kasia Marek fue encontrada muerta la mañana en que Marysia, su empleada polaca, había venido a informarle de una nueva acusación en su contra. El inquilino del piso de debajo del suyo se había quejado de que Kasia llevaba varios días sin apagar la televisión y la señalaba como culpable del empeoramiento de sus problemas de sueño.

 En efecto, el aparato llevaba días sin ser apagado, los mismos que tenía de muerta la singular polaca que, afortunadamente, falleció de noche cuando sus ollas no solían ser puestas al fuego.

 

Kasia Marek fue enterrada por una familiar de la que nunca se había tenido noticia, que vivía en el extremo opuesto de la ciudad, y muy lamentada por Mirta Anderson, que regresó tres días después de su muerte para terror de los habitantes de la casa Muriel.

La americana siguió causándoles molestias, sobre todo con las plantas del portal, que destruía o robaba hasta que por decisión unánime de la junta directiva del edificio las quitaron de manera definitiva.

En cuanto a su antigua vida nocturna, fue abandonada porque nunca más se le vio salir de noche. Salía de día, con el rostro totalmente cubierto por una pañoleta amarilla, causando miedo entre los chiquillos del barrio que la veían recorrer sus calles sin otro rumbo que el de los contenedores de basura que hurgaba, simplemente, pues nunca se llevaba nada.

Un mediodía, tras regresar de llevar a sus hijos pequeños al circo, el ingeniero Aldama vio a Mirta Anderson parada sobre el alfeizar de una de sus ventanas, con la clara disposición de arrojarse al vacío. Estupefacto, lo único que atinó a gritarle fue: ¡Señora, tenga respeto, por favor, no ve que hay niños! Y la pelirroja, como si se tratase de una cría pillada en falta, bajó su cabeza y le obedeció de inmediato: se metió nuevamente en su piso. Por primera vez en su vida, la retadora y violenta Mirta Anderson tuvo respeto por los demás.

Días más tarde, Mirta Anderson se marchó de la casa Muriel con sus cuatro gatos y una mochila de viaje de esas que a sus espaldas llevan los trotamundos. Pero lo que se convirtió en un gran festejo, dejó de serlo a las pocas horas cuando varios de los pisos del inmueble quedaron severamente afectados por la inundación que había provocado la endiablada peliroja al dejar abierto todos los grifos de su casa. Mirta Anderson había vuelto a sus andadas. Atrás, había quedado el llamado de atención del ingeniero Aldama gracias al cual ella seguía viva. Su freno interior tenía poco aguante pues su capacidad de confrontación, de seguro, era muy efímera.

Sólo hasta días más tarde, las víctimas de esta enloquecida venganza se sobrepusieron cuando se les ocurrió abrir el maletón que la pelirroja había dejado sobre la mesa del comedor lleno de miles de euros, muchos más de aquellos que se pudieran necesitar para las reparaciones. Una vez más la imprevisible Mirta Anderson volvió a sorprender, pero en esta ocasión,  y a pesar de los destrozos, los habitantes de la Casa Muriel quedaron contentos.

Alba Pérez del Río (Barranquilla, Colombia, 1959) es licenciada en Derecho y diplomada en Comunidades Europeas. Fue Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (Colombia), en la modalidad de crónica, en 1985. Desde mediados de ese año reside en España. 

 

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