15 agosto 2007

Un Mahler incompleto en El Escorial

Escuchar una sinfonía como la Tercera de Mahler rodeado del paisaje único de San Lorenzo de El Escorial debería ser un acontecimiento único, un auténtico placer para los sentidos por su poder de evocación. Muchos de los que se sentaron el pasado 7 de agosto en las butacas del auditorio escurialense se mostraban dispuestos a contemplar la imagen sonora del estallido del verano, los colores de las flores del campo y el correteo de los animales del bosque tras haber matado la espera habiéndose dejado embriagar por la agradable canícula del paisaje que puede divisarse desde el balcón principal.
Los ingredientes jugaban a favor. Nada menos que el hiperactivo y sugerente director ruso Valery Gergiev, al frente de la Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo, del que es director general y artístico. Con este concierto se presentaba esta compañía operística en el Festival Lírico Internacional que organiza cada año el Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial, esta vez con sus nuevos gestores tras el concurso fallado el año pasado. La participación de esta formación rusa se completaría en días sucesivos con Tosca, de Puccini, Il Viaggio a Reims, de Rossini, y un nuevo concierto que clausuraría el festival con La consagración de la primavera en atriles, de Stravinski, entre otras obras.
Sin embargo, no fue ninguna noche especial, si dejamos aparte la interpretación del último movimiento. Todo, desde el comienzo, tenía un intenso aroma a algo improvisado, a un aquí-te-pillo-aquí-te-mato deslavazado, incompleto, algo cojo. Primero, la disposición de la orquesta en el minúsculo escenario que dejaba la producción operística que se iba a ver al día siguiente y que obligó a interpretar esta sinfonía con un telón de fondo, sin una concha escénica que diera forma al sonido, de desde el comienzo sonó plano y sin relieve. Luego, los excesivamente sobrios programas entregados por la organización, que quedaban huérfanos de una breve introducción a la obra, por no decir una traducción de las partes cantadas. Y durante la interpretación, el juego de luces que se trajeron los operarios de sala, que invitaba a imaginar una divertida discusión entre bastidores sobre qué luces deberían estar encendidas o apagadas. Por lo que se ve, la discusión debió durar hasta el último movimiento. Quizás sea la falta de costumbre.
Pero lo que pareció improvisado de principio a fin fue la propia interpretación de la sinfonía. Por lo menos en lo que se refiere a su sección de trompas y trompetas, que rivalizaron en ataques imprecisos durante toda la ejecución. Con estos mimbres, la sinfonía evolucionó incompleta, mutilada en su sentido musical por unas trompas destempladas y dubitativas, comportamiento se extendió hasta la trompeta que suena oculta en el proscenio durante el tercer movimiento. En el cuarto, la voz oscura y profunda de Zlata Bulycheva apenas lograba encaramarse por encima de unos metales que sonaban inusualmente altos. En el siguiente, el coro de mujeres y niños, colocados donde por donde podían, cantaron bien, aunque su retirada del estrado se hiciera con el movimiento todavía sin terminar y con los ruidos lógicos que no dejaron brillar el conjunto. Improvisación, una vez más.
Pero en esto llegó el sexto movimiento, aquél que Mahler tituló “lo que me cuenta el amor”, que en el fondo no es más que la búsqueda de las razones últimas, la que da orden y sentido a todas las cosas, reflejadas en cada uno de los movimientos anteriores. Cobró protagonismo la excepcional cuerda de la orquesta rusa, que surgió modelada por las manos de ese orfebre del sonido que es Valery Gergiev. Emergieron líneas melódicas muy sobrias, con esa claridad que concede la especial orquestación de las composiciones mahlerianas. Un verdadero monumento al equilibrio, con acentos, detalles, pausas, accelerandi y ritardandi plenos de expresión y colorido orquestal. Curiosamente, trompas y trompetas no la pifiaron al final, como contagiados por la excelencia de sus colegas, y la sinfonía se saldó con una salva muy generosa de aplausos. Alguno, en el delirio, llegó a gritar un bravo, obviando en su memoria la insatisfacción de los movimientos anteriores. Gergiev optó por levantar al trombón solista en un sinfonía apta para que los solistas de todas las secciones de metal reciban en persona la ovación del público. No era el caso esa noche. Junto a la mezzo, la trompeta oculta salió a saludar con cara de sorpresa. No era para menos. Otra vez será. Malas noches las tienen todos. Y buenas también. Afortunadamente.
Texto: Felipe Santos

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