21 febrero 2008

Guardianes de la memoria

Las cinco historias Guardianes de la memoria de Álvaro Colomer (Ediciones Martínez Roca), todas ellas rodeadas de un halo de misterio, rinden homenaje a estas “ciudades o regiones estigmatizadas”. Mediante entrevistas, anécdotas y viejas historias, el autor nos cuenta cómo fueron antes de entrar en la leyenda por derecho propio y nos adentra en el día a día de sus habitantes –que soportan con estoicismo el peso de la historia-, en un apasionante viaje por las profundidades de la Vieja Europa.

En todo mapa puede localizarse una ciudad cuya historia reciente ha condicionado la visión que sobre ella tenemos. Son lugares donde acaecieron sucesos por siempre grabados en la memoria colectiva. ¿Quién no está al corriente de lo que pasó en Auschwitz? ¿Alguien ha podido olvidar el accidente nuclear de Chernóbil? ¿No se estremece uno ante el recuerdo de Gernika? ¿Acaso nos deja indiferente la emoción que despierta la peregrinación de miles de personas al santuario de Lourdes? ¿No se nos pone la piel de gallina cuando oímos Transilvania y el nombre del conde Drácula?

Álvaro Colomer (Barcelona, 1973) es escritor y periodista. Ha publicado las novelas La calle de los suicidios, gracias al apoyo de Alberto Vázquez-Figueroa, y Mimodrama de una ciudad muerta. Como periodista ha publicado el libro de relatos, basado en hechos reales, Se alquila una mujer. Historias de putas (MR Ediciones), un documento donde se repasan todos los ámbitos de la prostitución española y gracias al cual participó en la Comisión de Investigación sobre el Fenómeno de la Prostitución, promovida por el Senado español. También ha participado en numerosas antologías de cuentos, siendo especialmente reseñables Que la vida iba en serio y Tierra de nadie. Como periodista ha merecido el International Award for Excellence in Journalism 2007, concedido por el International Institute of Journalism and Communication, por un reportaje sobre Chernóbil incluido en Guardianes de la memoria. Además, es colaborador habitual de La Vanguardia, Que Leer, Yo Dona y otras publicaciones del mismo carácter.

Para fomentar la lectura de este interesante libro, publicamos a continuación su prólogo titulado El currículum de la humanidad

Prólogo

En todo mapa puede localizarse una ciudad cuya historia reciente haya condicionado la visión que tenemos sobre ella. Son lugares donde acaecieron catástrofes, donde se cometieron crímenes, donde se gestaron leyendas, donde se planearon magnicidios o donde ocurrieron tantos otros sucesos por siempre grabados en la memoria colectiva de nuestra especie. La lista de municipios supeditados a su pasado es extensa, demasiado extensa, e incluye topónimos capaces de evocar toda suerte de acontecimientos: Auschwitz, Belchite, Belfast, Cisjordania, Chechenia, Chernóbil, Chiapas, Dresde, Fátima, Gernika, Guadalupe, Hiroshima, Houston, Inverness, Lourdes, Maastricht, Malvinas, Nagasaki, Normandía, Pearl Harbor, Sicilia, Soweto, etcétera. Resulta imposible pronunciar el nombre de cualquiera de estos enclaves sin retrotraerse a un único hecho, normalmente uno de trascendencia internacional, y más difícil debe de parecer a sus habitantes desprenderse de un sambenito que no sólo condiciona la mirada que el resto del planeta vuelca sobre ellos, sino que además ralentiza sobremanera la evolución de la sociedad a la que pertenecen. Porque nacer en una sociedad estigmatizada implica mantener un pie permanentemente clavado en el pasado, resultando del todo inútil pretender que la otra pierna avance más allá de lo permitido por la flexibilidad del cuerpo.

Lógicamente, existen otras localidades donde también han acontecido hechos definitorios en la Historia (moral) de la Humanidad, pero, por circunstancias de lo más diversas, esos sucesos no siempre han condicionado de un modo absoluto nuestra opinión sobre las mismas: Nueva York nos evoca más realidades que la impuesta por los atentados contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, Berlín supera con creces la imagen de un país separado por un muro, Roma entraña mucho más que un puñado de gladiadores peleando en el circo, Río de Janeiro jamás ha quedado absorbida por el Carnaval, Nueva Orleans nos retrotrae a situaciones más agradables que la devastación del huracán Katrina… Estos topónimos no se han visto del todo perjudicados, o beneficiados, por aquellos acontecimientos más que nada porque son lugares lo suficientemente grandes como para generar otras noticias de alcance global, pero hay ciudades, acaso resulte más afectivo llamarlas poblaciones, que todavía hoy se bambolean sobre la estela generada por unos sucesos que borraron del mapa cualquier otro vestigio del pasado local. ¿Quién conoce más hitos de Auschwitz que los ocurridos en los campos de concentración?, ¿quién puede pronunciar el nombre de Chernóbil sin pensar en niños con la cabeza rapada?, ¿quién observa el óleo de Picasso sin evocar la estampa de cientos de cuerpos calcinados en la plaza mayor de Gernika? Y, en un plano más distendido, ¿quién observa un mapa de Transilvania sin que le vengan a las mientes los colmillos de un vampiro? O ¿quién se aproxima a Lourdes sin suponer a miles de enfermos suplicando una prórroga en la vida? Cada uno de estos pueblos, ciudades o regiones nos trae reminiscencias de un eslabón perdido en la cadena de la Historia, y nos incita a pensar que, hasta el momento del gran acontecimiento, nada había sucedido dentro de sus fronteras. Se podría decir que un determinado episodio (por ejemplo, el Holocausto) dotó de nombre y renombre al punto geográfico donde se produjo (Auschwitz, principalmente), de tal guisa que los habitantes de dichos territorios podrían continuar en el mayor de los anonimatos si el destino no se hubiera empeñado en convertirlos en protagonistas excepcionales de los sucesos que hoy les definen. A casi nadie interesa los aspectos de esos municipios que no conciernen directamente al hecho histórico, así que la población mundial se conforma pensando que nada ocurrió en Chernóbil antes del accidente nuclear y que nada ocurrirá en ese mismo lugar durante los próximos años. Y, sin embargo, ocurre. Sobre todo a consecuencia del desastre. Porque la historia de estas ciudades no se detuvo en las fechas por todos conocidas, sino que continúa afectando a unos ciudadanos que, pese a vivir en un sitio conocido por el mundo entero, no reciben la más mínima atención. De alguna manera, todos nos hemos empeñado en marcar con una equis los lugares del mapa donde se fraguaron las claves de la Historia, guardando a continuación el atlas en la estantería de las cosas inamovibles y despreocupándonos por los individuos que hoy soportan el peso de esa misma cruz sobre sus espaldas.

En sus Consideraciones intempestivas, Friedrich Wilhelm Nietzsche denominaba “Historia Monumental” al acto de rememorización que los pueblos hacen de las acciones realizadas por sus ancestros. Según el filósofo alemán, todas las sociedades se esfuerzan por mantener el recuerdo de determinadas situaciones porque saben que los acontecimientos de ayer pueden repetirse mañana y porque no quieren cometer los mismos errores. Y ésta es, precisamente, la labor de las ciudades estigmatizadas: convertirse en recordatorios de nuestras miserias y, en menos ocasiones, de nuestras grandezas. Nada más que eso. Poco suele importarnos que los habitantes de dichos lugares reclamen, de tanto en cuanto, la posibilidad de avanzar por la línea del tiempo sin que las cadenas del pasado les acorten los pasos, y eso nos importa bien poco porque los seres humanos, necesitados de mantener la memoria de nuestra infancia común, convertimos en materia algo tan abstracto como nuestras emociones: el dolor de la Humanidad estará por siempre representado en el lugar físico de Auschwitz; la esperanza, en Lourdes; el perdón, en Gernika; el miedo, en Transilvania; la incertidumbre, en Chernóbil; y así un largo etcétera. No nos basta a los ciudadanos del mundo con leer un puñado de ensayos donde se detallen aquellos hechos, sino que exigimos la creación de un espacio concreto donde ubicar físicamente las pasiones del alma que nos definen como colectivo. Es decir, las emociones. Así pues, los mortales reclamamos una “geografía de las emociones” sobre la que lamentar la existencia de un lado oscuro del corazón o sobre la que aplaudir el reverso luminoso del mismo, de suerte que ordenamos a los recién nacidos en dichas ciudades que acepten su condición de “guardianes de la memoria colectiva” y que se comprometan desde una edad temprana a conservar, respetar y alimentar un recuerdo en verdad responsabilidad de todos.

Hace unos años, John J. Lennon y Malcolm Foley publicaron “Dark Tourism: the attraction of death and disaster”, un ensayo donde acuñaban el término “turismo oscuro” para designar la tendencia de los tour operadores a ofrecer paquetes de viajes a destinos donde hubieran ocurrido genocidios, holocaustos, bombardeos, magnicidios y otros acontecimientos tenebrosos, catalogados por los autores en un centenar, y donde los viajeros pudieran fotografiar los barracones donde murieron miles de personas, manosear los monumentos erigidos en loor de los desaparecidos y comprar souvenirs con eslóganes sobre el horror alcanzado en dichas geografías. Igualmente, en el número 165 del suplemento Culturas (La Vanguardia), George Yúdice publicaba un reportaje titulado “Atracción por los lugares del dolor”, donde denunciaba la conversión de algunos enclaves marcados por hechos catastróficos en una suerte de parques temáticos del sufrimiento. Como ejemplo ponía el Memorial Choeung Ek (donde se encuentran las fosas colectivas de 17.000 víctimas de Pol Pot, así como las 8.000 calaveras que conforman su famosa columna), en la actualidad administrado por una empresa privada simple y llanamente porque el alcalde de la localidad camboyana consideró que necesitaban “embellecer el sitio para atraer turistas. Este proyecto mejorará el turismo en el país, pues ya no sólo se visitarán templos históricos, sino que se buscará ver con los propios ojos la violencia de los campos de la muerte”. No es la intención del presente libro convertirse en una guía turística del dolor. Todo lo contrario. Los cinco ensayos aquí presentes o, usando la terminología de Hans Magnus Enzensberger, los cinco “reportajes ideológicos” compilados en este volumen sólo pretenden rendir homenaje a los habitantes de esas ciudades estigmatizadas, agradeciéndoles de algún modo que hayan renunciado a su propia evolución como colectivo autónomo en aras del mantenimiento de un recuerdo que realmente pertenece a toda la Humanidad. Por otra parte, estos cinco textos permitirán que el lector comprenda un poco mejor el pasado del Viejo Continente –al que me he limitado por razones de pura proximidad- y, acaso más importante, que aprenda en qué han devenido los lugares donde se fraguó nuestra historia reciente.

Leave a Reply