02 noviembre 2008

El mundo a través de una pantalla

<!–
/* Style Definitions */
p.MsoNormal, li.MsoNormal, div.MsoNormal
{mso-style-parent:»»;
margin:0cm;
margin-bottom:.0001pt;
mso-pagination:widow-orphan;
font-size:12.0pt;
font-family:»Times New Roman»;
mso-fareast-font-family:»Times New Roman»;}
@page Section1
{size:612.0pt 792.0pt;
margin:70.85pt 3.0cm 70.85pt 3.0cm;
mso-header-margin:36.0pt;
mso-footer-margin:36.0pt;
mso-paper-source:0;}
div.Section1
{page:Section1;}
–>Todos estamos de acuerdo: Internet ha transformado nuestras
vidas. Se ha convertido no sólo en el primordial medio de comunicación e
información, sino también en el espacio donde compramos, jugamos, debatimos,
buscamos relaciones… Pocos se atreven a cuestionar sus bondades, y los que lo
hacen son tachados de retrógrados, antidemocráticos y elitistas. En este
contexto, Lee Siegel, perspicaz e incisivo, alza la voz para hacer las
preguntas que sistemáticamente han sido obviadas por los defensores de lo digital:
una revolución, sí, pero ¿de qué tipo?

<!–
/* Style Definitions */
p.MsoNormal, li.MsoNormal, div.MsoNormal
{mso-style-parent:»»;
margin:0cm;
margin-bottom:.0001pt;
mso-pagination:widow-orphan;
font-size:12.0pt;
font-family:»Times New Roman»;
mso-fareast-font-family:»Times New Roman»;}
@page Section1
{size:612.0pt 792.0pt;
margin:70.85pt 3.0cm 70.85pt 3.0cm;
mso-header-margin:36.0pt;
mso-footer-margin:36.0pt;
mso-paper-source:0;}
div.Section1
{page:Section1;}
–>
Todos estamos de acuerdo: Internet ha transformado nuestras vidas. Se ha convertido no sólo en el primordial medio de comunicación e información, sino también en el espacio donde compramos, jugamos, debatimos, buscamos relaciones… Pocos se atreven a cuestionar sus bondades, y los que lo hacen son tachados de retrógrados, antidemocráticos y elitistas. En este contexto, Lee Siegel, perspicaz e incisivo, alza la voz para hacer las preguntas que sistemáticamente han sido obviadas por los defensores de lo digital: una revolución, sí, pero ¿de qué tipo?

En “El mundo a través de una pantalla”, publicado por Ediciones Urano, Lee Siegel analiza a fondo este tema. Para Siegel, nuestra profunda inmersión en la vida online reorganiza los ritmos de nuestros días y además reformula nuestras mentes y nuestra cultura en modos de los que todavía no somos conscientes.

Lejos de ser la máxima expresión de libertad y democracia, Internet y algunos de sus parientes culturales cercanos convierten nuestro tiempo libre en un valor de mercado, desvalorizan nuestra privacidad, confunden arte con autoexpresión y transforman a nuestros semejantes en público objetivo. El individuo, abrumado por los discursos de los gurús de la tecnología, va cediendo más y más control de su libertad y de su individualidad a las necesidades de la ‘máquina’, esa confluencia de negocio y tecnología cuyos límites se van alargando para rodear casi todas las actividades humanas.

La argumentación de Siegel no es un manifiesto contra Internet en sí, sino más bien una tonificante llamada de atención para enfrentarnos con el modo en que la era digital nos está transformando a todos. Lleno de puntos de vista originales y de agudo ingenio, este libro nos fuerza a contemplar a nuestra cultura -para mejor o para peor- de un modo completamente nuevo.

Lee Siegel es conocido en los Estados Unidos por sus brillantes ensayos y artículos, que le valieron en 2002 el Premio Nacional de la Crítica. Considerado por el New York Times como uno de los críticos más elocuentes y agudos del país, su polémico ensayo desafía las opiniones más extendidas sobre Internet, el fenómeno cultural más trascendente de nuestro tiempo, para ofrecer una perspicaz visión de lo que puede suponer su desarrollo para la sociedad.

Con el fin de dar a conocer a nuestros lectores este estupendo libro y fomentar su lectura, que realmente recomendamos, hemos solicitado a Ediciones Urano el permiso para publicar la Introducción al libro, y que reproducimos a continuación.

Introducción al libro “El mundo a través de una pantalla”

Este libro trata sobre cómo Internet está configurando lo que pensamos sobre nosotros, el resto de la gente y el mundo que nos rodea. También es una reflexión acerca de cómo la Red, en sí misma, ha generado cambios en la sociedad y la cultura. Desde hace años he querido escribirlo, aunque, en sus orígenes, el libro no se basaba en Internet. Lo hacía en una creencia que, para bien o para mal, ha guiado mi vida como escritor y especialmente como crítico cultural, y es que las cosas no tienen por qué ser como son.

Pensemos en el automóvil, que, al igual que Internet, es una de las invenciones más maravillosas de la humanidad. A pesar de ello, a principios de los años sesenta, cincuenta mil personas morían anualmente debido a un accidente de tráfico. Entre las razones de la alta tasa de mortalidad, se encontraba el hecho de que las transmisiones eran difíciles de manejar, el empleo de cromo y otros materiales reflectores dentro de los vehículos obstaculizaba la visibilidad a los conductores y, además, aquéllos no disponían de dispositivos protectores para evitar que los pasajeros se empotraran en el parabrisas cuando se producía un choque. Aun así, el público no se quejaba. La retórica alrededor del automóvil provocaba una reacción de oídos sordos al escepticismo. Los coches no solamente eran de una comodidad prodigiosa, como se decía, sino un milagro de la transformación social y personal.

En la publicidad, el poder del coche y su movilidad se identificaban con la promesa del modo de vida americano. La velocidad de los vehículos hacía que cualquier crítica pareciera puntillosa y reaccionaria. Por consiguiente, los estilos cambiantes de los automóviles eran como la personificación visual de un año concreto. La <> del coche era la definición de la relevancia social de su propietario. Estos vehículos eran tan veloces y los modelos evolucionaban tan rápidamente que adquirían una apariencia de condición eterna, como el ciclo de las estaciones del año.

Tal espejismo confería a los fabricantes del sector de la auto-moción un pretexto para sus negligencias. Conscientes de los costes, podían ocultar su negativa a fabricar coches más seguros alegando que no se podía hacer nada, por lo que el precio en vidas humanas era inevitable e inexorable. Ésta era la esencia de los autos. Es más, estos vehículos otorgaban un poder al individuo a un nivel sin precedentes. Puesto que cada vez eran más aptos para todos los bolsillos, parecía que fueran la prueba y la realización definitiva de la democracia. Si cada vez morían más personas en las carreteras, era porque una mayor cantidad de gente disfrutaba de la libertad, la elección y el acceso que proporcionaban estas nuevas máquinas que rugían a lo largo de los caminos abiertos. Criticar el automóvil era como censurar la democracia. De todos modos, así es como estaban las cosas.

Hasta que llegó 1965, año en el que Ralph Nader publicó Insafe at Any Speed (Inseguro a cualquier velocidad), un clásico que expone las negligencias criminales de la industria automovilís­tica. El público se horrorizó. Parecía que los altos ejecutivos del sector habían sabido desde siempre cuál era el problema. Los ingenieros les habían presionado para ejecutar cambios que ha­brían salvado decenas de miles de vidas, pero los directivos habían silenciado las críticas con su mente ocupada en reducir los costes, proteger a los accionistas y conservar sus propios empleos.

Pero el público no sólo estaba aterrorizado, sino conmocio­nado. Se hizo patente que lo que habían aceptado como algo inevitable, en realidad, era totalmente arbitrario. Las cosas deberían haber sido distintas. De forma gradual, a través de la presión pública, el contexto incuestionable de que los automóviles eran algo necesariamente peligroso cedió ante una nueva situación en la que la industria del automóvil tomó conciencia del problema de la seguridad. La gente dejó de morir en cantidades asombro­sas en la carretera. Las cosas cambiaron.

Dios me libre de comparar Internet con una trampa mortal inminente. Pero Internet tiene su lado destructivo, como el auto­móvil. Ambas tecnologías entraron en el mundo con aires de triun­falismo, ocultando sus peligros frente a cualquier visión crítica. Al igual que el coche, Internet se ha concebido como un milagro social y de transformación personal, cuando, en el fondo, es un prodigio de la comodidad. En el caso concreto de Internet, su portentosa utilidad ha causado una revuelta social y personal. Como ocurrió con el automóvil, las críticas sobre sus defectos, riesgos y peligros han sido silenciadas, ignoradas o estigmatizadas como expresión de los dos grandes tabús estadounidenses, la ne­gatividad y el miedo al cambio. Al igual que sucedió con el auto­móvil, la retórica de la libertad, la democracia, la elección o el acceso han encubierto el interés avaricioso y ciego que se oculta detrás de la mayor parte de aquello en lo que se ha convertido Internet en la actualidad.

Ahora bien, sería un desatino negarse a aceptar que Internet es de una utilidad prodigiosa. Google, Amazon y Nexis me ahorraron meses de investigación y de búsqueda de un título cuando estaba escribiendo este libro. Recientemente, Internet nos permitió a mi familia y a mí encontrar un apartamento en una cuarta parte del tiempo que hubiéramos necesitado en los días previos a Internet. Si no fuera por algunos de los sitios médicos fiables de la Red, mi esposa y yo habríamos pasado incontables horas nocturnas preocupándonos por la salud de nuestro hijo durante sus primeras semanas de su vida. Sin el correo electróni­co, ¡habría tardado más en conocer a mi mujer o en desarrollar una carrera como escritor! A veces hablo con vacilación y timidez. El correo electrónico me ha permitido encontrar traba­jo y amor, a través de un medio en el que me siento cómodo como escritor.

Nadie puede negar la capacidad de Internet de hacer la vida más fácil, fluida y placentera. Pero seamos honestos: sin Internet me habría instalado en la biblioteca, habría recorrido una y otra vez las hileras de estantes de libros usados y, con el tiempo, habría escrito este libro sin necesidad de Internet. Mi familia y yo hubié­ramos encontrado piso. Unas pocas visitas suplementarias al pe­diatra hubieran evitado nuestra ansiedad por la salud de nuestro pequeño. El trabajo y el amor no me hubieran eludido, aunque hubiera tenido que depender de la palabra hablada en lugar de la escrita. Sin la Red, hubiera logrado estas cosas o se hubieran resuelto de otra manera. Internet representa una gran diferencia: todo se puede hacer de forma más rápida, eficaz y cómoda.

La comodidad constituye una parte esencial de las promesas que recibimos en las ofertas comerciales contemporáneas. Por eso, el comercio y el confort no existen porque sí, sino para dar más sentido a la vida fuera del terreno comercial. En ningún epitafio se lee: «Aquí descansa el señor Cavanaugh, quien llevó una vida cómoda e hizo la vida cómoda a los demás». En nombre de la comodidad y la utilidad, Internet ha sido ensalzada como una revolución equivalente a la que provocó la imprenta.

Internet, sin embargo, es completamente distinta de la im­prenta. Divulgar conocimientos a través de los libros no tiene nada que ver con comprar libros en línea; divulgar conocimientos entre gente que carece de libros no tiene nada que ver con la rápida difusión de la información en la Red; conceder voz a todo el mundo, como alegan los defensores de Internet, no sólo es muy diferente a facilitar que las voces más creativas, inteligentes y origi­nales sean escuchadas, sino que puede ser precisamente una forma de impedir que las voces más creativas, inteligentes y originales lleguen a la gente.

En los últimos años, las proclamas a veces histéricas de que Internet es una revolución que está haciendo época en las relacio­nes sociales y personales siguen la misma pauta. Siempre se describe la «revolución» desde el punto de vista comercial del empoderamiento del consumidor y de sus ventajas. Pero una revolución con comodidad no es posible que se llame revolución, sobre todo porque en nuestros días la calidad es tan preciada como la utilidad. Aun así, Internet ha provocado una revolución. Lo que ocurre es que los profetas de la Red no quieren hablar de qué tipo de revolución se trata.
Internet como innovación técnica es la respuesta a nuestra situación actual, en la que imperan las actividades agitadas, incone­xas y fragmentadas. Un siglo de cambios tecnológicos ha llenado nuestros ajetreados días con experiencias dispares y casi simultá­neas. Conectarnos en línea nos permite ahora organizar estas experiencias, casi unificarlas. (¿Qué es la «división en comparti­mentos», sino una manera de mantener abiertas varias «ventanas» al mismo tiempo?) Pese a nuestros lamentos de que el correo electrónico está dirigiendo nuestras vidas, podemos seguir adelante, de un modo en cierto sentido manejable, con el ritmo acelerado de las discordantes esferas de la vida.

Del mismo modo, la esencia social y psicológica de Internet es la respuesta a un siglo de cambio social y psicológico. Duran­te este tiempo y de forma gradual, el individuo se ha elevado por encima de la sociedad. Satisfacer nuestros propios deseos se ha vuelto más importante que equilibrar nuestras relaciones con los demás.

En la era de Freud, del yo existencial, del yo terapéutico, del yo confesional, del yo representativo, la era de la memoria, de la llamada «generación yo» y la cultura del narcisismo, la vida es ahora más mental, más interior, más dirigida a gratificar nuestros deseos personales. La crisis de la familia y la preponderancia de personas que viven solas son aspectos de esta tendencia. Por desgracia, también lo es la frecuencia escandalosa de actos violen­tos, incluso de asesinatos masivos, en lugares públicos. Vivimos más ensimismados que cualquier sociedad anterior y, para algunas personas, la única realidad que existe es la que tienen dentro de sus cabezas.

Con esto no condeno nuestra forma de vida. Las comunida­des atrapadas por ideologías funestas y tribalismos destructivos han infligido mayores sufrimientos que el individualismo radical. Hay mucho que decir sobre nuestro aislamiento y nuestras vidas separadas, debido al mayor acceso que permiten a una amplia gama de placeres y protecciones. Pero, no obstante, como quiera que se desenvuelva nuestra situación actual, lo cierto es que Internet ofrece el primer marco de cohesión social y psicológica para esta situación relativamente nueva. Internet es el primer entorno social al servicio de las necesidades del individuo, aisla­do, elevado e insociable.

Internet es una innovación tecnológica inevitable, dado que responde a una serie de circunstancias que se han ido creando durante varias décadas. Pero la esencia de Internet, una vez se inventó, no es inevitable. La tecnología es neutral y sin valía, no es ni inherentemente buena ni mala. Son los valores los que provo­can que las tecnologías sean una ayuda o un obstáculo para la vida humana.

Compramos, jugamos, trabajamos, amamos, solicitamos infor­mación, buscamos comunicarnos unos con otros y a veces con el mundo a través de Internet. Hoy más que nunca, pasamos más tiempo solos. Aun así, la gente no debate sobre los efectos de esta asombrosa y nueva situación.

En ocasiones, suenan las alarmas sobre el robo de identida­des, los comportamientos adictivos o la explotación sexual de menores a través de Internet. Son peligros reales, especialmente el acoso sexual infantil. Pero son los riesgos más extremos y más visibles del mundo de Internet. Con el tiempo, se podrán contro­lar mediante leyes, tribunales y comités. De todos modos, tales preocupaciones son habitualmente desechadas alegando histe­rismo, al igual que en su momento ocurrió con las altas tasas de mortalidad por accidentes de tráfico. Decimos que si numerosas personas quedan enganchadas a Internet es porque están disfru­tando de la libertad, la elección y el acceso que ofrecen estas nuevas máquinas que nos transportan hacia un ciberespacio abierto e infinito. Ésta es la esencia de Internet.

La Red magnifica estas pautas patológicas de comporta­miento, pero no las ha creado. Lo que no pueden resolver las legislaciones, los tribunales y los comités son los comportamien­tos originados por la propia Internet, problemas generados por las rutinas diarias de su uso. Y, sin embargo, nunca se abren interro­gantes sobre las nuevas convenciones de Internet. En su lugar, al público sólo se le ofrecen conferencias y debates de los impulsores de Internet e inversores que exageran cantando las alabanzas del medio. Si alguien se atreve a desafiar el dialecto de la Red le llaman viejo quisquilloso o reaccionario. La retórica triunfal y autocomplaciente que envuelve a este medio ha generado una impermeabilidad a la crítica.

Por extraño que suene, pese a que el escepticismo es la especialidad de la prensa, los editores de diarios y revistas son los más renuentes a formular críticas sustanciales a Internet. Y todo ello pese al hecho de que los medios tradicionales son el blanco más popular de los impulsores de la Red. Las presiones económi­cas sobre los editores de los diarios y las revistas tradicionales, junto con el miedo a ser reemplazados por los nuevos medios, han debilitado sus instintos escépticos.

La parálisis del establishment sin duda contribuyó al lío en el que me vi inmerso hace un año y medio. Como redactor en plantilla de The New Republic, me encontré comentarios anóni­mos en la sección «Talkback» del blog cultural que me habían encargado escribir para dicha revista. Decían cosas como: «El señor Siegal [sic] vino al santuario de mucha gentes [sic], se meó en las urnas, se tiró pedos y entonces puso su polla en el altar»; «Siegel es un mongólico subnormal», y «Siegel quiso follarse a un niño». No podía entender cómo una revista seria podía permi­tir que aparecieran estas cosas, escritas por añadidura por gente que oculta su identidad real. Intimidados comprensiblemente por la insistencia de los «nuevos» medios en asegurar un «debate abierto», The New Republic decidió no hacer cumplir las nuevas normas de uso de su sección «Talkback», en las que se prohi­bían «correos que sean difamatorios, calumniosos, innecesaria­mente hostiles, […] correos que sean obscenos, ofensivos, acosadores, amenazantes, que no traten el tema expuesto, ininteligibles e inapropiados». Eran reglas positivas y razonables que, de hecho, alentaban el debate abierto. Y mi madre estaba leyendo esos escritos, ¡por el amor de Dios! Lo peor es que, todo lo que aparece en la Red, allí se queda. Para siempre.

Después de protestar en vano a los editores por esta situa­ción ridícula (y tras polemizar en mi blog contra lo que llamo «el anónimo gamberro» y la práctica de la burla en Internet, lo cual fue como hablarle a una pared), decidí que me encontraba en un escenario surrealista y que lo mejor era pasarlo un poco bien, meterme de lleno y probar el rol de «anónimo gamberro». Me autodenominé «sprezzatura» (un término acuñado durante el Renacimiento italiano que connota una simplicidad ilusoria), ensalcé al despreciable señor Siegel y arremetí contra sus atacantes incontinentes en su mismo idioma. Eso, pensé ingenuamen­te, les daría una lección.

Mi broma fue descubierta, y la dirección de The New Republic, aterrorizada, me cesó temporalmente. Además, fui ridiculizado en la blogosfera (como un ejemplo representativo de la capacidad de Internet de promover anónimos gamberros y ¡de engañar!). Fui denunciado por los medios tradicionales y después, como es buena costumbre en los Estados Unidos, premiado con una entrevista en The New York Times Magazine y con la oportunidad de escribir el libro sobre la cultura de la Red que siempre había querido escribir. A raíz del escándalo, empezaron a aparecer artículos que expresaban la preocupación por los anónimos maliciosos en Internet en The Guardian, The Nation, Salon, The New York Times y la propia The New Republic. Hasta ese momen­to, las reglas sobre ataques anónimos en la blogosfera apenas se habían analizado. Pero, poco a poco, los artículos de denuncia fueron desapareciendo y la cultura de Internet dejó otra vez de ser examinada y debatida.

Este libro no trata de mis desafortunadas travesuras en el mundo en línea. Cuanto más observaba en profundidad Internet —en donde, al fin y al cabo, he prosperado profesionalmente como crítico de arte de Slate.com y por mis críticas televisivas semanales, y más tarde como escritor del blog cultural de The New Republic Online—, me daba cuenta de que más amplias y complejas eran las cuestiones sociales y culturales que se deriva­ban del medio. Lo que quería poner en tela de juicio no era el medio, sino en lo que nos hemos convertido en este nuevo contexto tecnológico. Se trataba tanto de una cuestión de inves­tigar las influencias en Internet como de pensar la forma en que este vehículo de comunicación influye en nosotros. Goethe dijo una vez que la condición humana nunca cambia, pero, a lo largo de la historia, los diferentes aspectos del ser humano resurgen o se difuminan. La tecnología es un catalizador que reactiva algunos rasgos humanos y borra otros.

En la vida moderna, todas las tecnologías de masas provocan vivos y apasionados debates sobre qué tipo de valores fomentan e infunden. Los flujos de artículos, ensayos y libros polémicos, así como la controversia que generan numerosas conferencias y debates públicos, tienen como consecuencia mejorar la calidad de la radio, la televisión y el cine, incluso cuando las presiones comerciales y los incentivos van intensificando sus deficiencias. Internet ha penetrado en nuestras vidas más profundamente que cualquier otro medio y ha superado de lejos la televisión en intimidad e inmediatez. Merece, pues, ser cuestionada con los mismos interrogantes básicos que se plantearon alguna vez a otros medios revolucionarios.

Este libro intenta responder a las siguientes preguntas. ¿A qué intereses atiende Internet? ¿Qué valores infunde? ¿Qué tipo de personas la dominan? ¿Cómo afecta a la vida cultural y social? ¿De qué modo la cultura influye en Internet? ¿Cómo aprende la gente a presentarse a sí misma en la Red? ¿Cómo aprende a relacio­narse con otra gente en línea? ¿Cuál es el precio psicológico, social y emocional de la soledad que provoca la alta tecnología? ¿Está concediendo poder a nuevas voces o realmente está ahogando las voces disidentes en aras de la libertad de expresión? ¿Es un servi­cio a la democracia? ¿O se están pervirtiendo los valores democrá­ticos con el abuso de los principios democráticos?

Internet constituye ahora un componente subsistente de nuestra civilización. Podemos mantenernos pasivos y permitir que obstaculice nuestras vidas o podemos hacer que nos guíe hacia el cumplimiento de su promesa humana. La elección es nuestra. Las cosas no tienen por qué ser como son.

Leave a Reply