20 septiembre 2009

Pequeño hombre, ¿y ahora qué?

Los años de entreguerras fueron una época muy fértil para la literatura en lengua alemana, como lo fue para la pintura. Una “época dorada” a pesar de las circunstancias convulsas en las que crecía –o quizá por eso- tras los vestigios de un fin de siglo decadente, también fecundo. Del Expresionismo a la Nueva objetividad, las letras del ámbito germano intentaban todo tipo de recursos poéticos y narrativos con los que reflejar una vez más un cambio de mentalidad y, con ello, sus transformaciones sociales y políticas. (Son todavía los años de Kafka, Hofmannsthal, Trakl, Döblin, Musil, junto a Thomas Mann, Hesse, Roth, Broch, por citar a los muy conocidos y representativos.) Hans Fallada se ubica en este período de tanta “competencia”, años finales para él de acoso político y controvertido “exilio interior”. Y años en los que el debate literario, por su profundidad, en ocasiones parece obviar su tiempo –dos guerras mundiales- para ceñirse al intento de devolverle a la literatura el rango de “bella arte”, cansados de la actitud acomodaticia y esteticista del Biedermeier o del realismo burgués.

En Pequeño hombre, ¿y ahora qué? (Ediciones Maeva; inmejorable traducción), Fallada pudiera querer adscribirse con más firmeza a esa Nueva objetividad, alejándose de derivas narrativas un tanto manieristas en las que prevalece el narrador y la fábula dentro del relato –como haría en Una vez tuvimos un hijo– sobre los diálogos ágiles, sencillos -en su caso muy acertados- de esta nueva corriente y forma que descubrimos en Pequeño hombre. Un lenguaje claro, coloquial, que a veces nos podría recordar al Döblin de Berlin, Alexanderplatz pero sin sus intenciones narrativas e implicaciones estéticas, con una crítica social menos agresiva, aunque igualmente válida. (Ambas con Berlín como trasfondo: la ciudad devoradora que excluye a desempleados y resignados.) Una novela -la de Fallada- con apenas descripciones; los personajes se describen a sí mismos en sus palabras, y con ello al mundo y sociedad que les rodea, más bien les hostiga.

Así lo hacen los pequeños héroes de esta novela, el joven matrimonio Johannes Pinneberg y Emma, a quien él cariñosamente llama “Corderita”. Una pareja de la Alemania de finales de los años 20, en plena crisis económica, cuando se apunta cada marco que se gasta, es imposible ahorrar, tener hijos es algo que nadie se puede “permitir”, cualquier habitáculo puede ser un hogar –eso o vivir con la madre- y, lo más importante, como afirma el protagonista en uno de sus diálogos de ánimo mutuo con su “Corderita”: “¡Sobre todo no quedarse en paro!”. (Sí, la pertinencia de la publicación de este libro en este preciso momento es evidente.) También era aquella una época de movimientos sociales y sindicales –estos, a su vez, con sus pequeñas intolerancias y contradictorias pautas-, donde asalariados y obreros, al ver que cada vez eran menos sus derechos y más las humillaciones, elegían a la desesperada entre el comunismo o el nacionalsocialismo en pleno auge. A lo largo de la novela son varios los diálogos espontáneos que describen estas luchas entre ideologías, donde la elección entre uno u otro bando, como afirma uno de los personajes, al final dependía más que nada del aburrimiento. Aburrimiento que crecía cuando no se veía solución alguna a la apretada –y peligrosa- situación que se estaba viviendo.

Con el aumento de las dificultades va decreciendo la inocencia de “Corderita”, quien creía en un principio en la solidaridad de los obreros pero que termina por aceptar que luchar por uno mismo es la única manera de seguir adelante. Así, de ser en un principio algo caprichosa, pasa a tomar las riendas del hogar, pero apartando cualquier fantasía sobre una vida mejor para conformarse con lo que tienen, lo poco que pueden conseguir. Mientras, Pinneberg ya estaba experimentando esa falta de solidaridad y envilecimiento entre los empleados cuando trabaja en unos grandes almacenes donde los vendedores se quitan los clientes lo unos a los otros si no quieren ser despedidos por no llegar a un cupo mínimo de ventas, y si no a la calle, o lo tomas o lo dejas.

Fallada consigue hacer de estas trágicas situaciones verdaderas escenas de sátira social. Con algo de candidez, quizá con intención de poner un punto de optimismo a unos tiempos tan extremos, el autor no deja de mostrar trazos de ilusión entre tanta adversidad, haciendo por momentos de su héroe un pusilánime o conformista, pero al cabo luchador. Es el tono con el que Fallada consiguió un éxito amplio de lectores, posiblemente gracias tanto a este estilo claro y “simpático” -si podemos hablar en estos términos-, como a su fácil lenguaje y a la vez perfecta descripción de los conflictos en su país. También a la diversidad de personajes, todos muy logrados, sobre todo en su discurso. Con todo ello, aún consigue hacer una literatura accesible, apacible y de empatía. Así, no estamos ante un Hermann Broch o Thomas Mann –quien por cierto alabó este libro-, pero sí ante un escritor que buscaba hacerse entender desde la claridad, sin falsear u ornamentar por ello el mundo que le rodeaba.

Tampoco faltan los momentos de negación, donde, en las escasas reflexiones directas del autor –fuera de los diálogos- o algún protagonista, las conclusiones se dicen con la rotundidad que merecen:

“¿Puede reír gente como nosotros? ¿Cómo se puede reír, reír de verdad, en un mundo semejante con saneados dirigentes de la vida económica que han cometido mil errores y gentes anónimas, humilladas, pisoteadas, que siempre se esfuerzan cuanto pueden?”

Puede que no haya mucha profundidad en lo que dice, pero tampoco hace falta más. El texto es claro. La moraleja final del libro de Hans Fallada es que, a pesar de todo, si existe el amor las dificultades son menos. Mientras, sólo queda esperar y permitirse el lujo, en el caso de nuestros héroes, de tener un hijo. Y de nuevo quedarse fuera, sin trabajo. Lo cual, pasado un tiempo, a algunos todavía les resulta sospechoso (p.336). Es entonces cuando comienza el desarraigo y la vergüenza. Aquí se termina la sátira.

Texto: José Antonio Vázquez (Equipo Dosdoce)

 

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