27 septiembre 2009

El silencio

Si juntamos en una misma novela meditación, budismo zen, nueva espiritualidad, paisajes isleños, medicina alternativa y lejano pseudoerotismo en ambientes vaporosos, protagonista japonesa incluida, el resultado -o pastiche- (algo así como un retro-orientalismo),  puede ser inquietante, a menos que se trate con la pericia de un maestro. No llega a ser el caso, aunque se intente cierto distanciamiento narrativo –más bien intento- y cierta desconfianza al propio discurso central sobre autocuración y el “poder de la mente”. (Desde un auténtico maestro como D.T. Suzuki, pasando por las experiencias “zen y el tiro con arco” de Herrigel –valioso libro que a su pesar abrió la veda a todo tipo de libros sobre “aplicaciones” zen: baloncesto, negocios, etc.-, hasta los ejercicios o experimentos de Douglas F. Harding, el abanico es casi infinito.)

Una chica japonesa –Umiko-, con severos traumas emocionales tras su paso por un monasterio zen, recala en Formentera, donde da clases de meditación y traduce libros de autoayuda. Enferma de cáncer, decide hacerle frente a la enfermedad ella sola mediante la curación espiritual. Para ello se ha de valer de uno de sus alumnos, en un principio descreído de estos temas new age, y locutor de radio –de “elocuentes silencios”- cuya atractiva voz es fuente de sanación para la chica. Así, el locutor debe pasar toda una noche hablándole al oído (mientras ésta duerme semidesnuda) con un extenso monólogo –la antítesis del silencio-, leer parte del diario de la chica (reminiscencias de Murakami) y cerrar el acto con una predecible – a pesar del intento de suspensión- última fase de la curación.

Las resonancias con Kawabata son evidentes –y al parecer reconocidas, un homenaje-. La forma narrativa para contar la historia, el monólogo, tiene ciertos riesgos; la oscilación entre la primera persona y el narrador omnisciente puede crear conflictos de verosimilitud a un lector muy atento o exigente que no quiera dejarse engañar por licencias literarias. Del mismo modo, las descripciones tan minuciosas casan con dificultad con un lenguaje supuestamente oral, a menos que seas Homero, así como las definiciones de diccionario de algunos objetos –japoneses- cuando alguien escribe un diario para sí mismo, en el caso de los párrafos de Umiko. Es decir, a veces sobran tantas explicaciones. Ocurre en muchas primeras novelas.

Bien atado, el texto puede conducir a una lectura fluida y coherente, y en ocasiones lo consigue de veras. Un discurso conseguido, un lenguaje correcto, eso sí, no hace novela sin otros instrumentos, aunque puede ser suficiente para salir del paso con una primera obra. Es decir, una novela que se deja leer bien, con momentos interesantes pero con la que también se arruga la nariz o se frunce el ceño.

Los párrafos documentados, científicos, a la manera de Sebald –no fue tan pionero en esto-, sobre casos reales de curaciones de enfermedades irreversibles se mezclan con teorías meditativas, ejercicios zen y el monólogo y recuerdos del protagonista, a caballo éste entre los prejuicios y la entrega. Sin embargo, en pocos momentos el lector puede creer del todo en los prejuicios del narrador. Los prejuicios (juicios provisionales, por tanto, en principio susceptibles de ser erróneos, sin valor definitivo, pero inevitablemente previos a cualquier juicio) necesarios a los que se agarra el protagonista son un intento de distanciamiento que hubieran funcionado bien como recurso narrativo, tratados, quizá, con otro enfoque o con mayor acento. En este sentido, la parte más creíble es su “enfrentamiento” –seguramente real en la vida del autor, también él locutor de radio…- con las representaciones de Jodorowsky, posiblemente uno de los mayores “charlatanes” –en las cuatro acepciones de la Academia-, de ocurrencias excéntricas pero simples y lógicas; éste sí, la antitesis del silencio, a pesar de sus impostados –los de “psicomago”- silencios radiofónicos.

El libro es una apología legítima sobre el poder y control de nuestro cuerpo a través de la mente que hoy en día pocos negarían a según qué niveles. Ya Novalis presumía que esta capacidad algún día sería posible. Y los algunos neurocirujanos y científicos –como los que se citan en el libro- dan fe de ello, aunque no sepan explicarlo del todo desde sus estrechos parámetros. Por tanto, hubiese sido mucho mejor tratar estos temas, que pueden ser muy sugestivos, sin el imaginario típico que mencionamos al principio, alejando así cualquier prejuicio. El resultado es una primera novela asequible, fluida, que quizá otra orientación en el trabajo de edición hubiera podido rescatar las mejores habilidades del autor y alejar los fantasmas de un nuevo epígono. Quizá se hubiera conseguido mucho más que una buena novela kitsch.

Texto: José Antonio Vázquez (Equipo Dosdoce)

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