Cuando la cultura se convierte en ocio
Tirso se preparaba para hacer su tesis doctoral: «La evolución arquitectónica de Londres a lo largo de los siglos», exactamente la misma que había hecho su profesor casi cuarenta años antes. El tutor no paraba de pensar en su experiencia. ¡Cuánto le había costado! Disfrutó cantidad, sí, pero tanto tiempo trabajando sin descanso, tantos viajes buscando información, tantas llamadas interminables de teléfono, tanto dinero gastado en hoteles, material, desplazamientos… Libretas y libretas llenas de apuntes, de garabatos. ¡Quién le iba a decir a él que sólo unas décadas más tarde todos esos obstáculos, o al menos gran parte de ellos, iban a ser salvados por la irrupción de las nuevas tecnologías! Ay… si él hubiera tenido uno de esos «cacharros inteligentes» para descargarse la aplicación Londinium, cuánto tiempo y disgustos se habría ahorrado.
Y es que tan sólo a un click, o mejor dicho, a un «touch», ahora mismo ya tienes a tu alcance el Londres romano, sus batallitas, sus quehaceres cotidianos, sus enseres, sus edificios o directamente una explicación de qué se solía hacer en ese sitio en que te encuentras en ese preciso instante. Para meternos más en harina, incluso es posible excavar con el dedo o soplar al micrófono cuando ves un yacimiento en la pantalla de tu dispositivo y así sentir la emoción de un arqueólogo descubriendo una vasija milenaria. ¿Quién no ha deseado alguna vez hacerlo? Gracias a las nuevas tecnologías ahora tenemos un acceso mucho más cercano y amigable a todo tipo de conocimiento.
Esta recreación a modo de introducción tiene como objetivo señalar que los dispositivos inteligentes (tabletas, móviles con pantallas táctiles, netbooks, TV con Internet, etc.) están transformando los hábitos de acceso a la cultura, así como el consumo de la información y el ocio de muchas personas. Las entidades culturales (editoriales, museos, bibliotecas, galerías de arte, etc.) tendrán que asumir sin miedos que en el siglo XXI los contenidos culturales serán percibidos como productos de ocio por los ciudadanos, productos que necesitan por tanto de una forma indispensable las tecnologías sociales para su creación, comercialización y, sobre todo, difusión.
En la economía de la atención en la que vivimos, los gestores culturales deben entender que la visita a un museo o la lectura de un libro compite contra ver vídeos en YouTube o participar colectivamente en un videojuego como opciones de entretenimiento. Si queremos que la cultura tenga un papel relevante en la sociedad digital debemos ofrecer una mejor experiencia de compra y consumo de la misma en Internet, competir con precios más competitivos en línea con las otras ofertas de ocio, así como ofrecer la posibilidad de compartir la experiencia cultural con otras personas con las mismas afinidades culturales.
La última encuesta sobre «Hábitos y prácticas culturales en España (2010-2011)», publicada recientemente por el Ministerio de Cultura del Gobierno de España, señala que aquellas personas que utilizan regularmente el ordenador asisten con mayor frecuencia al cine o tienen una mayor afición por la música o la lectura, con tasas que ascienden al 69,8%, 94,4% y 78,1% respectivamente en este colectivo.
En este contexto de transformación de los hábitos culturales, las instituciones deberían adaptar sus contenidos a estas nuevas formas de compra y consumo con el fin de acercar los mismos a sus públicos objetivo, así como potenciar el desarrollo de nuevas audiencias.