05 agosto 2006

La censura de los productos culturales. Retos del control ideológico de la industria ante la digitalización.

La creciente presencia de las nuevas tecnologías en la distribución de productos culturales está teniendo unos efectos evidentes en las fórmulas de negocio tradicionales de la industria del entretenimiento. Si estos esquemas se venían caracterizando por la configuración, por parte de esta industria, de una agenda de dinámicas de consumo de tal manera que ésta se iba configurando en virtud de su capacidad de anulación de fenómenos culturales disidentes, con la generalización de la digitalización e Internet se asiste a una crisis en la validez de tales rutinas. La mayor capacidad de decisión del usuario y el aumento de los canales de acceso a los productos culturales, merced a la fidelidad de reproducción de la tecnología digital y la proliferación de las redes de intercambio de archivos P2P, han despertado los recelos de la industria.

La colisión entre la industria cultural y las nuevas formas de producción y distribución de los productos culturales se podría explicar por motivos económicos. Pero también tenemos que valorar el componente ideológico: la digitalización y las redes de intercambio establecen una brecha entre el consumidor y la industria, de tal manera que las decisiones del primero no están ya tan condicionadas por las directrices de la segunda. En este sentido, los mecanismos de control y censura de los productos culturales resultan menos efectivos que los establecidos en un sistema caracterizado por la escasez de canales de distribución ajenos a los establecidos por la industria.

Los casos de censura de la industria cultural en sus diversas manifestaciones (cine, música, etc.) son abundantes y no tratamos aquí de compendiarlos ni ordenarlos, sino de fijar unas pautas de actuación que nos ayuden a entender el proceso complejo que los articula. Será a partir de estas consideraciones como expondremos las novedades que plantean las nuevas tecnologías al respecto del control de los productos culturales por parte de las diversas instancias políticas.

1. El control de la incomodidad. Prácticas de censura artística

Las formas heterogéneas en que se ejerce la censura artística hacen que su estudio sea complejo. En primer lugar, tenemos que pensar en que la censura puede ser llevada a cabo por diversas administraciones de distintos sistemas políticos: existe la censura tanto en los regímenes dictatoriales como en los democráticos. Además, ésta la pueden practicar no sólo los poderes políticos, sino cualquier instancia con capacidad de influencia, como grupos religiosos o asociaciones culturales. Pensemos en el ejemplo de la censura practicada por los grupos de la derecha cristiana estadounidense, que se materializa en actos simbólicos de rechazo (quemas públicas de discos, por ejemplo) o en la prohibición de emitir canciones en las emisoras de radio propiedad de estos grupos. Por otra parte, existen diferentes grados de censura, ya que hay obras que sufren una prohibición total para su distribución y otras cuyos recortes o alteraciones afectan únicamente a una o varias partes del contenido de la obra. Y, por último, no podemos dejar de señalar que la censura cuenta con una dilatada trayectoria en el tiempo, que se remonta hasta los orígenes de nuestra civilización. Así, Luis Gil (1985: 33) ha recogido que, en la antigua Grecia, los conflictos sociales y las guerras civiles fueron acompañados de legislaciones que velaban por los derechos de propiedad, al tiempo que se manifestó ya en repetidas ocasiones la preocupación por “los peligros que representan para la paz de la comunidad los excesos de lenguaje, las calumnias maliciosas y las injurias iracundas hasta el momento irrefrenadas”. Esta preocupación eclosionó en las primeras censuras literarias, que se remontan hasta el siglo VII a.C.

La historia de la censura va unida, por lo tanto, a una tensión de poderes, puesto que el administrador percibe al artista como un elemento peligroso para el mantenimiento de su situación, mientras que el artista es consciente de las atribuciones conferidas a su labor. Es decir, que la censura otorga también a la obra afectada un valor añadido a sus lecturas originarias, por lo que se trataría de un fenómeno de recepción antes que de un problema de planteamiento de intenciones del autor puesto que éstas son irrelevantes. Pensemos en el caso de Viridiana (1961), de Luis Buñuel. El guión de la película pasó el filtro de la censura franquista, y el director aragonés contó con una gran libertad creativa a pesar de rodar en la España franquista. No obstante, las críticas vertidas por L’Osservatore Romano tras su estreno motivaron su prohibición en nuestro país hasta el punto de que fue dada por inexistente (Sánchez Vidal, 1991: 229). Estas divergencias de valoración nos indican que el ejercicio de la censura depende de la interpretación del censor, aun cuando existen una serie de criterios mínimos establecidos. Porque, tal y como ha señalado Jansen (1991: 199), se trata de un conflicto en el uso del lenguaje:

La censura intenta hacer cumplir una separación artificial de las funciones duales del lenguaje. Sus teóricos «fingen» que el lenguaje es esencialmente unívoco. Los poetas «fingen» que es esencialmente equívoco. Cuando las estructuras censoras intentan reprimir el lenguaje del poeta (…) se muestra la base irónica de la censura de textos. El discurso unívoco (…) es mucho más moldeable para la censura que el lenguaje equívoco

En tanto que la censura supone una muestra de control político, es importante también su ritualidad, su ceremonia de exhibición de poder. Ésta es habitual en los sistemas dictatoriales y el ejemplo canónico lo encontramos en las quemas públicas de libros realizadas en la Alemania nazi. Pero en los sistemas democráticos, que se caracterizan por unos procesos de ocultación del ejercicio explícito de la censura, también se encuentran casos de este orgullo de mostración. Mark Sullivan (1987: 313) recordaba que, en agosto de 1966, una emisora de radio de Georgia organizaba una quema de discos de los Beatles en respuesta a las célebres declaraciones de John Lennon en que opinaba que eran más famosos que Jesucristo. Este ritual se extendió por diversos lugares:

Inmediatamente, docenas de emisoras de radio, en especial las situadas en los estados del sur, prohibieron la música de los Beatles (prohibiciones similares se anunciaron en lugares tan lejanos como Pamplona, en España, o Johanesburgo, en Sudáfrica). Muchas de estas mismas emisoras propusieron quemas de discos (…) Uno de los dirigentes del Ku Klux Klan de South Carolina quemó un disco de los Beatles en una cruz.

No deja de ser curiosa la identificación que, en ocasiones, realiza la censura entre el artista y su obra. Es cierto que esto no siempre ocurre así: en el caso de Buñuel, su conocido posicionamiento ideológico no le impidió gozar de una amplia libertad creativa para rodar en la España de Franco. Pero tampoco son éstos los casos más habituales, ya que el control ideológico que buscan las instancias políticas se basa en el autor (de ahí la práctica del exilio forzado) pero se ritualiza en la obra: no se quema a los Beatles, sino a sus discos a pesar de que en ninguno de ellos cantaran frases similares a la pronunciada por Lennon sobre su popularidad y Jesucristo. A partir de ese trabajo de exorcismo del soporte (la destrucción de un ejemplar de un libro o de un disco), la censura nos recuerda, de cuando en cuando, su presencia como un aviso para navegantes.

Esta “ceremonialización” en el espacio público del soporte del producto cultural encuentra queda patente en dos casos sintomáticos al respecto del ejercicio de la censura en la sociedad norteamericana. En ambos se explicita una fascinación del poder por mostrar su ejercicio de censura al tiempo que la niega como tal sustituyendo el mismo vocablo (“censura”) por otros que pudieran contar con menos reminiscencias de los sistemas dictatoriales (términos como “control” o “legislación”). El primer caso al que nos referimos es el de la comisión especial del Senado norteamericano para determinar, en 1954, la responsabilidad de los cómics en los altos índices de delincuencia juvenil que registraba en aquellos años el país. El principal instigador y testigo clave en la celebración de estas sesiones en la cámara estadounidense fue el psiquiatra Fredric Wertham, quien encabezaría una particular cruzada contra los cómics. Wertham aseguraba que eran perjudiciales y que existía una relación directa entre la lectura de “comic books” y los niveles de delincuencia juvenil. Proponía que se acometiera una legislación que restringiera la venta de “comic books” a los menores de 16 años ya que creía que ofrecían un culto a la violencia que afectaba directamente a la visión del mundo de los lectores más jóvenes.

La subcomisión del Senado acabó por aceptar una solución intermedia. Rechazó la petición de Wertham de ofrecer una respuesta legislativa y conminó a la industria a establecer una autorregulación. Esta solución buscaba, por un lado, aplacar los temores de la industria ante una legislación demasiado estricta y, por el otro, satisfacer a los sectores que exigían un control sobre los cómics. Para cumplir con las conclusiones del Senado, la industria creó el denominado “comics code”, para lo que adaptó el código Hays, vigente en las producciones cinematográficas de Hollywood, añadiendo a las expectativas iniciales de la percepción del problema (la incidencia de un producto cultural en la tasa de delincuencia) componentes de moralidad. Así, no sólo se recogía un listado de 17 puntos con recomendaciones en cuanto a la presentación de los temas relacionados con el crimen y el terror (las dos primeras partes del comics code), sino que se ofrecían más rasgos referentes a la moralidad: referencias al uso del lenguaje (prohibiendo las palabras obscenas y ofensivas), el respeto a los grupos raciales y religiosos, las ropas de los personajes (se censuraba la desnudez, por ejemplo), el matrimonio y el sexo (con recomendaciones que iban desde no presentar el divorcio en tono humorístico hasta eliminar la exhibición de perversiones sexuales) (Nyberg, 1998: 166-169). A este código le sucedieron una serie de reformas (en 1971 y 1989) para adaptar las normas a las exigencias de los cambios sociales.

El segundo ejemplo nos lleva a otra sesión del Senado norteamericano, realizada más de treinta años después, concretamente en 1985. En septiembre de ese año y a instancias de un lobby compuesto por asociaciones de padres (el PMRC, formado por esposas de políticos influyentes de los partidos demócrata y republicano), se inició una sesión especial en la comisión de comercio del Senado para buscar una legislación que etiquetase los discos de rock en función del contenido sexual o violento de las letras de las canciones. Desde hacía varios meses, se vivía un intenso debate en los medios de comunicación: algunas voces señalaban que la imposición de un etiquetado de estas características en las carátulas de los discos era una información necesaria para que los padres supieran qué material era adecuado para sus hijos; otras opinaban, por el contrario, que esta decisión suponía un mecanismo de control a la creación artística. Este episodio, que la prensa bautizó en su momento con el nombre de «guerras porno» («porn wars»), se mantuvo durante varios años en diversos foros de debate, desde mediáticos hasta legislativos, si bien su discusión en el Senado marcó las posturas de ambas partes. Al mismo tiempo, este debate se convirtió en la imagen de referencia de los ataques a la música rock, y por extensión a la libertad de la expresión artística, en la era Reagan. Semanas más tarde, se anunciaba la resolución del problema. Los lobbies implicados y la industria del disco acordaban que los discos con letras ofensivas llevaran en su portada una pegatina de advertencia de cuatro palabras: «Explicit Lyrics – Parental Advisory» («Aviso a los padres: letras explícitas»). Pero la duda principal quedaba sin respuesta: más allá de esta directriz general, no se especificaban los criterios para evaluar el contenido de las canciones. Así, la palabra «explicit» carecía de una definición detallada, y se dejaba en manos de las compañías discográficas la decisión de cuáles de los discos que editaran tendrían que llevar impresa la advertencia.

Ambos casos muestran unas dinámicas reconocibles en la práctica de la censura artística En primer lugar, vemos la ocultación de las motivaciones políticas. Si en los regímenes dictatoriales estas razones se hacen explícitas en el ejercicio censor, en los sistemas democráticos se tiende a esconder la existencia de una voluntad de control político tras la censura. Aun así, existen casos contados de esta explicitación en las democracias occidentales, como el periodo de la “caza de brujas” de McCarthy en los Estados Unidos, surgido como reacción al comunismo. Con todo, en los dos casos comentados, estas motivaciones están disimuladas por una declaración de principios a favor del interés general (la preservación de unos determinados valores sociales en los jóvenes). Es decir, que a pesar de que son políticos (senadores) los que presiden las comisiones, en todo momento querrían dejar claro algo que resulta, cuanto menos, desconcertante: que no estaban hablando de “política” (en su acepción de programa de partido político) sino de velar por el interés de la sociedad. Esto es, que la práctica de la censura tiene, por parte de las instancias políticas censoras, un deseo de borrado de la ideología para presentar el objeto de tal censura como un hecho natural e indiscutible.

En segundo lugar, al carecer de un enemigo político que justifique la censura (algo que sí ocurría con el comunismo en la “caza de brujas”), aparecen dos argumentos presentados como peligros reales en el desarrollo del sistema democrático: el sexo y la violencia. Tras esta idea se esconde, de nuevo, una razón ideológica basada en la concepción de que estos elementos pueden influir en la conducta. En el caso del “comics code” se daba por sentada la relación directa entre la popularización de los tebeos de terror y el problema de la delincuencia juvenil. La misma ecuación era sostenida en el caso de la música rock: la escucha de canciones con referencias sexuales hacía que los jóvenes descuidaran la importancia de la familia en el esquema de valores de la sociedad estadounidense.

Estas dos características de las prácticas del discurso de la censura (señaladas por Street, 2000: 114-116) permanecen inalteradas en numerosos ejemplos de censura política. E inciden sobre un aspecto que hemos señalado antes: la preocupación por el control de los productos culturales como expresión de una determinada ideología. El componente ritual es, de nuevo, evidente en las respectivas sesiones del Senado: a modo de quema simbólica, se denigra determinados bienes producidos en un soporte específico. La eficacia de esta censura se basa en la existencia de un producto físico al que censurar. De esta manera, el espacio en que se escenifica la purga cumple con el elemento indispensable: el ente concreto al que llevar a la hoguera. La prohibición de un disco o de un tebeo se inscribe en un rito tradicional participado por una industria con unos modelos de actuación tradicionales.

2. Los modelos de gestión y modelos de censura de la industria musical

De todas maneras, el fenómeno de la “tradición” no es un concepto negativo en sí. El problema radica en el momento en que la industria cultural antepone la tradición como valor único e irrenunciable a la búsqueda de fórmulas ante la llegada de nuevos soportes y canales de distribución. Fijémonos, por ejemplo, en que la industria cultural centra su gestión en la existencia de sistemas de promoción. A través de la publicidad, la industria fija los valores sociales añadidos que tiene el hecho de comprar una novedad discográfica. Así, por ejemplo, el acto de compra de un disco de música tiene unas implicaciones que van más allá de la adquisición de un producto determinado, ya que el consumidor está apropiándose de unos componentes defendidos por el discurso publicitario (novedad, la vigencia como un valor de modernidad, etc.). En definitiva, el consumidor compra “fascinado” por estos valores, puesto que la fascinación es inherente al discurso publicitario, según han indicado Luis Puig y Jenaro Talens (1993: 5) al referirse al videoclip:

(…) la función del videoclip no es transmitir algo o convencer de algo, sino, simplemente, fascinar. Desde un punto de vista superficial, podría parecer que el videoclip intenta sustituir las técnicas del discurso narrativo por aquéllas que son propias del discurso poético (…) Sin embargo, mientras el discurso poético tiende a la disolución del significado y ofrece un espacio abierto para la producción de significados posibles por parte del espectador, el videoclip disuelve los significados para motivar una acción pragmática extradiscursiva concreta: comprar un producto. No importa si el objeto que se vende es un objeto físico (un casete o un disco), una manera de pensar y actuar o una imagen de vida. El videoclip institucionaliza la omnipresencia del «discurso publicitario» como un discurso hegemónico.

Este carácter de la publicidad como una auténtica mercancía industrial cuenta, para su plena realización, con la participación de los medios de comunicación. Así, al mencionar la gestión de la industria musical es imprescindible hacer una referencia a las radiofórmulas, puesto que a lo largo de la historia de la música popular, el papel de la radio ha sido decisivo en las ventas de discos. Y no sólo en eso, sino también en la fijación de las modas y las pautas de consumo, en una dinámica que se vio potenciada con la eclosión de la MTV en la década de los 80. Pero no deja de ser tampoco decisiva la denominada prensa especializada. Las revistas musicales contribuyen en este proceso publicitario al insistir en las novedades del mundo de la música como el principal valor que encierra la compra de un disco: tener una novedad es, en definitiva, estar integrado en todo un sistema compuesto de diferentes partes. Porque, de hecho, esta estrategia de promoción cuenta con unas prácticas perfectamente coordinadas debido al proceso de concentración de las empresas multimedia. Según ha destacado Simon Frith (1980: 16)

Una gran parte del negocio de los discos se dedica a intentar convencer a la gente de que los discos tienen un límite en el tiempo y que debe de comprar un disco determinado en el momento de su edición, dejar de oírlo a las pocas semanas, comprar otro nuevo en seguida, y así sucesivamente. Los discos son lanzados con gran fanfarria de publicidad, anuncios, radiaciones, artículos en la prensa. Se destinan primordialmente a las listas de éxitos, que simbolizan la escucha simultánea de los discos que han tenido mayor número de ventas en la semana anterior. Tienen una vida activa definida y limitada (…) Después se pasan de moda y dejan de ponerse (…) El oyente individual está presionado por el mercado. Los discos tienden a tener una vida activa breve de incesante escucha antes de ser colocados en el fondo de un montón, enterrados bajo otros discos nuevos, para volver a la superficie en el caso de que se quiera revivir ciertos recuerdos.

Un modelo basado en la promoción comporta la consideración de un público masivo e indiferenciado. La publicidad actuaría, en este sentido, de mecanismo de homogeneización ideológica de un colectivo diverso. Comporta, además, un esquema comunicativo vertical y unidireccional en que un emisor que controla la información (la industria cultural) impone sus directrices de consumo a un receptor abstracto al que va moldeando mediante la generación de necesidades socializadoras. Este modelo necesita un sistema mediático cerrado en que el feed-back del receptor no es más que una ilusión que, cuanto mucho, corrige algunas de las pautas establecidas por el emisor. En este formato gestor, la práctica de la censura es apenas percibida como un problema por el emisor y, además, resulta efectiva en su invisibilidad, como hemos visto en los ejemplos señalados. No obstante, este mecanismo de funcionamiento entra en crisis desde el momento en que el receptor cuenta con más canales de acceso a los productos culturales, máxime si estos canales potencian su participación y su capacidad de decisión.

3. La digitalización y las dificultades de la vigencia de la censura

La llegada de Internet y la estandarización de la digitalización cambia notablemente el modelo que acabamos de definir. El espacio para el ritual de la censura se ve fuertemente violentado desde el momento en que falla unos de sus actantes principales: el soporte. El libro o el disco eran el objeto de censura por cuanto constituía, por un lado, una obra cerrada y tangible que manifestaba, por otro lado, las ideas del autor. Es así que la concepción del autor como el responsable último de la obra se entiende en tanto que éste había protagonizado cada una de las partes del proceso creativo. La quema de los discos de los Beatles o las censuras ceremoniales a los tebeos y a los discos de rock en el Senado norteamericano se inscribía en ese proceso vertical en que emisor y receptor están claramente identificados y diferenciados.

No obstante, las cosas ya no son tan sencillas. El éxito de lo digital y su penetración en el entorno doméstico hacen que se planteen muchas dudas sobre la vigencia de las prácticas tradicionales. Es decir, que las prácticas de la censura que se demostraban exitosas en momentos precedentes carecen ya de efectividad en el nuevo entorno digital. Un caso claro de esto que señalamos son las redes de intercambio de archivos entre usuarios, las conocidas P2P. La industria reaccionó, desde el principio, con demandas judiciales contra estas aplicaciones amparándose en la protección de la propiedad intelectual.

El meollo del asunto radica en que estas redes ofrecen un acceso rápido y gratuito a un producto cultural determinado, en un modelo de funcionamiento caracterizado por el sentido de comunidad de los usuarios: los internautas que intercambian archivos de películas o de discos aportan sus propias bases de datos, de tal manera que las P2P cuentan con un vastísimo catálogo de productos culturales. En Emule, por ejemplo, se pueden descargar películas antes de que sean estrenadas en los cines; se pueden conseguir programas de software con costosas licencias originales; se puede acceder no sólo a canciones o productos oficiales, sino a un ilimitado surtido de “bootlegs”, grabaciones de programas de televisión y material de toda índole sólo disponible en Emule. Esta aplicación, debido a su éxito y a su sentido de comunidad heredado de programas precedentes como Napster, constituye una magnífica fuente de información complementaria útil incluso para profesionales. La exclusividad de gran parte del material de sus archivos hace que Emule plantee un modelo en que el usuario es también creador (en cuanto que ordenador de un catálogo), sin olvidar que se trata de un receptor activo que decide las condiciones de recepción, sin tener que pasar por los criterios de la industria. Esto es, el usuario no tiene que atenerse ya al catálogo de novedades o de las oportunas reediciones de la industria, y ni siquiera ha de atender a los soportes establecidos, sino que crea sus planteamientos específicos de consumo.

La respuesta política tampoco se ha hecho esperar. Varios senadores norteamericanos de los partidos demócrata y republicano iniciaron, en septiembre de 2005, una campaña a favor de la prohibición de las redes P2P . En este caso, ya no se demoniza al producto, sino a las redes, a los canales. Es por esto que la eficacia del movimiento censor albergue serias dudas, especialmente si calibramos los condicionantes tecnológicos de Internet que dificultan una actuación en solitario de un Estado.

4. Consideraciones finales

A este respecto, podemos señalar que la industria musical no sólo insiste en reproducir modelos de negocio tradicionales, sino también modelos de censura tradicionales. La respuesta hostil de la industria a la aparición de las redes P2P les confiere a éstas un estatus de disidencia con la consecuencia de que estos canales adquieren la consideración de discurso. No olvidemos las palabras de Van Dijk (1999: 326) cuando reflexiona sobre el enfrentamiento discursivo característico de la censura:

(…) la deslegitimación del discurso opositor o disidente por los grupos y organizaciones dominantes (políticos, medios, etc.) puede centrarse en los posibles efectos de ese discurso y, por consiguiente, en los receptores. Por supuesto, esto puede hacerse, indirectamente, presentando a los oradores y al discurso mismo como ilegítimos, por ejemplo, por ser no confiables, violentos, radicales o desviados.

Ni tampoco conviene dejar de lado las palabras de Street (2000: 221), que recuerda que las prácticas de control buscan siempre un retroceso hacia situaciones anteriores, en clara reacción al progreso y a la innovación.

En todas estas reacciones (…) se aprecia el intento de volver a valores típicos de un orden anterior (…) [L]a censura debe entenderse como resultado de la ideología, los intereses y las instituciones políticas. No es una función del sistema cultural, porque la reacción no se produce por una película o un disco en concreto; sin embargo, tampoco es el producto de un sistema determinado. Es la consecuencia de una valoración políticamente elaborada, que dicta lo que es «malo».

En definitiva, el debate está abierto a la espera de que este enfrentamiento ideológico y de mercado abra vías de comunicación mientras se intensifican la apertura de procesos judiciales contra las redes gratuitas de Internet. Que la censura se ejerza sobre canales de distribución supone un paso más en los deseos de control por parte de los administradores. Y su resolución implica las nuevas relaciones que se tengan en el futuro con los productos culturales.

Bibliografía

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