22 abril 2007

Shostakóvich, recuerdos de una vida

“No escribas música si puedes dejar de hacerlo”. Esta sentencia se la espetaba a sus discípulos el compositor Dmitri Shostakóvich en cuanto tenía ocasión. Una frase que encierra una dedicación temperamental, plena y espiritual a la música en un entorno siempre difícil y lleno de obstáculos. Virtuoso del piano, deslumbraba en sus comienzos como estudiante del Conservatorio de la entonces Petrogrado. Desde entonces, una extensa obra jalonó el paso de este hombre por la historia de la música hasta convertirse en uno de los compositores rusos más importantes de todos los tiempos.

Acabamos de celebrar el centenario de su nacimiento, aunque esta efemérides ha podido pasar desapercibida para el gran público a causa del año Mozart. Paradójicamente, en su juventud se le consideró como «el Mozart soviético». Sin embargo, iniciativas como la de Siglo XXI de España Editores han venido a aportar aún más luz a una de las figuras determinantes de la música del pasado siglo. Shostakóvich, recuerdos de una vida es un viaje por la memoria escrito por Mijaíl Árdov, amigo de la familia, que ha realizado el esfuerzo de rememorar los momentos más importantes de la vida del compositor en compañía de sus hijos, Maxim y Galina Shostakóvich.

Recuerdos en el que descubrimos al hombre, el padre, el ciudadano, y sobre todo, el músico. En sus líneas encontramos a un Shostakóvich en su esfera más íntima; un hombre, por lo general, poco sociable y comunicativo, alérgico al halago en público, tímido, metódico, preocupado por la educación y la salud de sus hijos, y…muy aficionado al fútbol. Una visión caleidoscópica, en ocasiones divertida y en otras, trágica, pero sobre la que planea un régimen soviético que siempre condicionó su obra.

Aunque Dmitri Shostakovich no llegó nunca a romper del todo con un sistema que a lo largo de su vida siempre le dio una de cal y otra de arena. Siempre reprimió la ruptura total y su rebeldía se manifestó a través de una obra dual, que compaginaba páginas plenas de inspiración con otras más triviales e inanes, como la música para el cine, que se vio obligado para componer para subsistir. Las primeras conformaban una música privada e íntima, su aportación más personal a la historia de la música.

Como recuerda su hijo Maxim en el libro, “desde la década de los años treinta y hasta la muerte de Stalin, nuestro padre vivió bajo la constante amenaza de ser arrestado y ejecutado. Ni la lealtad al régimen ni la genialidad artística servía de salvaguarda ante esa amenaza: el trágico sino que corrieron el poeta Osip Mandelstam o el director de escena Vsévolod Meyerhold lo testimonian con claridad». Podríamos decir que Shostakovich fue víctima del estalinismo, pero la realidad es que la censura de sus obras continuó hasta bastantes años después, como ocurrió con su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, ópera muy querida para el compositor, que fue censurada primero por Stalin y, tras la muerte de éste, por un comité de músicos, ya en la era Khruschev. Dos décadas después, la ópera volvía a ser rechazada por “sus grandes defectos artístico-ideológicos”.

Esta tensión la viviría hasta el final de su vida, compaginada con los éxitos de su 7ª Sinfonía “Leningrado” o de la 14ª “Babi Yar”, que sí convencían al régimen. A pesar de las prohibiciones, Shostakóvich era un hombre respetado y, a veces, manipulado. Particularmente interesantes son los recuerdos asociados a los intentos del gobierno soviético por asociarlo como parte integrante del régimen. Fue condecorado, se le hizo diputado del Comité Central, y se le nombró presidente de la Unión de Compositores, cargo para el que previamente debía ingresar en el Partido Comunista. Las tensiones y remordimientos que le llevaron todas esas decisiones no fueron ajenos para sus más allegados. Como también el escepticismo e ironía que destilaba el compositor cuando debía someterse a las clases “privadas” de un comisario político que le visitaba todas las semanas sobre el marxismo.

Sin embargo, todo aquello era el ruido en que Shostakóvich era capaz de aislarse para componer. Como el aislamiento que conseguía con las risas y carreras que organizaban sus hijos en torno a su escritorio (“¿Qué escribes, papá?”, “música”, contestaba). La pasión por componer siempre pudo remover los obstáculos que encontraba para acabar su obra. “Si incluso me cortasen ambas manos, sostendría la pluma entre mis dientes y, de todas maneras, seguiría escribiendo música”.

Texto: Felipe Santos, colaborador de la Revista Dosdoce y autor del blog Diplomacia Pública

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