20 febrero 2009

Escritores y editoriales, modo de empleo

El equipo de Dosdoce ha tenido la ocasión de leer el libro Escritores y editoriales, modo de empleo, de José Miguel Desuárez y editado por Editorial Hipálage. Un libro que nos ha parecido muy entretenido, directo y de gran utilidad para todos aquellos que quieran conocer el entramado del mundo editorial.

Con el fin de dar a conocer y fomentar la lectura de este libro entre los lectores de Dosdoce, hemos solicitado el permiso de su autor para publicar uno de los capítulos que nos han resultado más interesantes, y que reproducimos a continuación:

Escritores y editoriales, modo de empleo
José Miguel Desuárez
Editorial Hipálage

Capítulo 9
El lector. ¿Para quién escribimos y publicamos? De la decadencia de la literatura.

El editor
Hoy en día hay un desinterés general por la cultura, ya que se ha impuesto el puro espectáculo, más directo y atractivo: leer un libro cuesta tiempo y esfuerzo, y se necesita silencio y tranquilidad para ello, pero ver una película, jugar a la videoconsola o ver la televisión son entretenimientos fáciles de insertar en la vida y además pueden hacerse con otras personas al mismo tiempo.

Luego está Internet, que también suple las ansias de saber cosas y de conocer algo nuevo: se teclea cualquier término en el buscador y aparece mucha información y está todo al alcance de un botón. Estas cosas, creo, hacen también que el libro se vaya quedando algo apartado de las nuevas generaciones. Y, sin embargo, se escribe y se publica más que nunca porque resulta más fácil anotar historias, gracias a los procesadores de textos, los blogs y las comunidades virtuales de Internet, que permiten dar a conocer lo que uno hace en tiempo real. Pero no nos desviemos de la literatura.

Hoy en día, con las condiciones en las que está el mercado literario (que es cada vez menos literario), ningún editor grande publicaría a Borges, a Cortázar o a muchos escritores que son considerados clásicos o revolucionarios, como Bukowski o Nabokov. Fueron editados en su día, y hoy son famosos; pero no es fácil que alguien que escriba como ellos publique ahora, pues no ofrecería lo que el mercado demanda. Tampoco asustaría a nadie, ni revolucionaría nada, ya que, en la actualidad, el ciudadano medio está de vuelta de todo y no se deja asombrar por casi nada, invadido por tanta información y ruido como hay en los medios. Hace treinta años era posible editar un título como Rayuela porque había un creciente grupo de personas interesadas en la literatura con mayúsculas, libros de técnica revolucionaria y atrevidos. Era, quizá, también, la moda, retorcer un poco las cosas para que fueran o parecieran más atractivas e interesantes.

Ahora, en cambio, noto que todo pasa muy desapercibido, no hay en las editoriales un interés general por proyectos literarios innovadores, por nuevos autores, por nuevas maneras de narrar, por nuevos atrevimientos. Hoy en día, los libros que más se leen (o que más se venden) son lights, muy sencillos de leer (y de escribir), destinados a un público adolescente, aunque los leen adultos de hasta cuarenta años; libros fáciles, que no entorpezcan (ni estimulen) el pensamiento. Quizá sea un complot de la globalización que arrecia.

Las editoriales grandes, en su necesidad de dar con títulos que se vendan bien, están editando libros para quien no lee, para lectores de un nivel educativo bajo. Otra cosa es si así consiguen, como es su intención, nuevos lectores, si así, realmente, están logrando que las personas sin hábito de leer, lo adquieran, ya que el interés por la cultura, últimamente, es subterráneo. Hasta no hace muchos años, alguien culto era admirado, pero hoy en día se ensalza más a quien, por salir en la tele, se acuesta con la novia del sobrino de la cantante que se había casado con el torero aquel. Antes la cultura era valiosa por sí misma; ahora, en cambio, se busca el conocimiento útil, pero no la formación integral de la persona.

El lector avisado, o relee siempre los mismos libros, o se encuentra totalmente perdido cuando va a una librería y sale, normalmente, con las manos vacías, o con algún clásico que no le defraude. Pero por buenos que sean los clásicos, el lector quiere leer algo que le explique su vida actual, el mundo actual; unos nuevos clásicos, con los que pueda conectar. Y, a veces, paseando entre los tomos apilados en las mesas de novedades, es difícil hallar la perla entre tanta concha vacía.

Se ha perdido la distinción entre la alta literatura y la literatura de kiosco. Antes, en los kioscos, se vendían tebeos y libros románticos o del salvaje Oeste a precios asequibles. Y ahora los tebeos se llaman cómics o novelas gráficas y se venden en librerías especializadas, y una novela romántica o de templarios (que son los actuales vaqueros salvajes) cuesta unos veinte euros, o más, en tapa dura.

Hoy en día se publica y vende todo junto, y muy caro: los libros, en mi opinión, deberían ser más baratos en general, ya que han subido demasiado, como tantísimas cosas cotidianas, desde la llegada del euro y el terrible redondeo al alza descarado que sufrimos todos.

También es cierto que hace varias décadas, con el noveau roman y otros géneros literarios experimentales y herméticos, se consiguió alejar a los lectores en general (pues esos trabajos sólo los entendían, aunque tampoco los disfrutaban, creo, los filólogos). Y ahora hasta cierto punto es lógico que, por la Ley del Péndulo, se publiquen y lean más best-sellers que antes. Ahora entras en una librería y hay dos mil best-sellers esperando lectores. Y la gente que suele leer, que antes leía proyectos más literarios, lee best-sellers, porque es lo que hay, lo que le entra por los ojos.

Y lo cierto es que un best-seller no se hace: nace best-seller. Y para ello debe haber montañas de libros en las librerías, mucha publicidad por todas partes y todo el mundo debe hablar de esa novela que todos están comprando. Pero para eso hace falta invertir cientos de miles de euros que no todo editor tiene.

Finalmente, «la culpa de todo —como dice la famosa frase— la tiene el gobierno». Si hubiera veinte millones de lectores tampoco molestaría la saturación en librerías. Pero no parece que las políticas culturales de los sucesivos gobiernos democráticos hayan servido de mucho.

Centrémonos en la educación, por ejemplo. Un gobierno socialista impuso la Logse, que desterró de las aulas cualquier atisbo de racionalidad. Luego llegaron los del PP y la dejaron tal cual durante ocho añitos. Después aterrizó otro gobierno socialista, le cambió la chapita al perro y le puso Loe, y encima afirma que no quiere enmendar la ley, aunque esté más que demostrado su fracaso. Especialmente, y al informe Pisa me remito, nuestros adolescentes carecen de una mínima capacidad de comprensión lectora. Pero ocurre lo de siempre: los ministros no viven el día a día junto a los ciudadanos de a pie, y no conocen nuestros problemas reales, ensimismados en sus burbujas burocráticas.

Por eso no es de extrañar que estas hornadas de adultos lectores se conformen con libros cada vez más lights. Y que los novelistas, poetas o dramaturgos jóvenes no se atrevan a innovar ni a profundizar en sus   creaciones, ¿para qué público? Creemos, sin embargo, que se equivocan. Pues hay muchísimos lectores que persiguen todavía libros más literarios, más inteligentes y que hagan pensar, porque aprendieron en su día que eso libertaba y estimulaba hacia el ilimitado fin que todos ansiamos: conocernos a nosotros mismos y crecer como personas. Y eso sólo lo podemos realizar mirándonos en espejos como libros.

Lo ideal sería que cada una de las trescientas editoriales que publican con regularidad (aunque hay más de mil, que editan muy esporádicamente, según la Agencia Española del ISBN) sacara al mercado únicamente cuatro o cinco novedades literarias al año, con lo cual tendríamos una media de ciento veinticinco novedades al mes. Eso las distribuidoras, las librerías y la crítica podrían asumirlo y trabajar con desahogo para que el lector encontrara los títulos que le interesan con facilidad. Pero esta idea es una utopía, ya que, de entrada, no sería fácil mantener los puestos de trabajo que hay en las empresas grandes; las pequeñas sí pueden hacerlo, y de hecho Hipálage edita ese número de novedades al año y lo tiene como meta: no más de seis títulos al año, y siempre sale alguno más, porque llevamos, con este de ahora, veintitrés en tres años.

Al conocer a Julián Rodríguez, el editor de Periférica (www.editorialperiferica.com), leo lo que él dice sobre una editorial pequeña: «Todos publican buenos, regulares y malos libros. Pero curiosamente, son las pequeñas editoriales las que menos libros malos publican. ¿Por qué? Porque su programación es tan corta que pueden elegir sólo lo mejor, lo más interesante, y porque su prestigio, aún en vías de consolidación, se fundamenta en la calidad constante».

De nuevo, para remarcarlo, quiero decir que las editoriales grandes son como los ejércitos que disparan con metralletas: tienen mucha munición y no les importa quemar miles y miles de disparos para conseguir un solo e irreductible blanco. Las pequeñas son como los francotiradores: disponen de un solo rifle silencioso con un número limitado y precioso de balas; han de cuidar muchísimo dónde apuntar y cómo disparar para causar el mayor efecto en muy poco tiempo: en el caso de la editorial, han de cuidar qué trabajos publicar y hacerlo lo mejor posible para causar interés en el lector avisado y así lograr subsistir.

El autor
En España, muy pocos autores viven de vender libros: sólo algunos escritores muy conocidos. La mayoría vive de conferencias, charlas, talleres, artículos, mesas redondas, cuadradas, tertulias en radio y/o televisión, algún premio literario, etc. Estos escritores, aunque no vivan de sus derechos de autor, publican no sólo porque desean ser leídos, sino como un botón de muestra de su trabajo, al igual que ocurre con los grupos de música en la actualidad: ganan dinero sólo con los conciertos en festivales y en salas, y no con los discos editados por las discográficas.

Ante la saturación en el mundo editorial y el bajísimo índice de lectura de España, yo creo que todos los eslabones del mercado literario somos víctimas. Víctima es el autor, que no puede dejar de escribir, porque su deseo interior se lo pide, y dedica muchas horas a pulir originales por los que luego cobrará apenas una sola mensualidad de un sueldo correspondiente a un auxiliar administrativo, o nada, en muchos casos. Víctima es el editor, que ha de pagar siempre los libros a la imprenta, enviarlos a las distribuidoras y librerías, para ver cómo las pocas ventas y las muchas devoluciones ponen en peligro su continuidad mercantil. Víctimas son las distribuidoras y las librerías, por trabajar tanto para vender sólo ciertas cantidades de algunos pocos títulos. Víctimas son los críticos, que no pueden criticar los títulos interesantes, y han de criticar, por fuerza, los que no son tan atractivos, y de todas maneras luego nadie lee sus críticas ni las tiene en cuenta el lector, otra víctima, porque tampoco halla, entre la maraña de títulos publicados, nada que le interese, ni puede dedicar tiempo a cribar entre las novedades lo que quiere leer. Todos son víctimas, me atrevería a decir, excepto las imprentas, que son las que, al fin y al cabo, siempre cobran la producción nada más fabricarla, aunque también las habrá que se queden sin cobrar, por la bola que viene arrastrándolo todo. No es un párrafo éste muy motivador, pero no le encuentro otro sitio para que se pierda pronto y mejoren las cosas.

Como autor y lector a un tiempo, escribo los libros que me gustaría leer, o por lo menos lo intento. Y pienso que también les pueden gustar a los lectores. A los que no tienen mucho tiempo y leen un ratito cada noche, a los que se enfrascan en la lectura tardes enteras y pierden este mundo de vista para ganar otros cada día, a los que buscan emocionarse, pensar, y, sobre todo, a quienes quieran que les cuenten una buena historia.
 

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