¿Autores antidigitales?
En los últimos meses he leído una serie de libros muy interesantes que aportan miradas opuestas sobre el impacto que está teniendo Internet en la sociedad. Tras su lectura, he decidido agrupar a sus autores en dos grupos antagónicos de opinión: la Escuela del Optimismo Digital y la Escuela del Pensamiento Crítico Digital.
Los miembros de la Escuela del Optimismo Digital defienden fervorosamente las contribuciones y transformaciones sociales que sin duda aportan las nuevas tecnologías sociales y empresas como Amazon, Facebook, Google y Twitter. Esta escuela está formada por líderes de opinión como Jeff Jarvis, autor del libro “Partes Públicas”; Rachel Botsman, autora de “Lo que es mío es tuyo”; Clay Shirky, autor de “Excedente Cognitivo”; y Chris Anderson, autor del libro “Gratis”, entre otros. Estas personas gozan de una amplia visibilidad en el mundo analógico e Internet puesto que sus opiniones son arropadas por los promotores de las principales empresas de la economía digital. Es cierto que estos autores cuestionan, de vez en cuando, alguna actitud o decisión de las empresas que representan el nuevo mundo digital, pero lo hacen con la boca pequeña… En sus blogs, libros y conferencias destacan principalmente las oportunidades que ofrece el uso diario de todo tipo de tecnologías sociales, sin dedicar mucho tiempo ni análisis a los posibles peligros o aspectos negativos a tener en cuenta.
Por otro lado, la Escuela del Pensamiento Crítico Digital está representada por un creciente número de personas que cuestionan abiertamente el excesivo peso que están teniendo los intereses económicos de las empresas promotoras de la industria del “compartir” frente a los intereses públicos de la ciudadanía. Este grupo de opinión está formado por personas como Jaron Lanier, autor del excelente libro «Contra el rebaño digital«; Nicholas Carr, autor de «¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales«; Douglas Rushkoff, autor de «Program or Be Programmed”; Daniel J. Solove, autor de varios libros sobre la privacidad; o Sherry Turkle, autora del polémico libro “Alone Together”, entre otros autores y líderes de opinión.
Desgraciadamente, he visto cómo en varias conferencias y blogs estos autores han sido clasificados como “tribu de aprensivos” por plantear abiertamente la necesidad de abrir un debate sobre el rumbo que está tomando la web social. Me parece muy injusto que se les etiquete de “autores antidigitales” dado que estas personas gozan de un reconocido prestigio académico y profesional, y no me parece correcto poner en duda la contribución de este debate al desarrollo de Internet. Cuestionar la posición dominante de Google o Amazon o la falta de escrúpulos de la política de privacidad de Facebook no significa que seas un autor antidigital.
Ninguno de los miembros de esta escuela de opinión, de la que me siento muy cercano, rechaza los enormes beneficios y oportunidades que ofrece la incorporación de las nuevas tecnologías en la sociedad, tan sólo alertan sobre los intereses económicos compartidos entre las empresas que fomentan la economía digital. Creo que las personas que tienen ya una reconocida trayectoria digital deben asumir el papel de cuestionar abiertamente la forma en que estamos incorporando las nuevas tecnologías en todos los ámbitos de nuestras vidas (personal, educativo y profesional). Las empresas interesadas nunca lo harán.
Tras llevar cerca de 13 años analizando el impacto de las nuevas tecnologías en las empresas y en la sociedad, estoy llegando a la triste conclusión de que en varios aspectos en vez de progresar estamos retrocediendo. Si observamos con un espíritu crítico el impacto que está teniendo la irrupción de las tecnologías sociales en la forma en que acceden a la información en Internet y en cómo gestionan el conocimiento, en los hábitos de lectura y escritura de los ciudadanos, en la cantidad de información personal que compartimos sin sentido, en el desconocimiento general que tienen los usuarios sobre las herramientas que utilizan, etc., podemos deducir que la sociedad que estamos construyendo no sólo no mejora las deficiencias del anterior mundo analógico sino que en algunos aspectos incluso las empeora.
Nos estamos cargando el Planeta Internet
Creo que a lo largo de la primera década de este nuevo siglo hemos vivido un exceso de entusiasmo en relación con las bondades derivadas de la incorporación de las tecnologías de la información (TIC) en la sociedad sin analizar detenidamente las contraprestaciones que pagaremos a medio/largo plazo. Este exceso de entusiasmo me recuerda al que vivimos hace ya tres o cuatro décadas con el inicio del debate sobre el impacto de la sobreproducción en el medioambiente. Al igual que ahora, existían dos escuelas de opinión. Por un lado, los más optimistas, que abanderaban el postulado de los intereses de las empresas industriales, nos decían que era necesario producir sin contemplaciones si queríamos ser una potencia mundial y mantener nuestro estado de bienestar. Los representantes de esta escuela señalaban que los grados de contaminación no eran preocupantes y que tarde o temprano la propia industria daría con una manera de eliminarla…
Sin lugar a dudas esta escuela convenció a mucha gente, dado que hemos estado a punto de cargarnos el planeta Tierra. Tan sólo un pequeño grupo de “científicos disidentes” voceaban los peligros que acarreaba ese desenfreno industrial. Poco a poco las voces ecologistas fueron haciéndose un hueco en el debate, y afortunadamente hoy en día la mayoría de los consumidores hemos desarrollado una mayor sensibilidad ante la necesidad de cuidar el medioambiente. Aunque aún no hayamos cambiado completamente nuestros hábitos de consumo, entendemos que no podemos continuar produciendo y consumiendo de esa forma. Somos cada día más conscientes de que debemos buscar nuevas energías alternativas y que no debemos permitir que la industria siga haciendo con este planeta lo que le apetezca. Hemos creado organismos y leyes que establecen límites de contaminación por países e industrias. Los medios de comunicación siguen muy de cerca el incumplimiento de las mismas y hasta algunos partidos políticos han convertido esta lucha en su emblema. Aunque no sea un mundo perfecto y quede mucho por recorrer, al menos nos hemos despertado del letargo medioambiental en el que vivíamos.
¿Cuándo vamos a levantarnos del aturdimiento digital en el que vivimos y a analizar detenidamente las contraprestaciones que pagaremos a medio/largo plazo si no cambiamos de rumbo? Al igual que en mi anterior libro, La empresa en la web 2.0, cuestioné los riesgos sociales y económicos que conlleva la posición dominante de Google como puerta global de acceso a la información y la interesada escuela de la gratuidad, en mi próximo libro “Cultura Compartida”, que se publicará en pocos meses, vuelvo a cuestionar varias contrapartidas derivadas de la era digital que debemos tener muy en cuenta. Los lectores de mi próximo ensayo podrán reflexionar sobre temas tan de actualidad como la pérdida de privacidad en las redes sociales, el auge de la financiación colectiva (crowdfunding), la gradual desaparición de muchas empresas debido al cuasi monopolio de Amazon como plataforma de comercio electrónico o la creciente desaparición de derechos adquiridos como ciudadanos y consumidores en la era analógica. Ser un defensor de la privacidad y de la intimidad no significa que sea un “disidente digital”. Aunque a lo largo del ensayo los lectores verán que no tengo respuestas concretas para algunas de las 50 reflexiones que desarrollo a lo largo del libro, el objetivo de publicar el mismo es ordenar estas ideas con el fin de ver con mayor claridad las oportunidades de creación y divulgación que nos ofrece la nueva era digital, así como los riesgos y aspectos negativos que debemos tener presentes.
La industria del compartir: ¿Es necesario compartir tanto?
En la nueva era que nos ha tocado vivir, empresas como Google, Pinterest, Facebook, Foursquare o Twitter están creando una nueva cultura social donde nos animan continuamente a compartir en tiempo real todo lo que hacemos con todo el mundo. Los “autores optimistas” señalan que cuanto más compartamos más nos beneficiaremos de lo que comparten los demás. En teoría es una frase que todos apoyaríamos, pero en la práctica muy poca gente comparte en Internet contenidos originales: tan sólo el 5% de los internautas los crea; el resto se dedica a criticar, retuitear o como mucho a decir “me gusta”. Si ésta es la sociedad digital que estamos creando, mejor apagar la tableta y volver a leer en papel…
Esta entusiasta escuela también señala que un excesivo recelo por mantener nuestra intimidad puede hacer que perdamos la oportunidad de conocer nuevas personas, un nuevo trabajo y hasta negocios… Los promotores de esta escuela no deben olvidar que los actuales protagonistas de la Web 2.0 (Facebook, Twitter, Google+, Foursquare, etc.) no son más que herramientas. Tal y como señala Evgeny Morozov en su excelente libro “El desengaño de Internet”, Twitter no hace revoluciones, las hacen las personas. Ni Twitter ni Google arriesgaron sus vidas manifestándose contra la policía de Mubarak en la plaza Tahrir de El Cairo; lo hicieron los egipcios.
Sin lugar a dudas, compartir cada minuto de nuestra vida en Facebook, Google+ o Twitter es una decisión personal. Nadie está forzado a hacerlo, pero se está creando una actitud social donde las personas o empresas que deciden no participar en la web social son inmediatamente clasificadas como “dinosaurios” que no entienden nada de lo que está pasando.
A lo largo de los últimos años he visto cómo muchas empresas e instituciones se ven “obligadas” a abrir un perfil en estas plataformas por la presión social de la que son objeto. A diario reciben constantes invitaciones para formar parte de esta comunidad donde sus amistades se pasan el día subiendo fotos y vídeos. Al no formar parte de la misma no pueden verlas, ni comentarlas, ni compartirlas. Sin quererlo te conviertes en el “raro”, en la “oveja negra” de tu grupo de amistades. En este contexto de presión social, hay que tener una gran personalidad y las cosas muy claras para autoexcluirte de esa supuesta gran fiesta donde parece ser que todo el mundo disfruta las 24 horas del día y en la que tú, por motivos que nadie entiende, no quieres participar.
Curiosamente, las empresas que nos animan a compartir cada minuto de nuestra vida son consideradas las menos transparentes del mundo. La organización sin ánimo de lucro International Transparency puntúa a Facebook, Google, Amazon y Apple peor que a muchos bancos. El secretismo de estas empresas es totalmente incoherente con su apuesta por fomentar que todo sea público. Por ejemplo, Amazon no detalla sus políticas internas de anticorrupción y menos aún informa sobre los resultados de sus operaciones en los países donde opera, incluida España.
Lo más triste de todo es que varios de los representantes de la Escuela de Optimismo Digital señalan que es inútil oponer resistencia a esta tendencia de compartir todo ya que supuestamente nos dirigimos hacia una sociedad donde todo será público. Sin duda nos encaminamos hacia una sociedad más transparente, pero cómo lo hagamos y lo que decidamos en esta primera fase de definición de la sociedad digital tendrá una amplia repercusión en el futuro. A diferencia de la opinión de los optimistas, creo que es el momento adecuado para oponer resistencia puesto nos que encontramos en un momento crucial para establecer alternativas.
¿Es necesario compartir tanto? ¿A quién interesa crear estos nuevos hábitos de comunicación permanente? ¿Quién me garantiza que una red social no venderá a otra empresa nuestra intimidad? ¿Quién se beneficia de tanta información personal disponible? La mayoría de los modelos de negocio en la Red (buscadores, redes sociales, plataformas de comercio electrónico, sistemas de recomendación, etc.) se nutren de los datos personales que comparten los usuarios.
Al convertir nuestros datos personales en la moneda de cambio en Internet, los usuarios tendrán que decidir el nivel de privacidad que están dispuestos a ceder a estas empresas para acceder a ese nuevo mundo de oportunidades y servicios personalizados. Las últimas tecnologías de recomendación de todo tipo de productos y servicios, basadas en el concepto de satisfacción real, analizan si hemos leído un artículo de un periódico hasta el final o no, si hemos dejado una película a la mitad, qué capítulos de una serie de TV nos hemos saltado o si releemos un determinado autor todos los años. También podrán analizar qué hemos subrayado y anotado, así como qué contenidos (personajes, tramas, etc.) hemos compartido con otras personas en la web social. Estos datos sobre el comportamiento y grado de satisfacción reales del consumidor, que en el mundo analógico eran imposibles de obtener, se convertirán en el principal activo y ventaja competitiva de las empresas en la nueva era digital. Como vemos una vez más, no hay nada gratis en la Web: el precio que pagan los usuarios por acceder a esos supuestos servicios gratuitos y personalizados es muy alto: tu vida diaria, tu intimidad.
Como evangelista empedernido de la Web 2.0, esta proclamación por un pensamiento más crítico sobre el impacto de Internet no significa que reste importancia ni valor a los beneficios derivados de la incorporación de las nuevas tecnologías en la sociedad; tan sólo aspiro a abrir un debate para reflexionar sobre si el futuro que estamos creando es mejor que el precario presente.
Los emprendedores, consultores, profesores y autores, ya sean de la escuela optimista o de la de pensamiento crítico, que están analizando de forma permanente el impacto de las nuevas tecnologías en la sociedad deben asumir la responsabilidad de garantizar que los intereses públicos de la futura sociedad digital estén por encima de los intereses económicos de las empresas por muy legítimos que sean. No debemos olvidar que nos encontramos en la primera fase de definición del futuro modelo de sociedad digital. Cómo y a qué precio (sí, sí, precio: nada es gratis) incorporemos la tecnología en nuestras vidas determinará si somos capaces de crear una sociedad digital culta en lugar de una sociedad ignorante.
Dado que no pertenezco a la escuela de las verdades absolutas, recomiendo a los lectores de este artículo leer todos los libros que he mencionado a lo largo del mismo para que puedan llegar a sus propias conclusiones teniendo en cuenta las argumentaciones de ambas escuelas de opinión.
Javier Celaya, Socio fundador de Dosdoce.com