18 noviembre 2008

Imagine… NO COPYRIGHT

El copyright otorga a las corporaciones culturales un control absoluto y abusivo sobre el uso y distribución de un número cada vez mayor de representaciones artísticas que se traduce en unos enormes beneficios económicos: deciden unilateralmente lo que vemos, escuchamos o leemos y en qué entorno lo hacemos, determinando no sólo nuestra sensibilidad estética, sino nuestra concepción de la realidad. Joost Smiers –autor del polémico Un mundo sin copyright (Gedisa, 2006)– y Marieke van Schijndel defienden que es posible configurar una situación de igualdad de condiciones –es decir, un mercado sin copyright y sin el dominio de un reducido número de corporaciones culturales–, un nuevo paradigma en el que puedan prosperar múltiples formas libres de expresión artística sin poner en peligro el derecho de todos a ganarse la vida y la salud de nuestras democracias.

La afirmación de que tanto los creadores como el dominio público se beneficiarán enormemente de la supresión del copyright es un mensaje que no se suele oír. Smiers y Schijndel demuestran que un mercado en igualdad de condiciones puede beneficiar los intereses de un gran número de creadores que en la actualidad no perciben ni un céntimo por sus creaciones y recuperan con vigor la idea de que, como ciudadanos, podemos incidir decisivamente sobre la estructura de las condiciones de producción, distribución y promoción de las expresiones artísticas y, por consiguiente, sobre la vida cultural de nuestras sociedades.

Joost  Smiers es profesor de Ciencia Política de las Artes en el Grupo de Investigación Artes y Economía en el Utrecht School of the Arts de Holanda y autor de Promotin Cultural Diversity in the Age of Globalization y Artistic Expresión, entre otros libros, y del revolucionario artículo «El Copy right es un robo», publicado en Le Monde Diplomatique en septiembre de 2001.

Aconsejando la lectura de Imagine… NO COPYRIGHT, y con la intención de presentarlo y darlo a conocer entre nuestros lectores, hemos solicitado a Gedisa Editorial el permiso para publicar en Dosdoce la Introducción al libro, y que reproducimos a continuación:

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INTRODUCCIÓN

El copyright otorga a las corporaciones empresariales culturales el control sobre el uso de un número cada vez mayor de representaciones artísticas. Estas empresas también son las distribuidoras que dominan el mercado de las películas, canciones, representaciones teatrales, musicales, novelas, poemas, series de televisión y obras de arte visual y de diseño que se engloban en el campo de dichas representaciones. En consecuencia, gozan de un importante poder para decidir lo que vemos, escuchamos o leemos, en qué entorno lo hacemos y, por otro lado, lo que no vemos, escuchamos o leemos.

Es posible que la digitalización esté remodelando este panorama excesivamente controlado y financiado. Sin embargo, la cantidad de dinero invertido en las industrias del entretenimiento es considerable. Esas industrias operan en todo el mundo.

Parece que la cultura es una generosa fuente de dinero. No hay razón para pensar que los gigantes culturales de este mundo quieran abandonar esta situación tan rentable, ni en el ámbito digital ni en el no digital.

Es evidente que hay razones para alarmarse. Cuando los magnates de los medios de comunicación y un número limitado de corporaciones empresariales culturales son quienes mandan en nuestro mundo de la comunicación cultural, la democracia se ve amenazada. La libertad de comunicación para todos y el derecho de todos a participar en la vida cultural de su comunidad, como se afirma en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se convierte en el derecho exclusivo de los directores ejecutivos y de los inversores en los conglomerados culturales monopolistas. ¿Acaso el siglo XXI nos hará volver a una época en que la Iglesia, el rey, el dictador, el Partido Comunista o cualquier otro grupo político despótico, decidan qué podemos leer, experimentar o ver? ¿Qué nos deparará el futuro? ¿Debemos temer la dominación de un número limitado de propietarios de empresas y sus intereses ideológicos y económicos?

No estamos convencidos de que ésta sea la única opción de futuro. Es posible configurar una situación de «igualdad de condiciones» en la que puedan prosperar muchas formas de expresión artística, y en la que a éstas no las oculten a la vista y al oído públicos unas fuerzas dominantes del mercado que controlen el copyright de las obras que «poseen». Para llegar a esta situación, se debería acabar con los actuales mecanismos de control cultural.

Deberíamos liberarnos del copyright y restringir las empresas culturales de tamaño excesivo y con un desmesurado poder en el mercado cultural. No se debería conceder el derecho a controlar el campo cultural a nadie, a ninguna empresa y de ninguna forma.

En el capítulo 1 analizamos por qué el instrumento del copyright no es adecuado para el siglo XXI. La protección que ofrece se ha descontrolado, tanto en los años de su vigencia como en su propio alcance. Pero lo peor es que se trata de un sistema viciado en su esencia. Por supuesto, no somos los únicos que nos hemos percatado del carácter problemático de este instrumento. En el capítulo 2 presentamos una visión general de ideas y movimientos, como los de los «bienes comunes creativos», cuyo propósito es mitigar los efectos del copyright, aunque básicamente lo dejan intacto. Concluimos que estas soluciones propuestas no abordan los auténticos problemas que plantea el copyright.

En el capítulo 3 nos preguntamos si los empresarios culturales –autores, productores, patrocinadores y comisionistas– necesitan el escudo protector del copyright. Analizamos que se pueden asumir fácilmente los riesgos que comporta un mercado donde exista una situación de «igualdad de condiciones», es decir, un mercado sin copyright y sin el dominio de un reducido número de conglomerados culturales monopolistas. Sin la protección de la inversión que ofrece el copyright no merece la pena invertir tanto en lo que se espera que sean películas o libros éxitos de ventas, o en estrellas de la música o del diseño. El resultado es un mercado normalizado, al menos desde el momento en que estas empresas dejen de formar corporaciones gigantescas. La política de la competencia, en el ámbito de la cultura, debería reducir sustancialmente su tamaño.

En el capítulo 4, nos centramos en las empresas y las organizaciones culturales que operarán en este mercado cultural normalizado. ¿Cómo se ganarán la vida y conseguirán que sea rentable su trabajo en las diferentes artes, como la literatura, la música, el cine, el teatro, las artes visuales y el diseño? He aquí una pregunta inquietante, ya que la viabilidad de su respuesta depende de si la mayoría de los creadores creen que un mundo sin copyright les puede beneficiar. Actualmente, la mayoría de los artistas no percibe ninguna remuneración gracial al copyright. Pero de ilusión también se vive. Nuestra labor en este cuarto capítulo es mostrar cómo se construirían los mercados cuando ya no existan los mecanismos de control del copyright y del dominio del mercado, tanto en el antiguo mundo como en el nuevo, dentro del reinado digital.

De este esbozo se concluye que nuestro libro no trata de la historia del copyright ni de cómo funciona hoy. Muchos libros –y muy bien documentados– se ocupan de este tema (Bently, 2004; Dreier, 2006; Goldstein, 2001; Nimmer, 1994; Ricketson, 2006 y Sherman, 1994). Quien necesite una introducción sobre los principios básicos y las controversias en torno al copyright puede acudir, por ejemplo, a http://www.wikipedia.org/wiki/copyright.

Aquí no recurrimos a tendencias como el pesimismo o el optimismo culturales, que de muy poco nos podrían servir. La fuerza que nos impulsa ha sido siempre el realismo de quien tiene los pies en el suelo: si el copyright y las relaciones del mercado son injustificables, por las razones que sean, nos preguntamos qué podríamos hacer al respecto. También consideramos irrelevantes para nuestro propósito las distinciones que señalan que una determinada cultura es de tipo alto o bajo, o si se trata de una popular o de masas. Una película es una película, un libro es un libro, etcétera, cualesquiera que sean su popularidad o su éxito. Lo que importa son las condiciones de su producción, distribución, promoción y recepción, y de qué modo influyen en nosotros como seres humanos, de forma individual y colectiva. En nuestras sociedades, y en algunas más que en otras, todas las formas de cultura y entretenimiento, es decir, todas las expresiones artísticas, son objeto de contradicciones y de batallas económicas, ideológicas, sociales y políticas.

Lo que queremos refrendar con este estudio es que se puede crear una diversidad sustancial de manifestaciones artísticas –sin que importen las opiniones que nos merezcan–, que lleguen a los sentidos de los ciudadanos de cualquier condición. Evidentemente, es posible que resulte más complejo vivir con esa diversidad de expresión que con la homogeneidad. Pero, desde una perspectiva democrática, merece la pena esforzarse por resolver las posibles tensiones que deriven de la diversidad. Además, éste es un proceso de aprendizaje continuo.

 Las transformaciones neoliberales de las últimas décadas, como analiza de forma exhaustiva Naomi Klein (2007), han tenido también unas consecuencias trascendentales para la comunicación cultural en nuestras sociedades. Cada vez tenemos más prohibido estructurar y regular los mercados culturales, de forma que las diversidades de las expresiones artísticas puedan existir y tener una exposición pública significativa. Al parecer, hemos de esperar para ver qué nos ofrecen los conglomerados culturales. Para realizar esa oferta normalmente nos exponen a una profusión de anuncios de productos que debemos comprar y consumir, lo cual es una peligrosa degradación del estado de nuestra democracia. ¿Por qué? Una película, una pieza musical, un espectáculo o una novela no son sólo una forma de entretenimiento sino también muchas cosas más.

Las expresiones culturales son los elementos nucleares de la formación de nuestra identidad personal y social. Esos aspectos extremadamente sensibles de nuestra vida no los deberían controlar un número reducido de propietarios de cientos de millones de copyrights de los contenidos de nuestras expresiones culturales. ¿Por qué no? Porque estos copyrights les otorgan un poder absoluto sobre el uso de unas obras que, repetimos, son nuestras expresiones culturales, y que necesitamos desesperadamente para hacer realidad nuestra comunicación cultural común.

Estos gigantes no sólo dominan los mercados culturales ejerciendo la propiedad de importantes medios de producción, sino que asimismo ostentan el poder sobre la distribución, la promoción y las condiciones de recepción de las creaciones y las representaciones artísticas.

No somos nosotros, como ciudadanos, quienes decidimos el tipo de películas que se producen y cuáles entusiasman al público, ni siquiera qué géneros de música, novelas, representaciones teatrales, espectáculos o imágenes de las artes visuales y del diseño se consideran interesantes. Los propietarios de unos pocos conglomerados empresariales controlan el campo de nuestra imaginación y nuestro placer, y también la representación de nuestros pensamientos y vivencias más íntimas. Ellos determinan cómo debemos percibir la belleza y, lo que es más importante, los valores que debemos apreciar.

No cabe olvidar que todas las obras de arte –sean extremadamente populares y producidas a gran escala, o distribuidas y apreciadas sólo en un pequeño círculo– son depositarias de los valores de lo que, por ejemplo, se puede o no se puede representar; de lo que se puede o no se puede decir; de cómo algo se debería o no se debería hacer; y de qué colores y sonidos está constituida nuestra modernidad. En el campo de la creación y la representación artísticas se libra una batalla de significados. Éste es –y confiemos en que lo siga siendo– un campo de batalla simbólico, como debería ser en las democracias donde las opiniones opuestas sobre las representaciones conviven en paz. Sin embargo, a menudo el campo de batalla es cruel y duro, y los artistas mueren asesinados o sufren torturas, y se consigue que sus obras desaparezcan.

En esta parcela de tanta carga emotiva de nuestras sociedades –el campo de la creación y la representación artísticas– miles y miles de artistas crean y representan una enorme diversidad de manifestaciones culturales, día tras día y en todo el mundo. Ésta es la buena noticia que no debemos olvidar. Sin embargo, la triste realidad es que, debido al dominio que los conglomerados culturales y sus productos ejercen en el mercado, la diversidad cultural está casi ausente del espacio público y la conciencia mental común.

Hay que restablecer el espacio público de las expresiones culturales que van a contracorriente de los movimientos más en boga. Para ello, pensamos que se necesita algo más que la sola crítica exhaustiva de la situación cultural mundial. Lo que proponemos en este libro es una estrategia de cambio, procedente de nuestro análisis, que indica que se puede forjar un mercado cultural viable en el que la propiedad de los medios de producción, distribución y promoción esté ampliamente repartida entre muchos individuos, y en el que nadie controle por completo los contenidos de las manifestaciones culturales ni su uso mediante la propiedad exclusiva y monopolista de los derechos sobre ellos.

Queremos recuperar la idea de que, como ciudadanos, podemos tener una opinión decisiva sobre la estructura de las condiciones de producción, distribución y promoción de las expresiones artísticas; y, por consiguiente, sobre la vida cultural de nuestras sociedades (McChesney, 2007: 4). Al crear mercados culturales viables para una amplísima variedad de manifestaciones culturales recobramos, como ciudadanos, el poder de decisión sobre nuestras culturas. Estos mercados culturales deberían estar integrados en el ámbito más amplio de nuestras relaciones sociales, políticas y culturales.

La razón que nos llevó a escribir este libro es, como ya hemos dicho, fomentar la regulación de los mercados de tal forma que no sólo se produzca una diversidad de expresiones culturales, sino que éstas también puedan llegar a los públicos. En nuestra caja de herramientas deben estar, por ejemplo, los instrumentos de la política de competencia. Incidiremos en estos aspectos en el capítulo 3. El interés principal de este libro es el copyright. ¿Por qué? Porque parece que casi nadie se atreve a decir que el copyright sólo sirve a los intereses de un número limitado de propietarios de inmensas porciones de los derechos de propiedad intelectual, una realidad que ya no se puede justificar.

Afirmamos que los creadores y el dominio público se beneficiarán enormemente con la supresión del copyright. Éste es un mensaje que no se suele «querer oír». En este libro analizamos las muchísimas razones por las que se debe acabar con el sistema del copyright. Ésa es nuestra intención en los dos primeros capítulos. En los dos siguientes, demostramos que un mercado regido por la «igualdad de condiciones» puede servir especialmente bien a los intereses de grandes cantidades de artistas y creadores –sin duda mucho mejor que la situación actual, donde la mayoría de éstos no ganan ni un céntimo por el copyright–. Huelga decir que en un mundo sin el control exclusivo y monopolista sobre los contenidos, nuestro ámbito público de la creatividad y del conocimiento se preserva mejor y está al alcance de todos.

Al señalar que se debe suprimir el copyright y que hay que regular los mercados en favor de la diversidad cultural, se podría entender erróneamente que corremos el riesgo de socavar la muy apreciada y necesaria libertad de expresión. No es así. Los artículos de nuestra Constitución sobre la libertad de expresión y comunicación y, por ejemplo, la Primera Enmienda de EE.UU., no pretenden ser la base de una legislación protectora que sólo sirva a los intereses de quienes invierten en las industrias de la comunicación y los medios de los que ésta se sirve (McChesney, 2007: 73). Las libertades de expresión y de comunicación son valores que no cabe equiparar con el poder ni con la libertad económica de controlar los mercados culturales y de la comunicación.

El lector tal vez se pregunte por qué emprendimos una tarea tan colosal –completamente en contra de la ola de neoliberalismo y más allá de lo que parece más realista–. Nuestro primer principio rector en este estudio es cultural, social y político. La democracia y los derechos humanos exigen la producción, distribución, promoción y disfrute de una amplia variedad de manifestaciones culturales. Así pues, debemos salvaguardar nuestro dominio público de la creatividad y el conocimiento. Tenemos la obligación de estructurar los mercados de forma que muchos artistas y sus productores y representantes se puedan comunicar con una multitud de públicos, compradores y lectores, y consigan que su obra sea rentable.

La historia es la segunda razón de que no pensemos que nuestro estudio y nuestra propuesta apenas estén relacionados con la realidad. La historia demuestra que las estructuras del poder y del mercado están en un proceso de cambio permanente. Una vez que se dejaron de lado las ideas y prácticas neoliberales hace veinte o treinta años, las aparentemente asentadas ideas de Keynes sobre el Estado y la política del bienestar conectaron con el deseo de un capitalismo más equilibrado y democrático, integrado en unas relaciones sociales, culturales y políticas más amplias. El neoliberalismo se impuso en apenas un par de décadas, a una velocidad asombrosa. Y se puede desvanecer tan rápido como llegó. De nosotros, como ciudadanos, depende imaginar qué alternativa puede y debería haber. Este libro es una aportación a ese esfuerzo, que se centra en el campo –de importancia generalizada– de la expresión y la comunicación culturales.

Y por fin, la razón última para emprender este trabajo es muy clara: había que hacerlo. Nuestra obligación académica es la que nos impulsa. Es evidente, para cualquiera que quiera verlo, que el viejo modelo del copyright se está quedando obsoleto. Aquí la tarea académica es obvia: debemos idear un mecanismo que pueda sustituir el sistema del copyright y también la dominación de los mercados culturales unida a él. ¿Qué sistema será el más idóneo para servir a los intereses de grandes cantidades de autores y de nuestro dominio público de la creatividad y el conocimiento? Nos sorprende un poco que seamos los únicos en decir que debemos imaginar un paradigma nuevo y formular alternativas.

Nos ha producido mucho placer trabajar en este proyecto. Es un formidable reto intelectual, y este libro no es más que el principio. Evidentemente, hay que trabajar mucho más (con una diversidad de recursos mayor de la que, como modestos estudiosos, tuvimos a nuestra disposición).

Asimismo, hemos tenido el honor de que nuestros amigos (académicos) y colegas estuvieran dispuestos a compartir con nosotros sus observaciones críticas y, a veces, su escepticismo: unos y otros siempre nos animaron a seguir. Nos referimos a Kiki Amsberg,

Maarten Asscher, Steven Brakman, David Bravo, Jan Brinkhof, Jaap van Beusekom, Javier de la Cueva, Eelco Ferwerda, Paul de Grauwe, Pursey Heugens, Dragan Klaic, Rixk van der Ploeg, Helle Porsdam, Kees Ryninks, Ruth Towse, David Vaver, Annelys de Vet, Frans Westra, Nachoem Wijnberg, y a todos los miembros del CopySouth Research Group, presidido por Alan Story; también a todos los participantes en el AHRC Copyright Research Network de la Birkbeck School of Law, de la Universidad de Londres, dirigido por Fiona Macmillan. Asimismo, nuestra gratitud a Rustom Bharucha, Nirav Christophe, Christophe Germann, Willem Grosheide, Jaap Klazema, Geert Lovink, Kees de Vey Mestdagh y Karen van Wolferen. Todos ellos realizaron el esfuerzo de leer el manuscrito. Joost Smiers fue invitado a exponer en varias universidades y a dar conferencias en diversos lugares del mundo acerca de los principales puntos de nuestra investigación. Estamos muy agradecidos a estas organizaciones por darnos la oportunidad de continuar desarrollando nuestras ideas y comprobar nuestros análisis con la realidad de las actuales prácticas culturales.

Nuestro ejercicio académico se parece un poco a un salto al vacío. Estamos muy agradecidos a todos nuestros comentaristas, por ayudarnos a esclarecer nuestro estudio sobre las posibles relaciones de mercado futuras que nosotros, obviamente, no podemos predecir por completo. Apreciamos sus esfuerzos más aún porque, como es lógico, no todo el mundo compartió plenamente nuestras opiniones. No obstante, casi todos convinieron en que este ejercicio académico era importante.

Hay alguien que merece unas especiales palabras de agradecimiento: Giep Hagoort, colega desde hace mucho tiempo de Joost Smiers en el Grupo de Estudios sobre Artes y Economía de la Escuela de las Artes de Utrecht. Hace ya veinticinco años que está ayudando a situar a personas con espíritu cultural emprendedor y bien preparadas en los sectores culturales de nuestras sociedades. No es por casualidad que la idea del emprendedor o del empresario cultural desempeñe un papel tan importante en nuestro libro. Una vez más, este emprendedor cultural –sea o no artista, productor o patrocinador o comisionista– debería tener la oportunidad de operar en un mercado cuyo principio rector fuese el de la «igualdad de condiciones».

Como ya dijimos líneas más arriba, la democracia está amenazada. En gran medida, los derechos humanos sobre la comunicación y las expresiones artísticas libres se han arrinconado. Hay razones –y muy reales– para hacer saltar la alarma y para mostrar la necesidad imperiosa de imaginar un mundo sin copyright.

 

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